Se lo están perdiendo
Desde hace más de 12 años, corrijo cada cuatrimestre un montón de exámenes de los alumnos de una facultad de periodismo. Desde hace más de 12 años observo con pena y preocupación cómo la letra de cada promoción va degradándose. El garabato harapiento en que se había convertido la cursiva ha terminado por claudicar, dejando paso, primero, a la letra de imprenta y, por último, a las despóticas mayúsculas. Solo mayúsculas. hay exámenes que parecen telegramas y otros que, con entera honestidad, resulta casi imposible desembrollar.
Sí, claro, la explicación de por qué está ocurriendo esto es prístina. Pero no esperen de mí una filípica contra las maquinarias digitales o una elegía al pasado dorado en el que redactábamos todo a mano y nuestra caligrafía decía de nosotros no menos que nuestras epístolas, artículos y dedicatorias. Durante mucho tiempo me quedé con esta explicación. Otro oficio que se encaminaba al museo, desplazado por nuevos hábitos. Siempre fue así, siempre será así.
Pero luego descubrí algo pasmoso. Durante los últimos años de su vida, a medida que su mente se iba ausentando, mi padre poco a poco empezó a perder la capacidad para escribir a mano. Por último, ya no pudo siquiera firmar. Su cursiva elegante se había ido descomponiendo de una forma muy semejante a la letra de mis jóvenes alumnos. De un lado y del otro de la existencia, los mismos garrapatos infantiles.
¿Qué estamos perdiendo al desencarnar el texto, al desconectarlo del tacto y del músculo? No lo sé, pero el calígrafo estadounidense Jake Weidmann cita en una de sus más entusiastas conferencias (https://www.youtube.com/watch?v=85bqT904VWA) una serie de estudios que establecieron que escribir a mano pone en marcha numerosos y complejos mecanismos cerebrales, algo que no ocurre cuando tipeamos. No me extrañaría que así fuera.
Bueno, todos sabemos esto. Nos dio bastante trabajo aprender a escribir. Con un método u otro, nos hizo falta elaborar una destreza minuciosa que nos llevó de los primeros palotes a la letra fluida que nos sale sin pensar, sin mordernos los labios por el esfuerzo. Es raro y sorprendente. Todas las artes y los oficios dan mucho trabajo al principio, y después no solo se convierten en una segunda naturaleza, sino también en una dicha.
Así es, presiento algo más penoso en esta lenta declinación de la cursiva. Todo hombre de letras fue alguna vez un niño de letras. A mis diez años, los cuadernos de 100 páginas y las biromes de trazo azul grueso –que tomaba clandestinamente del bazar de mi abuelo– se convirtieron en los juguetes definitivos. Escribir fue antes que ninguna otra cosa un placer lúdico y despreocupado. De grande, aquellos toscos bolígrafos fueron reemplazados por plumas refinadas. Pero no he dejado nunca los manuscritos, y casi todas mis páginas personales nacen de puño y letra, empezando por el diario que llevo desde mi adolescencia.
Digo estas cosas también como hombre de redacciones, de máquinas de escribir, de cierres belicosos en los que no hay tiempo para lujos. Pero he ahí otra confusión. De la cursiva voluptuosa se puede pasar a las teclas sin perder calidad o encanto. Solo resignamos el goce de la tinta fresca a cambio de velocidad. No está mal, si quieren mi opinión; hasta en el tipear apresurado sentimos el hormiguear del verbo en la yema de los dedos.
Por desgracia, no es posible recorrer el camino inverso. Ir de la máquina a la pluma. Lo veo cada año, cada vez peor. Y por supuesto que sé cómo suena todo esto, así, sin entrar en detalles. Suena obsoleto. huele a naftalina. Escribir a mano, por favor, qué antigüedad.
Tal vez sea así, después de todo. Pero me preocupa. Porque escribir es también algo del cuerpo, como bailar o pintar, y se lo están perdiendo.
Las artes y los oficios dan mucho trabajo al principio, y después se convierten en una segunda naturaleza