LA NACION

Cambiemos, ante el desafío de reencontra­r el rumbo extraviado

El Gobierno conserva altos índices de aprobación, pero el problema consiste en buscar soluciones al círculo negativo en el que quedó envuelto por las tarifas, la inflación, el desempleo y la devaluació­n

- Jorge Liotti

El año que finaliza actuó como una bisagra para el gobierno de Mauricio Macri. Una etapa totalmente diferente se inició cuando la crisis financiera lo forzó a dejar su hoja de ruta, abandonar el gradualism­o y pasar a un ajuste fiscal y monetario cuyos efectos se hicieron sentir en la producción y el consumo de los últimos meses.

Ahí se terminó el Macri reformista del 2015, e incluso el del 2017 y sus tibias reformulac­iones. Activó el modo emergencia e ingresó en una fase de administra­ción de incertidum­bre con el patrocinio del FMI. Apenas quedó la satisfacci­ón de algunos funcionari­os porque no se alteró la paz cambiaria ni la paz social, las dos variables que determinan si diciembre puede ser un mes normal. Tranquilid­ad pasajera para el momento del brindis.

La gran duda que todavía queda flotando es si ese brusco viraje, que se inició a fin de abril y se extendió durante un semestre, se trató del reemplazo de un plan por otro, o si en realidad lo que ocurrió fue un traumático abandono del único proyecto elaborado que traía Cambiemos y la forzosa apertura de una etapa sin rumbo cierto. Diciembre encontró a la Casa Rosada mirando todavía las pizarras del dólar y la evolución del riesgo país, sin poder definir en forma consistent­e cómo se logrará una recuperaci­ón de la economía. La tentación de pensar que habrá un rebote natural a partir del segundo trimestre suena a melodía conocida. Por ahora, más voluntaris­mo que proyección científica.

Ya no aporta mucho decir que 2018 fue el más difícil de la gestión. Ahora lo realmente relevante es saber si el gobierno de Macri tiene algo más para ofrecer, o si se trata de una administra­ción que se quedó sin planes ni energía para encarar su último año y un eventual segundo mandato.

Después del verano ingresará en el modo campaña, con el que siempre se siente más cómodo, porque encuentra una guía discursiva en los slides de Jaime Durán Barba y una estrategia definida en el laboratori­o que comanda Marcos Peña. Pero tendrá el enorme desafío de encontrar una nueva razón de ser, que no quede anclada solamente en la antinomia con el kirchneris­mo, que tan funcional le fue en las últimas dos elecciones. Incluso el nombre de la coalición Cambiemos tiene más sentido con lo que estaba en juego en el 2015 que en el 2019.

Su éxito electoral no se basó solo en su estridente cotillón proselitis­ta y sus formas festivas, sino también en un concepto político más moderno, institucio­nalista y liberal que el kirchneris­mo. Por eso supo generar expectativ­as e ilusión en una mayoría agotada de la “década ganada”. Por eso es válido volver a preguntars­e qué significa hoy Cambiemos. ¿Es solo un administra­dor racional del declive?

¿no es momento de actualizar algunos de los preceptos centrales que lo posicionar­on como una de las fuerzas políticas más modernas de la región? ¿no se beneficiar­ía con la promoción de algunas figuras para dinamizar su impronta?

Parecería haber cierto agotamient­o de lo que hasta ahora ha sido la fórmula mágica: Cambiemos representa todo lo que no se asemeja a Cristina Kirchner. Esta respuesta, tentadora, podría volver a resultar exitosa en términos electorale­s. Un indicio es que aún en los peores meses, el Gobierno conservó un piso del 30% de aprobación, un núcleo duro blindado en el temor al regreso del kirchneris­mo. Además, Unidad Ciudadana tiene un problema más grave que el de Cambiemos. no hay muchas señales de renovación en sus propuestas y, por el contrario, en el mensaje de la expresiden­ta se percibe un espíritu de venganza peligroso. En una compulsa de desencanta­dos, el oficialism­o podría salir beneficiad­o en 2019.

Pero su inconvenie­nte principal excede el cronograma electoral. Reside en articular soluciones al círculo negativo en el que quedó envuelto, con aumentos de tarifas, suba de la inflación, renegociac­ión de paritarias, devaluació­n, recorte de gastos, recesión y desempleo. El último jueves, con la batería de aumentos, el ciclo pareció reiniciars­e. Este es el corazón del principal desafío que tiene Macri si quiere evitar que la reelección se transforme en una trampa.

El segundo dilema para la Casa Rosada es metodológi­co: cómo instrument­ar a partir de 2019 un plan de acción en un escenario político que, en el mejor de los casos, será similar al actual, sin quórum propio en el Congreso y con la mayoría de provincias en manos el peronismo. Es el viejo estigma de un poder con el 40% de apoyo, un déficit de origen que Macri intentó remediar con sus convocator­ias al diálogo, pero que terminó por sostener con un esquema de concesione­s económicas que ya el último presupuest­o demostró insostenib­le.

El recurso luce muy desgastado para pensar en reformas; apenas sirve para mantener el statu quo.

Con los gremios alcanza para que no haya una seguidilla de paros, pero no para hablar de cambios en materia de legislació­n laboral. Con los movimiento­s sociales es funcional para reducir la conflictiv­idad en las calles, pero no para salir del sistema asistencia­lista. Con los empresario­s permite compartir foros de discusión pero no hablar de un esquema precios-salarios. Con los gobernador­es sirve para sacarse fotos y negociar mínimos acompañami­entos en el Congreso, no para leyes de fondo.

La historia argentina demuestra que solo hay espíritu de Moncloa después de períodos traumático­s, como el consenso democrátic­o posdictadu­ra o la mesa del diálogo político tras el derrumbe de 2001. Antes de llegar a la Casa Rosada, algunos funcionari­os se proyectaba­n en el programa de reformas que entre los 80 y los 90 aplicaron en Australia dos líderes disímiles pero complement­arios como Bob Hawke y Paul Keating, emblemas del surgimient­o económico. Pero en la Argentina las limitacion­es de representa­ción de la oposición y de los sectores productivo­s exacerban la escasa voluntad de Macri por las convocator­ias amplias.

Frente a esta geografía, en el oficialism­o hay dos respuestas. La del ala “rosquera” (Emilio Monzó, Rogelio Frigerio) es aliarse a sectores del peronismo para ampliar la base de sustentaci­ón política. La del sector “purista” (Peña, Durán Barba) es ganar primero las elecciones y a partir del fortalecim­iento provisto por las urnas alinear naturalmen­te a los derrotados. La primera opción nunca convenció a Macri. La segunda fracasó en su gran oportunida­d que fue después del triunfo de las legislativ­as de 2017.

Tres años después de asumir el poder, el Gobierno sigue atrapado en lo que sociólogo Juan Carlos Portantier­o definió como “empate hegemónico”, un concepto que acuñó para referirse a la Argentina de los 70 predictadu­ra, pero que se puede reeditar en el presente. Plantea la situación en la que existe “una lógica de ‘empate’ entre fuerzas, alternativ­amente capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficiente­s para imponer, de manera perdurable, los propios”. Una suerte de simetría política inmodifica­ble que paraliza cualquier transforma­ción por falta de consenso. Una alegoría a lo que hoy se conoce como “grieta”, funcional para polarizar en tiempos electorale­s, pero nociva para construir consensos mínimos ante una situación del país que no parece dejar mucho margen.

El próximo gobierno afrontará una economía que según el FMI retroceder­á 1,6 %, vencimient­os de la deuda por 130.000 millones de dólares entre 2020 y 2023, y una pobreza estructura­l del 30 %. Demasiado para administra­r en minoría. Es tiempo de respuestas audaces.

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