LA NACION

Macri y Cristina, ante la última batalla

- Joaquín Morales Solá

En la agonía del viejo año, cuando terminaba un diciembre tan temido como tranquilo, el Gobierno sorprendió con varios anuncios de aumentos de servicios públicos, que se aplicarán escalonada­mente durante 2019. Luz, gas y transporte, sobre todo. Aumentos que, por otro lado, son superiores a la pauta de aumento salarial del 23 por ciento para el año próximo, anunciada por el ministro de Trabajo, Dante Sica. Era la última ráfaga de la corrida cambiaria que azotó el país entre abril y septiembre, con sucesivas devaluacio­nes del peso y la consecuent­e escalada de la inflación. Una mezcla de malas noticias económicas internacio­nales y de calamidade­s climáticas locales rompieron el hechizo de una economía que crecía en el primer trimestre de este año a un ritmo cercano al 4 por ciento. La historia ya es historia, pero lo cierto es que aquella racha dañina tiene todavía sus consecuenc­ias. Justo cuando está a punto de comenzar el año electoral.

La devaluació­n y la inflación dejaron los subsidios para el consumo de servicios públicos (la pésima práctica que instauró Cristina Kirchner) en cifras parecidas a las que recibió Macri. La energía sigue costando en la Argentina un 30 por ciento menos que en los otros países de la región latinoamer­icana. Después de los aumentos anunciados, el precio del transporte (que también necesita energía) cubrirá solo el 60 por ciento de su costo. A su vez, el precio de los servicios públicos consume una parte del salario, no todo el salario. No por las tarifas, pero en ese contexto renunció el secretario de Energía, Javier Iguacel, porque nunca se acostumbró a la cohabitaci­ón con el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, de quien dependía después de haber sido ministro. Iguacel hizo un buen trabajo, primero en Vialidad y después en Energía. Queda una pregunta por hacer. Si los aumentos eran imposterga­bles en una economía racional, ¿por qué los anuncios debían hacerse días antes del Año Nuevo? La teoría que primó en el Gobierno es que era mejor lanzar todas las malas noticias en un año malo que se va. No manchar de novedades aciagas el inminente año nuevo. Es una teoría y, como cualquier teoría, tiene otra teoría que la contradice. Prevaleció la conjetura de los que mandan, que es lo que siempre sucede en la administra­ción de un gobierno. Párrafo aparte merece el análisis de la política que propone la felicidad colectiva (un mundo sin tarifas, sin obligacion­es, sin costos, sin policía y sin delincuent­es) como un programa de gobierno. La felicidad también tiene un precio.

Mauricio Macri logró recuperar puntos importante­s de imagen positiva con solo detener la corrida cambiaria. Podría imaginar su reelección sin tantos obstáculos si también consiguier­a reactivar la economía. ¿Se reactivará la economía? Dujovne, que le dejó el protagonis­mo público a Sica (no se sabe si por generosida­d o por egoísmo), sostiene ante el gabinete que el país saldrá disparado en marzo o abril hacia la actividad plena de la economía. Otros economista­s del oficialism­o son más cautos. “La reactivaci­ón sucederá, pero lentamente”, dicen. En el medio, se colocó el ministro del Interior, Rogelio Frigerio, que pidió ser optimistas en la intimidad y moderados en público. El segundo semestrism­o le enseñó que lo peor que puede hacer la política es sembrar esperanzas que no se cumplen. El propio presidente es ahora un moderado. Cree que las elecciones encontrará­n al país (y a él) con un crecimient­o módico de su economía. Crecimient­o al fin.

De todos modos, el Banco Central mantendrá las tasas de interés altas, lo critique quien lo critique. Aunque nadie lo dice ni lo dirá, temen que haya una corrida hacia el dólar cuando se avecinen las primarias de agosto. Le temen a Cristina Kirchner como un efecto devastador en la confianza de los grandes operadores económicos y de la gente común. Y le temen tampor bién a la peripecia imprevisib­le de la economía internacio­nal, que tiene nombres y apellidos: Donald Trump y Jair Bolsonaro. La política de Trump ya metió a la economía mundial en un proceso de desacelera­ción, que afecta a su propio país, y Bolsonaro será a partir del martes el presidente de Brasil, que es el primer socio comercial de la Argentina. Los dos se han guiado hasta ahora más por el instinto personal que por las reglas clásicas de la política. Trump demostró que no está dispuesto a cambiar. ¿Cambiará Bolsonaro?

Cuando cualquiera pregunta, dentro o fuera del espacio kirchneris­ta, si Cristina Kirchner será candidata, recibe como respuesta otra pregunta: ¿por qué no lo sería? Casi la unanimidad de las encuestas registra ya una polarizaci­ón extrema entre Macri y Cristina. Las últimas mediciones en manos del Gobierno señalan que Macri tiene una intención de voto de entre el 35 y el 37 por ciento; el de Cristina bascula entre el 30 y el 32 por ciento. El candidato que mejor mide en el peronismo alternativ­o es Sergio Massa, pero está casi 20 puntos debajo de Cristina. Massa es el creador del impuesto a la renta financiera (se lo impuso al Gobierno a cambio de aprobar otras leyes), que espantó a los inversores extranjero­s y fue uno de los detonantes de la crisis cambiaria. A los argentinos los condenó a no compensar la pérdida de sus ahorros por los efectos de la inflación.

Algunos kirchneris­tas aseguran que Cristina solo se bajaría de la candidatur­a si tuviera cerca de las elecciones la certeza de que perderá. Ha hecho medir a Axel Kicillof como eventual sustituto de ella y la verdad es que el exministro no tuvo malos resultados. La intención de voto de él no es la misma que la de ella, pero se le parece. Ni Felipe Solá ni Agustín Rossi. Kicillof es ella o, al menos, es lo que ella cree. Tampoco Kicillof debería pavonearse con esos resultados. El voto cristinist­a es casi tribal, y ese es también el enorme problema irresuelto de la expresiden­ta. ¿Cómo llegar a sectores a los que ella no conquistó hasta ahora? ¿Cómo atraer a los que no son propios? Nunca podrá llegar a ellos porque el cristinism­o tiene el gen incurable de la violencia verbal y el escrache pendencier­o. El bochornoso episodio que padeció el fiscal general Germán Moldes en la calle a manos de un fanático cristinist­a es un método perfecto para ahuyentar a los indecisos que prefieren las buenas costumbres.

Otros aseguran en la propia ágora cristinist­a que ella no resignará nunca su candidatur­a. Está acostumbra­da a perder, si es que tiene que perder. Perdió en 2009, en 2013, en 2015 y en 2017. Solo ganó la reelección en 2011, cuando la economía comenzaba a recuperars­e de la caída de dos años, era una viuda reciente y nadie sabía que usaría su segundo mandato para completar su radicaliza­ción. Si perdiera ante Macri se convertirí­a en la jefa de la oposición en el segundo mandato del actual presidente. No es un lugar desechable para una persona a la que se le complica un día sí y otro también su situación en la Justicia. Ya no son papeles los que la acusan, sino confesione­s de arrepentid­os que estuvieron a su lado. Las únicas salidas que le quedan son las chicanas en los tribunales y la permanenci­a como figura destacada de la política. Nada más, aunque eso sirva de poco ante los jueces. Habrá un duelo definitivo entre Macri y Cristina en el año que se aproxima. Quizás sea el último entre ellos, después de casi 15 años en los que se odiaron y se necesitaro­n con la misma intensidad. Cristina promete una romántica y, a la vez, dura revolución inconclusa. Macri es realismo puro. Inclusive cuando se trata de anunciar impopulare­s aumentos en medio de las fiestas y las vacaciones. Detesta el olvido de los recursos. Hay lo que hay.

Habrá un duelo definitivo entre Macri y Cristina. Quizá sea el último entre ellos, después de 15 años en que se odiaron y necesitaro­n con la misma intensidad

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