Una vieja fotografía en el teatro de las emociones
Es una vieja tradición que tiene lugar a mediados de diciembre, cuando los miembros del equipo nos reunimos para despedir el año. Es una pequeña broma, también. Apenas nos sentamos a la mesa, alguien advierte que tengamos cuidado con lo que decimos, porque el cronista que me habita se encargará no ya de escribirlo, sino de publicarlo. De modo que año tras año honro esa tradición.
Hace algunas semanas, después de mi despedida a un compañero que partió de nuestro lado de manera inesperada, un lector señaló que el texto que refería a la conmoción que esa muerte súbita produjo entre sus compañeros más cercanos no revestía interés para quienes no lo habían conocido. Creo que en esa apreciación hay un error: si ese adiós no logró concitar el interés de los lectores, habrá sido por las limitaciones de quien lo escribió. El valor de esas historias no se cifra en lo que se cuenta acerca de un individuo, cuyo interés se circunscribe efectivamente a su entorno más estrecho, sino en el modo en que devela cuestiones de índole universal.
Suelo narrar historias de oficina porque todos los días descubro en ese teatro de las emociones, disimuladas bajo el vértigo cegador del trabajo, una suerte de comedia humana, con su extensa colección de sentimientos, hábitos y comportamientos. Cada uno de nosotros deja en esos ámbitos –la Redacción, en este caso, mi pequeña aldea– una huella única. Esa singularidad contiene, a la vez, rastros de otros hombres y mujeres que sueñan, aman y sufren como nosotros.
En esa cena que suele reunirnos a fin de año, la persona que lidera el equipo de trabajo sigue una ya vieja tradición: entrega a cada compañero un libro con su correspondiente dedicatoria. Esta vez, el rito tuvo una ligera variación: cada uno de nosotros recibió una fotografía de sí mismo, un retrato sin pretensión artística tomado esa misma tarde en el ámbito de trabajo. Se nos ve en el último atardecer, con las marcas que traen las fatigas del día. Apenas vi la primera de esas fotos, que recibimos agradecidos y entre risas, creí percibir que tenían un significado más hondo que el que podíamos atribuirles en un principio.
Siempre me ha llamado la atención cierta condición paradójica de la fotografía: a la vez que detiene el tiempo, viene a señalarnos que el tiempo ha transcurrido y transcurre de manera inexorable. En las imágenes que recibimos como regalo se manifiesta de una manera doble esa idea del tiempo: en ellas se inscribe con prisa el pasado (el pasado próximo, aunque irremediablemente distante con el paso de los días), pero se insinúa también el futuro. Dentro de muchos años, cuando haya transcurrido el tiempo suficiente, las miraremos como el testimonio de un instante de nuestras vidas al que jamás regresaremos, salvo mediante el salvoconducto siempre imperfecto de la memoria.
Cuando seamos hombres viejos, cada uno a su turno, encontraremos esas fotografías en el desván de los recuerdos o entre las páginas de algún libro, y las miraremos con ojos de extrañamiento e incontenida emoción, con la perplejidad con que contemplamos cada vez el espejo donde reverbera lo pretérito.
Soy ahora un anciano, tengo 90 años y estoy sentado a solas en la galería que da a un vasto jardín bendecido con la fragancia de las hortensias. Tengo conmigo una caja antigua que huele a tabaco y de la que tomo algunas viejas fotografías. En una de ellas me veo en medio de la Redacción, donde pasé cuarenta años de mi vida. Recuerdo –el recuerdo tiene una nitidez inusitada en la larga noche que empieza a cercarme– el momento en que me la regalaron durante una cena de camaradería, y en esa imagen regresan mis compañeros de entonces. Cada tanto sucede que los extraño. No sabía en ese entonces (a veces lo intuía, apenas) que muchos años después habría de recordarlos con tanta gratitud y cariño. Quizás a esta misma hora, me gusta imaginarlo, algunos de ellos estén inclinados sobre su propia fotografía rememorando aquel momento luminoso de sus vidas y el pasado que nos unió.
Somos, otra vez, la memoria de los otros.
El recuerdo tiene una nitidez inusitada en la larga noche que empieza a cercarme