Iglesia y Estado deben ser autónomos y cooperar entre sí
Con más fuerza luego del debate sobre la legalización del aborto se escucha un reclamo sobre la necesidad de separar la Iglesia Católica del Estado. Como la exigencia de una “separación” supone determinada “unión”, es oportuno indagar si ello se verifica en la Argentina y en todo caso qué significa separar a la Iglesia del Estado o, en forma más amplia, a este de “las” iglesias o comunidades o, en definitiva, al Estado de la religión en general. Sabido es que “confesionalidad” y “separación” se erigen como dos modelos en principio opuestos, pero los ejemplos pueden multiplicarse dentro de cada categoría, de suerte que hay Estados que podrían catalogarse como “separatistas” en los cuales no solo la religión presenta una relevancia social importantísima, sino que además el poder estatal coopera con las entidades religiosas en diversos terrenos. Así ocurre en Estados Unidos en cuanto a beneficios fiscales o en Francia en el plano de la financiación de las escuelas confesionales.
Por ello, la clave en un Estado democrático y plural no pasa tanto por mirar la cuestión de la separación o la confesionalidad, sino por constatar –de una parte– en qué medida queda clara la distinción de competencias entre las instituciones políticas y religiosas y –a la vez– cómo el Estado garan- tiza la libertad religiosa, tanto en su faceta individual como colectiva. En la Argentina, no hay religión oficial, en otras palabras, el Estado no se identifica con confesión alguna. La manda constitucional de “sostener” el culto católico, apostólico y romano se concreta hoy mediante un aporte económico exiguo del gobierno federal que la propia Conferencia Episcopal Argentina, en loable iniciativa, busca sustituir de modo gradual por mecanismos de autofinanciación, como el anunciado ayer por la Secretaría de Culto sobre el aporte voluntario de padres en colegios confesionales. Recuérdese que dicha fórmula plasmada en el artículo 2 de la Constitución se diferenció de sus antecedentes: Alberdi, por ejemplo, proyectaba la conjunción “adopta y sostiene”, o sea, la consagración de una religión oficial.
Si el reclamo de “separación” en la Argentina se circunscribe a revisar la cuestión de las asignaciones derivadas del artículo segundo, adhiero a tal planteo, y entiendo que la mejor forma es a través del diálogo entre ambas partes, como viene ocurriendo, porque la realidad es que la norma constitucional está vigente (sin perjuicio de que el artículo debe modificarse a futuro). A propósito, noto en los debates una confusión en torno a la financiación de las instituciones educativas públicas de gestión privada, confesionales o laicas. Porque lo que ahí financia el Estado no es la “religión”, sino la “educación”, garantizando la libertad de enseñanza que establece la Constitución. Reciben los aportes para el pago parcial o total de los salarios docentes todas las instituciones que cumplen ciertos requisitos (sobre la base de criterios de justicia social), resultando irrelevante la titularidad del establecimiento. Siempre será progresista ampliar las opciones educativas, sobre todo en beneficio de las familias de menores recursos.
Volviendo al reclamo de separación, si por el contrario el mismo busca limitar o erradicar el factor religioso del ámbito público, alegándose como fundamento de ello nociones como la secularización, la neutralidad o el Estado laico, afirmo que se trata de una forma errónea de interpretar dichos conceptos. En efecto, la laicidad del Estado es un principio integrador y garante de la pluralidad, que no debe entenderse como ignorancia ni mucho menos como exclusión u hostilidad hacia el factor religioso, sino que –antes bien– es un presupuesto para el ejercicio de la libertad religiosa, de las personas y de las instituciones. No es “antirreligión”.
El Estado argentino valora en forma positiva el hecho religioso y la labor de las confesiones en la construcción del bien común. Por ello, su relación con las comunidades religiosas no se basa en la ignorancia mutua o el conflicto, sino en la cooperación al servicio de cada persona y de la sociedad. El principio de laicidad permite una convivencia pacífica en la diversidad y que las confesiones religiosas estén presentes en la vida pública, desarrollando su objeto espiritual y de culto, pero también aquello que viene exigido por los fines de cada una, como las tareas en los ámbitos de la promoción social, de la educación o de la salud. Lo “público” no se reduce a lo “estatal”. Y la religión tiene su lugar en lo “público”, igual que otros fenómenos sociales, como el deporte o el arte.
Al propio tiempo, la laicidad también implica independencia y autonomía. El Estado es independiente y autónomo de las iglesias o comunidades religiosas y estas, salvadas las exigencias del orden público, son independientes y autónomas del Estado. Las entidades religiosas no deben buscar privilegios. Evidentemente la tarea de gobernar no es propia de las iglesias o confesiones religiosas y debe reafirmarse la distinción entre las competencias del Estado y de aquellas. Ello no impide –al contrario, resulta valioso– que entre ambas exista cooperación y diálogo. Tampoco impide que las entidades religiosas, al igual que cada actor social, puedan dar a conocer su opinión en asuntos en los cuales esté en juego la dignidad de las personas, lo que no debe interpretarse como intromisión en la tarea de gobierno, sino que viene exigido no solo por la libertad religiosa, sino también por la libertad de expresión. Es claro que brindar puntos de vista no quiere decir imponer determinados valores y además es indudable que en tanto la mayor cantidad de voces estén presentes en la arena pública se tomarán las mejores decisiones para el bien de la sociedad. Nunca es bueno limitar o descalificar opiniones.
En suma, habrá que seguir el debate para conocer si el reclamo tiene que ver con los aportes que se derivan del sostenimiento mandado por la Constitución o si va más allá y se basa en una hostilidad hacia la Iglesia Católica, hacia las iglesias y confesiones o hacia la religión en general. En este último caso pareciera una ideología que se aleja de la pluralidad. Por ello, y como los argentinos queremos vivir en libertad, es preciso reafirmar el principio de laicidad del Estado, así como la independencia, la autonomía, la cooperación y el diálogo entre el Estado y las confesiones religiosas, garantizándose de ese modo la libertad religiosa individual e institucional para el bien de todos.