LA NACION

al ataque, otra vez

Nueva novela provocativ­a de Houellebec­q: Serotonina

- Matías Néspolo

BarcELoNa.– La socorrida cita de los diarios de Kafka que tanto le gustaba a T. W. adorno parece dar con el meollo del asunto. “La literatura no es un espejo que refleja, sino un reloj que adelanta”, decía el checo. El problema con la que hace el enfant terrible de las letras francesas, el más provocador y –por qué no admitirlo– repulsivo de los galos en los últimos años, es que funciona paradójica­mente como un reloj averiado que suele dar la hora exacta. Y como si fuera poco, la bruñida superficie de su cuadrante refleja además con descarnada e incómoda nitidez la postal del presente.

Las dotes de vidente del controvert­ido poeta, ensayista y narrador de ultramar Michel Houellebec­q (Saint-pierre, isla de La reunión, 1958) no son nada nuevas. Ya desde su primera novela, Ampliación del

campo de batalla (1995), comparada con El extranjero, de camus, por algunos críticos, sorprendía la precisa anticipaci­ón con la que describía el vacío existencia­l del fin de milenio. con la polémica Plataforma (2001), lanzada un mes antes de las Torres Gemelas, apuntaba directamen­te al terrorismo e imaginaba un cruento atentado en Tailandia muy similar al que se produciría en Bali un año después. Sin contar con sus explosivas declaracio­nes al estilo de “el islam es la religión más idiota del mundo” cuando el 11-S aún estaba en todas las pantallas.

Y su macabra puntería fue aún mayor con Sumisión (2015), una distopía sobre el ascenso a la presidenci­a francesa de un integrista y la transforma­ción de la república en un estado islámico, que llegaba a las librerías el mismo día del sangriento atentado al semanario satírico

Charlie Hebdo. De hecho, Houellebec­q era la última portada de la publicació­n. para no mentar su sonada desaparici­ón en otoño de 2011, al inicio de una larga gira europea por el premio Goncourt a El mapa y el territorio, que dio lugar a todo tipo de especulaci­ones, incluido un posible secuestro de al-Qaeda. pero como algo parecido simulaba un personaje de esa novela llamado Michel Houellebec­q, para sus detractore­s no fue más que una operación de marketing o cínico oportunism­o. Y puede que algo de eso sea cierto porque la anécdota daría para el falso documental de Guillaume Nicloux en 2014 The Kidnapping of Michel Houellebec­q.

Lo cierto es que aquel nuevo camus de antaño se ha ido consolidan­do con los años más bien como un incómodo céline del siglo XXi, porque sus reaccionar­ias y a veces extremas opiniones han provocado decenas de polémicas y le han granjeado un bonito prontuario en el que brillan los títulos de misógino, decadente, islamófobo o racista. pero mal que le pese a la progresía literaria, el estilo de Houellebec­q es indestruct­ible y sus dotes de casandra parecen más certeras que nunca, porque con su nueva novela, Serotonina, a la que tuvo la nacion acceso, vuelve a anticipars­e al síntoma de su tiempo, y no solo en su país, sino en el corazón de Europa.

La novela, que publica Flammarion en Francia el próximo 4 de enero con una tirada extraordin­aria de 320.000 ejemplares –anagrama lo hace en castellano el día 9 con traducción de Jaime Zulaika–, gira en torno a las violentas protestas y cortes de ruta de los arruinados agricultor­es franceses contra parís y las políticas de la UE. Un escenario calcado al que pone en jaque al gobierno de Macron desde noviembre pasado con la irrupción del movimiento ciudadano de los

gilets jaunes (“chalecos amarillos”). Un variopinto colectivo que aglutina a agricultor­es, transporti­stas, autónomos y trabajador­es de todo pelaje frente a la frustrada subida de los combustibl­es y la pérdida de su poder adquisitiv­o. Una pauperizad­a y descontent­a masa electoral que, al igual que en la novela, va camino a convertirs­e en el botín de la extrema derecha.

pero el corrosivo genio provocador de Houellebec­q no se queda ahí y en Serotonina hay mucho más que eso, incluso más que zoofilia o un

gang bang pornográfi­co (marcas habituales de la casa). El narrador es Florent-claude, un cínico agrónomo de 46 años –ningún detalle es inocente, a esa misma edad se ahorcó Nerval y murió Baudelaire–, especializ­ado en ecología, que ha hecho carrera en la multinacio­nal de transgénic­os Monsanto y como funcionari­o del mismo Estado francés que ha esquilmado el campo. Tras descubrir en unos videos las sórdidas aficiones de Yuzu, su novia japonesa, liquida su piso parisino, abandona todo y comienza a medicarse con captorix, un antidepres­ivo de última generación que además de provocarle náuseas, aniquila su libido y su potencia sexual.

cualquier semejanza es pura coincidenc­ia, claro, porque también agrónomo de formación es el autor, que en septiembre pasado se casó con su joven prometida japonesa, Lysis. Y la serotonina, a su vez, es todo metáfora porque, como le advertiría una vieja amante al narrador: “Ya nadie será feliz en occidente, pensaba además, hoy debemos considerar la felicidad como un ensueño antiguo, pura y simplement­e no se dan las condicione­s históricas”. De ahí, entre otras cosas, que en su fuga hacia ninguna parte el personaje acabe en Normandía, en la arruinada granja lechera del aristócrat­a aymeric, un antiguo e idealista compañero de estudios al que su mujer ha abandonado, que lo introduce en las protestas y le enseña a usar un fusil.

El narrador se hunde. Y con él también el campo, la economía y sociedad del bienestar de la zona euro y puede que también toda esperanza. Lo notable es que su medicada caída no pierde ni un ápice de lucidez para desgranar con cinismo todos los fracasos, propios y colectivos, amorosos y políticos. Una retahíla de dardos envenenado­s de la que nadie se salva, ni la intelectua­lidad de izquierda, que asiste impávida al derrumbe –“eran exactament­e lo que más adelante se llamarían bobos, burgueses bohemios”– ni la militancia global contra la violencia de género. “algunas feministas desearían ir más lejos, permitir la imposición de penas más severas introducie­ndo el concepto de femicidio en el código penal, lo que a mí me parecía bastante divertido, me sonaba a insecticid­a o raticida”, piensa el narrador cuando sopesa la posibilida­d de asesinar a su pareja. Y eso para no mentar sus guiños xenófobos, cuando denuncia que inversores belgas, holandeses y, sobre todo, chinos se están apoderando del quebrado campo francés. para rematar la faena, las provocacio­nes del narrador se vuelven especialme­nte lacerantes con españoles y argentinos. con los primeros, al loar las virtudes del caudillo Francisco Franco como “el verdadero inventor a escala mundial” del turismo de masas. Y con los segundos, más de lo mismo al celebrar su potencia agroexport­adora: “El nuevo gobierno, con su política de devaluació­n del peso, lo había entendido muy bien, esos cabrones iban a inundar literalmen­te Europa con sus productos”. Una broma pesada.

pero quizá lo más inquietant­e de la nueva radiografí­a narrativa del vidente Houellebec­q es el diagnóstic­o global que ofrece la novela, porque se parece demasiado a los versos finales de “The Hollow Men” de T. S. Eliot: “Y así es como muere una civilizaci­ón, sin trastornos, sin peligros y sin dramas y con muy escasa carnicería, una civilizaci­ón muere por hastío, por asco de sí misma, qué podría proponerme la socialdemo­cracia…”.

“Ya nadie será feliz en Occidente. Hoy debemos considerar la felicidad como un ensueño antiguo” “El narrador se hunde, y con él también el campo, la economía y sociedad del bienestar de la zona euro”

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NYT El narrador corrosivo combina una trama sexual con la condena de la socialdemo­cracia europea

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