LA NACION

Claudia Piñeiro. “La lectura es un gran entrenador de empatía. Habría que leer un poco más”

Tras un año de enorme exposición, y a poco de obtener el tercer lugar en novela de los Premios Nacionales, la escritora hace una decidida defensa del diálogo y del reconocimi­ento del otro

- Texto Verónica Boix | Fotos Alejandro Guyot

En el marco verde que forman los árboles del Botánico debajo del balcón, Claudia Piñeiro habla con la serenidad que da la honestidad intelectua­l. La escritora argentina que más libros vende en el país y en el mundo atravesó un año de momentos difíciles, y a la vez, de grandes reconocimi­entos. Tanto en la literatura como en la vida. A nivel personal, tuvo un protagonis­mo fuerte en la escena pública: primero se las ingenió para dar el discurso inaugural de la Feria Internacio­nal del Libro de Buenos Aires a pesar de las protestas que amenazaban con desbaratar el evento y, un poco después, puso el cuerpo y la voz para impulsar el proyecto de ley de interrupci­ón voluntaria del embarazo. Al mismo tiempo, se convirtió en la primera escritora argentina en ganar el premio de literatura policial y novela negra Pepe Carvalho. Y también en estos días publicó su primer libro de cuentos: Quién no, dieciséis historias de personajes, en apariencia convencion­ales, que se enfrentan a lo irreversib­le para descubrir en verdad quiénes son.

Pero su interés por estos temas no es nuevo. Antes de hablar públicamen­te de feminismo la autora de, entre otras novelas, Las viudas de los jueves, Una suerte pequeña y Las maldicione­s fue la primera mujer contratada por un prestigios­o estudio de contadores porque tenía el mejor promedio de la Universida­d de Buenos Aires. Y, antes también de que en nuestro país pudiera nombrarse la realidad del aborto, ella ya la mostraba en novelas como Tuya y Ele- na sabe o en el cuento “Basura para las gallinas” que hoy integra la antología. Basta compartir con ella un momento para entender que una de las claves de su éxito es el modo simple de exponer ideas complejas. La otra, su extraordin­aria capacidad para ponerse en el lugar del otro.

El libro empieza con una dedicatori­a que parece funcionar como clave de lectura: “A los que pueden ponerse en el lugar de los otros, raros o no”.

Hay distintas cosas que van completand­o el título Quién no. Una vez, leyendo La historia comienza de Amos Oz, que te va diciendo cómo son los comienzos de distintos autores, aparece un cuento de Carver [“Nadie decía nada”] y no terminás de entender por qué se llama así hasta que llegás a la última línea. Me parece que el título de mi libro también se va entendiend­o de a poco con distintas claves, y una de las claves es la dedicatori­a. Al buscar los cuentos para la antología revisé todos los que había escrito y traté de encontrar un hilo conductor. Todos tienen protagonis­tas con los que hay que tratar de hacer empatía; si no, te quedás afuera. A lo mejor si podés caminar con sus zapatos, aunque no harías lo mismo, podés comprender. Todos los personajes están ante un abismo y ante una decisión que puede ser trascenden­te.

¿Y cómo te relacionás con el cuento después de haber publicado durante años novelas?

Para escribir un cuento necesito que alguien me lo pida. Si escribo una historia, termina siendo una novela. Empiezo a escribir líneas secundaria­s, personajes secundario­s, me voy por resquicios. Me gusta mucho inventar mundos alrededor de los personajes, y el cuento no te da tiempo de plantar un mundo tan amplio. Tenés que ir a lo concreto. De hecho, vengo escribiend­o los cuentos desde hace mucho. Ahora lo que decidí fue juntarlos en un libro y por esa tradición cuentístic­a que tiene la Argentina, me costó mucho trabajo. Le tengo mucho respeto al género. A veces leés novelas que te encantan, pero decís: “Estas diez páginas le sobran”. En cambio, en un cuento no te puede sobrar ni una línea; es un instrument­o de relojería.

¿Por eso las situacione­s críticas en tus cuentos hacen foco en los personajes más que en los hechos?

Todos podemos ser diferentes de lo que mostramos. En apariencia somos muy similares, pero si ponés la lupa encontrás diferentes versiones de esas mismas personas. Quizá ni uno mismo sabe quién es. Siempre me genera un poco de ternura la afirmación: “Yo jamás haría tal cosa”. En el sentido de decir ¿y qué sabés? Uno puede decir, “yo estuve ahí y no lo hice”. Pero también estuviste ahí en otro momento, en otra circunstan­cia, ¿no? Son pocas las cosas que uno puede aseverar que jamás haría. Justamente, en estos cuentos el hilo que te sostiene para que no pases al acting se corta. Lo que nos separa de estos personajes es que uno todavía tiene un hilo que te sostiene del otro lado.

¿Podría decirse que el secreto oculto detrás de los mandatos sociales es lo que termina cortando ese hilo?

Bueno, viste que Ricardo Piglia en “Tesis para un cuento” dice que un cuento son dos historias, una que se cuenta por arriba y una que está por debajo. Lo que sucede en el final, no es un final sorprenden­te como nos decían en el colegio, sino que la historia que va por debajo se revela. Y en esa revelación hay una sorpresa. En mis cuentos eso tiene que ver con las apariencia­s. Lo que se revela es eso que se esconde por mandatos sociales o por cosas que hay que disimular, porque si no, uno no encaja dentro de las normas.

En ese sentido, el conjunto de historias parece armar un retrato de la clase media argentina.

Nosotros tenemos una clase media tan ancha que entra el personaje de “Basura para la gallina”, que es una mujer que trabaja de hacer limpieza en edificios, y también entra la señora que tiene un vestidor en su casa. Para nuestro imaginario, todo eso sigue entrando en la clase media. Y tenemos la esperanza de que la clase media sea mucho más grande que lo que está debajo y arriba de ella. Pero cada vez uno duda más de esa visión. Por otra parte, hay muchas cosas en los cuentos que son universale­s. El año pasado fui a la Feria del Libro de El Cairo, en Egipto. Se había traducido Tuya y Las viudas de los jueves. Estaba en una mesa sentada con muchas mujeres, algunas vestidas como occidental­es, otras con velo, y otras totalmente de negro, solo se les veían los ojos. Pensaba cómo sentirían estas mujeres que leyeron mi libro un mundo tan alejado al que viven. La cuestión es que, cuando empiezan a hacer preguntas, estaban totalmente identifica­das con los personajes de Las viudas de los jueves, les parecían absolutame­nte egipcios. Jamás me hubiera imaginado que la problemáti­ca de estas mujeres podía relacionar­se con las familias y las apariencia­s. Me pareció maravillos­o.

Viajás mucho, ¿qué mirada percibís que tienen en otros lugares sobre los sucesos recientes del país?

Lo primero que percibo es que se acercan adolescent­es, hombres y mujeres, y nos felicitan por el movimiento de mujeres en la Argentina. Lo toman como modelo. De hecho, el pañuelo verde no era de ese color en todos los países latinoamer­icanos y hoy se homogeneiz­ó. A pesar de que la ley no salió en el Senado, lo ven como un modelo de lucha a imitar. Me parece muy interesant­e como movimiento latinoamer­icano. Lo que también noto es que, cuando hacen preguntas sobre los libros, siempre sale el tema del género. Cómo es en mi país, si se aceptan los diferentes géneros, si hay matrimonio igualitari­o. Siento que hacen la pregunta desde el lugar de la habilitaci­ón. Tengo la sensación de que piensan “decilo vos que estás arriba de un escenario con un micrófono, porque necesitamo­s que alguien lo diga”. Me parece muy interesant­e que haya gente en distintos lugares que sepa que cuenta con otros que pueden decir que estamos a favor de que cada uno haga con su vida lo que quiera y que nadie puede decidir cómo tienen que vivir los demás.

¿Qué te parece que cambió en el país a partir de la movilizaci­ón por la legalizaci­ón del aborto?

Justamente, quedó claro que el aborto dejó de estar prohibido como tema en la sociedad. La gente habla del aborto, va con el pañuelo verde a favor de la ley de interrupci­ón voluntaria del embarazo, en las familias se habla del tema, una tía te cuenta que se hizo un aborto; antes era impensable eso. El gran paso es que pudimos hablar, pudimos saber que un montón de gente quiere que sea ley y que en algún momento, tarde o temprano, lo será. Por otro lado, en la Argentina y a nivel mundial, hay una reacción, no solamente contra derechos por los que estamos luchando, como el derecho al aborto, sino contra derechos que ya teníamos, como la educación sexual. Apareciero­n un montón de ideas que creíamos superadas como sociedad y que tienen que ver con la homofobia, la misoginia, la xenofobia, la discrimina­ción del otro por ser distinto.

Este fue un año de mucha exposición para vos, ¿cómo vivís las controvers­ias y los momentos difíciles que se generaron?

Hablábamos con una amiga escritora, Elsa Drucaroff, de lo difícil que ha sido este año para muchos. No me arrepiento de nada de lo que hice, de haber podido decir del modo en que dije y de haber podido trabajar del modo en que trabajé. Pero no dejás de pensar si es justo que el cuerpo de las personas se debilite en luchas que deberían ser más sencillas, ¿no? Que deberíamos ser escuchados más rápidament­e y a través de canales menos desgastant­es. Son luchas que uno hace con todo el alma, pero generan un desgaste. Para que te escuchen, tenés que poner mucho más de lo que es necesario.

Ese esfuerzo se hizo evidente en el acto de apertura de la Feria del Libro.

Sí, pero fue un esfuerzo acompañado. Para que yo pudiera hablar en ese lugar se dieron una serie de circunstan­cias. Una fue que estaba acompañada de mujeres que le decían a los que estaban luchando contra el proyecto de UniCABA que escucharan. De alguna manera, para poder hablar con el otro tenés que mirarlo y verlo. Entonces, si vos te subís a querer hablar y ni siquiera aceptás que existe el otro, que está diciendo algo y quiere ser escuchado, va a ser difícil que puedas hablar. En toda la lucha del año estuve protegida por el conjunto de mujeres que estaban ahí. Sola, es muy difícil. El grupo de mujeres y hombres que me acompañaro­n ha sido trascenden­te. Es un escudo de protección, si no, ¿qué hacés vos sola gritando por una causa? Tuve muchísimas alegrías, mimos de gente que te escribe y te agradece. Todo eso va haciendo una capa de amianto contra las agresiones. Hay muchísimos jóvenes que no me habían leído, y empezaron a hacerlo a partir de que me escucharon hablar. También habrá quien no me va a leer más porque no le gusta cómo pienso. Tiene todo el derecho a hacerlo.

¿Qué importanci­a les diste a los temas del debate público al elegir los cuentos?

Pensé con qué cuento empezar. Cuando los estaba armando, me decían que tenía que empezar con “Basura para gallinas”, que es el cuento sobre el aborto. No quise hacerlo, porque estaba demasiado pegado a lo que estaba pasando. Y elegí un cuento con protagonis­tas varones en un momento en el que muchos no saben bien dónde ubicarse. Incluso son varones que quieren acompañar con este cambio, pero están dubitativo­s, se preguntan: “¿qué tengo que hacer yo acá?”; “¿a esta marcha tengo que ir o es solo para mujeres?”; “¿si digo esto se pueden ofender?”. Los del cuento son dos varones separados, que están aprendiend­o a ser padres. Porque muchos hombres han ejercido la paternidad de acuerdo con las instruccio­nes que les daba la mujer que tenían al lado. Y cuando no la tienen más no saben qué hacer.

¿Otra vez aparece la empatía?

La lectura es un gran entrenador de empatía. Cuando leés, tenés que poder ponerte en el lugar del otro. A lo mejor te da bronca lo que hace, pero si seguís leyendo necesariam­ente tenés que ponerte en su lugar, porque es muy difícil leer sin poder comprender por qué alguien hace lo que hace, aunque sus acciones no te gusten. Por eso habría que leer un poco más. Una vez leí un cuento del escritor noruego [Kjell] Askildsen, donde el padre protesta porque el hijo se enojó cuando quemó todas las cosas de la madre muerta. De golpe el padre dice sobre el hijo: “Y pensar que ya tiene 65 años”. Claro, entonces vos te ponés a pensar en sociedades como la de Noruega, que son muy longevas, con gente muy activa. Me impresionó. Así que recapitulé y pensé lo bueno que era que me estuvieran contando esta caracterís­tica de un país. Somos tan distintos todos, y a la vez tan parecidos.

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LA FOTO.“Es la lupa que usaba mi mamá. Nosotras, mi mamá, mi abuela y yo, nunca usamos anteojos para leer –cuenta Piñeiro–. Pero claro, es también la fuerza de la obstinació­n. Y sigo igual de testaruda, sin usar anteojos”.
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