El enigma de los relojes verdes
El otro día, un amigo, mirando a los lejos, descubrió unas esferas extravagantes sobre unos tallos de un metro de altura, justo en los confines de mi jardín.
–¿Es lo que yo creo que son? –me preguntó, perplejo.
–Casi seguramente –le respondí. –Cebollas.
–Común a la izquierda, colorada a la derecha.
Es rara la vida de una cebolla, anoten eso. En general, son bianuales. Durante el primer año, forman el bulbo. Luego, al final del otoño, las hojas se secan y ahí es cuando, por lo común, la cosechamos.
Pero, ¿qué hacer, si queremos semillas? Un sábado, cuando empezaba el frío, luego de las compras de rigor, hice dos pocitos bien separados y enterré una cebolla común y una colorada. Y me olvidé del asunto. Sin tierra negra, sin fertilizante, sin riego. Cuando el suelo es tan sórdido como en mi barrio, hay que practicar una jardinería darwinista.
Pasaron, implacables, los meses del invierno. Llegó la primavera, algo tardía. Por fin, una mañana, vi allá en el perímetro unos brotes desgarbados. Las cebollas habían regresado de su hibernación, y un tiempo después, cuando las horas de luz alcanzaron el valor preestablecido por la genética, florecieron espléndidas y convocaron a los diligentes polinizadores. En las umbelas maduran ahora los frutos incontables. Cuando llegue febrero, cosecharé miles de semillas. No me propongo el cultivo a escala, pero así le voy tomando el tiempo a este suelo avieso. Apunté en mi cuaderno: cebollas, OK.
Una queridísima amiga mía me preguntó hace poco por qué tenía mis macetas todas amontonadas, que por qué no las alineaba a lo largo de la galería, que quedarían más lindas. Así que le expliqué. Las aromáticas más cerriles resguardan de este modo los cultivos vulnerables. Cuando no usás insecticidas, hay que establecer las alianzas adecuadas.
Otro día, me reconvinieron porque tenía “esa plantita de flores tan lindas a la sombra y en un rincón”. –Al ciboulette no le gusta el calor. Ahí le da el sol suave del atardecer.
No podían creer que esas fueran las flores del gastronómico ciboulette. Así que les di unas hojitas y un ramo lila para que certificaran mis dichos.
A mediados del último invierno, las hormigas arrasaron las albahacas con fervor notable. La masacre de mis basilicum, célebres por su fragante frondosidad, causó una crisis familiar. Pero, sobre todo, produjo estupor mi circunspección; habían pensado que saldría a incendiar todos los hormigueros de la región.
Pero no. Las albahacas, que son generalmente anuales, habían estado allí toda la primavera, el verano y el otoño, intocadas, ofreciéndonos sus deliciosos dones. Solo cuando las hormigas supieron que ya habían fructificado y que les quedaban unas pocas semanas de vida, dieron cuenta de ellas. “Son hormigas, no tontas –observé–. Necesitan que el año que viene vuelva a haber albahacas”.
No todo el mundo entiende mi bonita maceta para plantas acuáticas en la que no hay ninguna planta acuática. Cuando me apremian al respecto, señalo la boca del pluvial, que se abre justo encima. Agua de lluvia, que nunca te falte.
Pusimosenlagaleríaunasmesitas como de bar, cada una con sus sillas y el correspondiente florerito. Quedó muy lindo, muy original y muy versátil. Un par de semanas después llegó el obligado recambio, y todas las ramitas verdes o florales fueron camino al tacho de basura. No tan rápido, atajé, y, antes del dispendio, revisé los floreros. Saqué dos plantitas y exhibí las largas raíces que habían procreado calladamente en noches románticas y mediodías bulliciosos con amigos.
–Menta y orégano. Bienvenidos –pronuncié, y los trasplanté a unas macetas con tierra decente.
Tiempo, de eso trata este breve texto, no de jardinería. ¿Qué es el tiempo? No lo sé, pero las plantas sí, y una sola semilla puede contener bosques y milenios. Lástima que no hablen. O que no las oigamos.
Cuando el suelo es tan malo como en mi barrio, hay que practicar una jardinería darwinista