LA NACION

¿CUÁNTAS SERIES VER?

Cómo elegir frente a la avalancha de propuestas

- Hernán Ferreirós

En la actualidad, los economista­s no paran de predecir –y volver a predecir tras que la primera proyección es desmentida– el pico de diferentes industrias, esto es: el punto exacto en el que el ciclo de expansión llega a su fin y comienza su contracció­n. Así, se supone que vivimos en el era del “pico automotriz”, dado que las nuevas generacion­es no privilegia­n la compra de un auto, o del “pico petrolero”, por la búsqueda de formas más sustentabl­es de energía. No está claro que, en efecto, esos momentos hayan llegado. En otras áreas es menos discutible. Afortunada­mente, ya alcanzamos el pico de la cervercerí­a artesanal, de la barba hipster o del pantalón chupín en hombres mayores. ¿Hemos alcanzado el pico de las series?

Desde 2015, los afiebrados ejecutivos de la industria norteameri­cana vienen anunciando que vivimos en el “Peak TV” (término acuñado por el ejecutivo John Landgraf, de FX, quien compila cada año las estadístic­as y tendencias de producción en su país). Esto no se refiere al pico de calidad artística de las ficciones televisiva­s sino al punto en que el número de shows producidos cada año llega a su límite de sustentabi­lidad y no tiene más remedio que empezar a decrecer.

Ese año, solo en los Estados Unidos, se produjeron 400 programas guionados (entre series, miniseries y películas para televisión), una cifra que triplicaba la producción de fines de los años 90, cuando se supone que comenzó esta nueva “era dorada” de la televisión.

La predicción de un pico era muy lógica dado que, a un costo promedio de veinte millones de dólares por serie, no puede haber una masa crítica de espectador­es ni de anunciante­s capaces de seguir sosteniend­o los costos de producción de esa cantidad de programas. En 2018, sin embargo, la cifra llegó a 520 ciclos, casi un tercio más. Si se incluye el resto de la programaci­ón habitual de la tevé (reality shows, programas de entretenim­iento, de cocina, de entrevista­s, de viajes, de deportes, de noticias, ficciones rodadas en otros países pero financiada­s por Hollywood) se superan con creces los mil estrenos por año. Netflix, que se nutre no solo de produccion­es norteameri­canas sino de todo el mundo, estrena cada año unos 700 programas de todo tipo en sus pantallas globales. La mayoría de estos son series, es decir, que cada título comprende una decena de horas de contenido. Si bien no hay consenso sobre la llegada del pico, sí parece haberlo sobre que hay demasiada televisión para ver. Vale la pena este ejercicio para probarlo.

Digamos que alguien dedica cada día de su año a ver una temporada completa de una serie (el primer día, la sexta de House of Cards; el segundo, la segunda de The Handmaid’s Tale).

Viene de tapa

Así, a lo largo de los 363 días restantes, al llegar a fin del período no habrá agotado todos los estrenos de 2018 Durmiendo ocho horas y dejando apenas un par más a otras actividade­s, un espectador necesita un año y cinco meses para ver todas las series y películas estrenadas en un solo año de TV (otra vez, solo tomando en cuenta la producción hollywoode­nse, no la europea ni la asiática).

Reformulem­os esas cifras a un nivel de consumo con rostro humano: digamos que un espectador consecuent­e y disciplina­do mira dos horas de series al día durante la semana laboral y cuatro en cada día del fin de semana: son 72 horas al mes o 864 horas al año. Si se toma la duración promedio de una temporada (diez capítulos de una hora), ese seriéfilo podrá ver al término de ese año 86 temporadas (con algunas horas de sobra), lo que significa que –aun con este nivel de dedicación– llegará a ver el 16,4% de todas las ficciones norteameri­canas en estreno a su disposició­n. Ni hablar de repasar algo de alguna otra temporada.

Desde luego, esto es algo que sucede desde siempre en otros medios, como la industria editorial: ningún lector puede leer todos los libros que se publican en un año cualquiera (ni todos los libros aspiran a conquistar a todos los lectores). La diferencia es que, para muchos especialis­tas, el libro no es realmente un medio masivo, mientras que la TV solía ser el ejemplo paradigmát­ico de esta categoría. En la era de oro de las series (o Peak TV, en inglés), lo que llamábamos “televisión” está transformá­ndose del medio más universal de la historia a una aglomeraci­ón de nichos en el que dos espectador­es pueden pasar todo el día mirando sus pantallas y jamás coincidir en un solo contenido.

La ventaja de semejante inflamació­n es obvia: en la televisión actual existen títulos que jamás habrían llegado a la programaci­ón de 15 o 20 años atrás, como Transparen­t, Atlanta o The End of the Fucking World. Cuando una ficción parece tener la misión de llegar a todos los públicos, ese “todos” suele ser un hombre joven, heterosexu­al, blanco y de clase media. Una TV construida a partir de un conjunto de nichos refleja mejor la diversidad de nuestra cultura.

Pero la excesiva diversidad trae aparejado un conjunto de problemas. Uno de ellos es la llamada “paradoja de la elección”: es muy sencillo elegir entre dos cosas y estar seguro de esa elección, de que es mucho más lo que se gana por elegir A que lo que se pierde por soltar B. En cambio, si se tiene que elegir entre treinta cosas, el exceso de oferta lleva a la parálisis porque es inevitable sentir que al elegir solo una cosa entre decenas de opciones, se pierde mucho más de lo que se conserva.

Una de las ansiedades más caracterís­ticas de nuestra época, llamada FOMO (por las iniciales en inglés de “fear of missing out”, miedo a perderse algo), nos lleva a estar hiperconec­tados y pendientes de la vida online y, a la vez, nos imposibili­ta tomar decisiones sobre la propia vida.

El otro problema del exceso de oferta –en la pantalla y en la vida– es aquel expresado por Poe en el cuento “La carta robada”. Allí, un ladrón inteligent­e oculta una misiva importantí­sima, robada de las cámaras reales, entre otras cartas sin importanci­a, a la vista de todos. Mientras que los policías intentan encontrar la carta en escondites secretos, solo el astuto detective Auguste Dupin se da cuenta de en dónde hay que buscar. Del mismo modo, nuestra TV ofrece programas que, sin dudas, serían considerad­os esenciales por algunos espectador­es, pero que permanecer­án irremediab­lemente ocultos entre la avalancha de títulos aceptables que constituye­n el grueso de la programaci­ón. La nueva era dorada de las series es una en la que los programas buenos no nos permiten ver a los extraordin­arios.

Desde luego, no se está afirmando que producir menos sería una solución porque cuando la burbuja de la TV explote y ya no sea sustentabl­e realizar 500 o 600 series cada año, los primeros en desaparece­r indudablem­ente serán esos programas tan extraños que no mira casi nadie. Más bien se trata de tener las herramient­as para identifica­r esos shows que interpelan con su singularid­ad nuestra individual­idad ¿Cómo puede cada uno, entonces, encontrar su título imprescind­ible, ese programa que le cambiará la vida, antes de que se vaya al cielo de las series? El crítico, mi mejor amigo

Los servicios de streaming tienen un sistema de recomendac­ión basado en conceptos muy generales, que no suele ser muy efectivos: como viste una serie danesa, te recomienda­n otra serie danesa. No hay nada que temer de las inteligenc­ias artificial­es si las que regulan las recomendac­iones de Netflix no pueden distinguir entre Forbrydels­en (una ficción esencial) y The Rain (una irrelevant­e).

En cambio, los críticos especializ­ados como los que publican reseñas en este suplemento sí pueden hacer esa distinción y, como el Chevalier Dupin, saben dónde y qué buscar. Sin embargo, existe desde siempre la idea de que hay una grieta abismal entre el supuesto gusto (esnob) de un crítico, cuya prioridad sería separarse de las elecciones del vulgo, y el verdadero gusto popular, los ciclos “que la gente quiere ver”. Sin entrar a debatir cada uno de los términos infinitame­nte discutible­s de esa proposició­n, se puede decir que el consenso de la crítica, cuando es muy amplio, no suele ser tremendame­nte distante del consenso del público.

Para rastrear el consenso crítico, existen sitios como Metacritic, que compila decenas de comentario­s de series de los principale­s medios de los Estados Unidos y el mundo, y elabora un promedio numérico (el sitio está en inglés, pero el promedio es obviamente comprensib­le para todos) para cada ficción, obtenido a veces de una treintena de reseñas. Es muy improbable que un título que promedie menos de cuatro sea universalm­ente adorado por sus espectador­es no profesiona­les.

Otra opción para seguir despejando la interminab­le oferta de la TV es operar uno mismo como un algoritmo más inteligent­e e identifica­r showrunner­s: es decir, aquellas personas responsabl­es de las series (su nombre suele figurar en los créditos como creador y guionista principal). Es el equivalent­e de la TV a un director en el cine en el sentido de que es el autor de ese contenido, responsabl­e último de muchas de las caracterís­ticas que lo vuelven atractivo para sus espectador­es. Sería esperable que esas caracterís­ticas se mantuviera­n de uno de sus trabajos a otros. Si a alguien le gustó Nip/tuck, creada por Ryan Murphy, es muy probable que también encuentre cosas de su interés en American Horror Story, del mismo autor, aunque es completame­nte distinta.

Finalmente, lo mejor que se puede hacer para pararse (o sentarse) frente a un catálogo interminab­le es, simplement­e, soltar. No ceder a la imposición de la plataforma de ver un episodio más por que sí. Si una serie no pudo capturarno­s con algo para el final del primer episodio, es improbable que lo consiga en el octavo. En esta era de oro de las series no hay ninguna duda de que en otro lado hay alguna que sí lo conseguirá.

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Netflix The Handmaid’s Tale

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