LA NACION

Daniele Pinna. “La cocina italiana hecha en la Argentina es un invento”

Nacido en Cerdeña, Italia, este chef celebró ocho años al frente de La Locanda, restaurant­e con una mirada personal de la gastronomí­a de ese país

- Texto Sebastián A. Ríos | Foto Valeria Gesualdi/afv

“Papá, podés hablar más bajito”, le dice Nicole a Daniele Pinna, quien con una mirada amorosa accede al pedido de su hija mayor. Por unos minutos vuelve a ser audible la música ambiente del bar y las conversaci­ones en las otras mesas, aunque de un momento a otro este chef nacido hace 38 años en Alghero, Cerdeña, llena de nuevo el salón con su vozarrón y los amplios movimiento­s de brazos que acompañan sus palabras. Su forma de hablar recuerda por momentos a Luca Prodan –la tonada italiana, la mezcla de palabras de distintos idiomas– y es igual de directo, carece de eufemismos. Instalado en la Argentina desde hace 9 años, Daniele comanda La Locanda, restaurant­e que con 8 años de vida propone una personal mirada de la cocina italiana, nutrida con una historia de vida detrás de los fuegos de restaurant­es de ciudades como Milán, Newcastle o Barcelona. Papá de Nicole (10) y de Belina (1), Daniele asegura que ya no se pelea más con los comensales que piden platos de esa cocina italiana, “invento” nuestro, con la que se encontró al llegar a la Argentina. La Locanda ya tiene sus habitués, y son muchos, lo que hace suponer que ha habido un entendimie­nto, digamos... cultural. –¿Cuál fue tu primer trabajo en gastronomí­a?

–Empecé en un bar, a los 13 años. Yo era muy rebelde y cuando llegó el verano me pusieron a laburar. En vez de disfrutar del verano como los demás, trabajaba en un bar de 6 de la mañana a 1 del mediodía, y después me iba a trabajar en el campo con mi abuelo. Esa fue mi primera experienci­a, que supuestame­nte fue un castigo: hacer café, lavar los platos, hacer el croissant...

–¿Pero te gustó?

–¡Me encantó! Primero, me sacó de seguir haciendo quilombo. Y estando con persona adultas, que era las que admiraba cuando entré –las que estaban con las sartenes, con los fuegos, todo ese show–, me tomaron cariño y me fueron permitiend­o tocar más los fuegos, la freidora, la parrilla. Así laburé varios veranos como gastronómi­co, de 10 de la mañana a 3, o de 5 de la tarde a 2 de la mañana, hasta ser al mismo tiempo bachero, ayudante de cocina y cocinero. Hacíamos 400 cubiertos todas las noches. Era realmente destructiv­o pero me encantaba.

–¿Cómo fue tu recorrido cuando te fuiste de la isla?

–A los 16 empecé a poder moverme con libertad, con el “autógrafo” de mi padre, porque era menor. Estuve laburando en Firenze [Florencia], en Bolonia, en Milán. Después volví para hacer el servicio militar, y de ahí a Newcastle y a Barcelona. Después nació Nicole, hice dos veranos en Cerdeña como chef del primer restaurant­e donde trabajé de chico, mientras en invierno trabajaba de obrero con mis tíos.

–¿Qué aprendiste en todos esos lugares?

–Newcastle me maduró. Yo entonces era un niño... ¡un pelotudo! Me enseñó a ser más firme en mis decisiones. Cuando volví a Italia empecé a trabajar con personas serias, con más profesiona­lismo, y mejoré bastante. Y en Barcelona se me abrió la cabeza en 50 millones de pedazos, porque había cubanos, dominicano­s, colombiano­s, muchísimos argentinos (era justo después del 2001), y hasta había un cocinero del Tibet. Todos tenían una manera distinta de trabajar el producto. Me abrió la cabeza a otro mundo dentro de la cocina, y me encantó. Cuando después abrí mi negocio, todo eso lo tiré ahí adentro.

–¿Cómo es tu cocina?

– Mi cocina no es italiana, obligatori­amente. A veces comés un cordero y tiene sabor a curry. Mi cocina arranca en la cocina sarda –que tiene productos de mar, de tierra y de animales, muy naturales, pero pocos: variedades de manzanas puede haber cuatro, no más–, pero es una mezcla. Hay cosas que te quedan y sabés que son ricas, y no hace falta que seas italiano o francés... Los franceses son muy rígidos en la cocina, y yo soy un demonio: trabajé con franceses y me tuve que ir a la semana. No me gusta que me griten y no grito a nadie, yo quiero que cada uno se exprese y pueda hacerlo bien. Doy mi línea en mi cocina, pero no puedo pretender que el tipo sea igual a mí, y los franceses pretenden que todos seamos iguales. ¿Cómo catzo? ¡No se puede! ¡Es una mentira! Vos querés agua con gas y yo quiero sin gas. –¿Y qué gastronomí­a encontrast­e cuando viniste a la Argentina? –Me traían a comer a supuestos restaurant­es italianos y no entendía cómo era posible que se hubiera distorsion­ado tanto la cocina italiana, su identidad, en un país hecho en su gran mayoría por italianos. No era comida italiana lo que veía, era un invento. Había dulce por todo lados, siempre dulce en la comida. Noso- tros si un plato es salado es salado, ¡sal es sal! y acá había pastas con salsas dulces. Después, cuando abrí La Locanda me han llegado a pedir salsa de soya... ¡pero andate a comer sushi! ¡Acá hacemos pasta! –¿Hoy el que va a comer a La Locanda sigue llegando con ese estereotip­o de cocina italiana? –Al principio sí. Hoy hay alguno todavía que me dice “qué tipo de bodegón sos que no tenés tal cosa”. Yo no soy un bodegón, pero me identifica­n como bodegón y se quejan: “por que no me das pizza al principio”, ¡Porque pizza no hago! Siempre hay algo o alguien que se queja, es la realidad de la vida. Por eso no me peleo más. Al principio me peleaba, no entendía qué pasaba. Estaba acostumbra­do a hacer un tipo de cocina, que después la saqué, muy italiana... La pasta para mí es blanca adentro, es crocante cuando la comés. ¡Ya no la comen así los italianos, los argentinos menos! Hoy la hacemos al dente, no pasada, pero justo. Encontramo­s el punto de cómo quiere la cosa la gente. Nosotros los italianos vamos a comer la pasta seca al restaurant­e, pero ustedes los argentinos quieren pasta fresca. Y esas pequeñas diferencia­s fueron mudándose a mi cocina; yo no podía no vender porque quería vender fusilli secos. El tipo no los pedía y yo no me puedo pelear con el cliente.

–¿Qué no falta en tu heladera? –Las verduras. Todas. Me gustan todas, como mucha verdura, aunque no se ve en mi cuerpo [se ríe]. Como mucho chacinado, embutidos; tengo muchos amigos que me traen sus propias produccion­es y yo preparo mi propio embutido en el restaurant­e. Y queso mucho; después alcaparras y aceitunas no faltan nunca. Y la pasta. No puedo vivir sin pasta. Dentro de la heladera como pasta, fría, ni cierro la puerta. Me encanta. Varias veces desayuno pasta. –¿Qué platos recordás de tu infancia?

–La pasta, pero también las alitas de pollo. Comía mucha alita de pollo. Mi abuela me llamaba y decía “te soñé, entonces cociné alitas de pollo”. Las hacía a la diabla, eran picantes a morir.

–¿Qué cosas interesant­es ves hoy en la gastronomí­a?

–Primero, el empeño y el cariño que le están poniendo los cocineros jóvenes (y también algunos grandes). Por ahí no tendrán la plata para poner el restaurant­e más lindo del mundo, pero se le nota en esto [señala el sándwich que tiene delante suyo]: el pan es pan de masa madre. Son cosas elaboradas con mucho más cariño por el producto, ¡y con más atención al cliente! Cuando llegué a la Argentina la atención al cliente nunca la vi (a menos que fuera un mozo de vieja escuela). Y ahora cuando entro a un restaurant­e hay mucho inmigrante venezolano, colombiano, que tiene una educación diferente. El argentino es “qué querés, papá”. ¡Me estás maltratand­o, eso no me gusta! Todos te trataban como si fuera un bar, y un restaurant­e es un restaurant­e. Creo que hoy hay mucha mejora en la atención al cliente.

–Fuera de la gastronomí­a, ¿qué otras cosas te gustan?

–Las armas, me encanta ir a disparar. Me gusta la adrenalina del disparo, el ruido. Voy al polígono, descargo 500 balas y estoy más sano psicológic­amente.

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