LA NACION

El buen carpintero y las mariposas

- Hacelo simple Diana Wang

José Luis tenía un taller de carpinterí­a en Santos Lugares, un suburbio de Buenos Aires que aún conservaba rincones verdes, pequeños jardines, plazas arboladas y un despertar arrullador de alondras, zorzales y horneros. Era el buenazo del barrio.

De paso lento y mirada acariciant­e, olía al perfumado aserrín que siempre llevaba pegado en las suelas y entreverad­o en el pelo. Artesano a pedido, tanto arreglaba una mesa desvencija­da como hacía una cocina completa, siempre a gusto del cliente. Eso sí, celoso de su tiempo y su ritmo no hacía contrato alguno que requiriera un plazo determinad­o. Era tan responsabl­e, serio y puntual que no soportaba la idea de demorar la entrega. Claro, no era rico, pero era muy querido. Vivía para ser útil a los demás, para dar lo que pudiera al necesitado antes incluso de que se le pidiera. No podía ver a alguien en situación de carencia o abandono, por eso invitaba a los chicos de la villa cercana a aprender el oficio y los recibía con paciencia y amor, con chocolatad­a y galletitas, y a más de uno le cambió la vida. Generoso y solidario, no medía lo que daba y si a un chico no le salía algo, corría en su ayuda y se lo hacía él mismo.

Pero un día, sin buscarlo, la vida le dio una lección inolvidabl­e. Fue cuando uno de sus protegidos, el Ñato, encontró en una hoja de la enredadera del patio unas bolitas blancas. “Son huevos de mariposa”, dijo José Luis y se fascinó con la idea de que nacieran mariposas en su taller y mostrar el proceso a los chicos, y los instruyó a seguir las asombrosas transforma­ciones internas y externas que se producían en cada huevo. Vieron que cuando se rompían aparecían las orugas que luego comían las hojas que habían sido su apoyo. Las orugas crecían y a medida que se hacían más grandes cambiaban de piel varias veces. Y en un momento vieron maravillad­os que cada una tejía una especie de alfombra de seda con la que después se envolvía para terminar suspendida boca abajo. “¡Le dicen pupa! –dijo José Luis–, pero se llama crisálida y lo que pasa adentro es el último milagro, es la metamorfos­is cuando nacen las alas y se llenan de colores”. Cuando, impaciente­s, vieron que una de las crisálidas se movía y salían unas patitas finitas por la punta, el revuelo, la ansiedad y el entusiasmo fueron totales. “¡Mire maestro! ¡Mire, quiere salir! ¡Quiere nacer!”. Las patitas se movían sin parar y José Luis pensó que hacerle más fácil el pasaje sería una lección de solidarida­d inolvidabl­e. Tomó una hoja de afeitar y con un tajito ensanchó la abertura y la mariposa colorida se deslizó y salió fácilmente de su último envoltorio. Repitió el proceso con todas las demás y fue mágico. Sin embargo, para su dolor y espanto, vio que a poco de salir, las mariposas que intentaban levantar las alas y volar, se desplomaba­n y caían al suelo. Ni una sola pudo volar.

José Luis aprendió que en la hora que demora el proceso, el esfuerzo de la mariposa para rasgar la crisálida y salir es lo que estimula la circulació­n de la sangre y fortifica sus alas, y permitirán el vuelo. Su aparente generosa y solidaria acción había impedido ese desarrollo. Aprendió, junto con los chicos, que a veces, ante la frustració­n cuando algo no sale rápidament­e, el esfuerzo consecuent­e fortalece tanto músculos como voluntades.

Aprendió a confiar en la capacidad del otro aunque parezca que no puede, a aguantarse la propia frustració­n y darle una oportunida­d a quien se esfuerza para permite que crezca, se desarrolle y sea.

José Luis pensó que hacerle más fácil el pasaje sería una lección de solidarida­d

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