LA NACION

La palabra de las mujeres, un tsunami que nadie vio venir

Decir que ellas son la versión rioplatens­e del #MeToo es solo parte de la verdad; hijas de la democracia, su voz clara y decidida rompió un silencio ancestral

- Norma Morandini Periodista y política, exsenadora nacional por Córdoba

En la Córdoba en la que estrené juventud y rebeldía, los colegios normales que se dividían el prestigio eran el Alejandro Carbó, un magisterio de mujeres en el que me gradué, y el Garzón Agulla, donde cursaron mis hermanos menores, que era lo que hoy llamaríamo­s “progresist­a”. Mixto, con su bello edificio, pileta de natación cubierta y la novedad de los campamento­s. Al regreso de una salida a las sierras, mi hermano menor, entonces adolescent­e, denunció a un profesor de gimnasia que abusó de sus compañeras. Corrían los años 60 y me tocó a mí defenderlo ante las autoridade­s del colegio, mayoritari­amente mujeres, que no dudaron en proteger al profesor y expulsaron a mi hermano del colegio.

Como periodista hice una cobertura especial del Juicio a las Juntas. Pasé meses escuchando a las sobrevivie­ntes que narraron sus calvarios. Una de ellas se golpeó la frente y exclamó: “¡Oh! Olvidé contar que me violaron!” La mujer había detallado ante los jueces las torturas a las que fue sometida. Sin embargo, omitió la que fue una vejación específica, una más entre las violacione­s contra las mujeres. Incluida mi hermana Cristina, tal como supe por el alegato de la fiscal Mercedes Soiza Reilly, que reconstruy­ó lo que sucedió una “noche especial” en la ESMA por los gritos de “las dos cordobesit­as” abusadas sexualment­e por sus verdugos.

Debí esperar más de treinta años para conocer este calvario y el destino final de mis dos hermanos. Escribí sobre aquel olvido y las dificultad­es de las sobrevivie­ntes para exponer públicamen­te las humillacio­nes. A la par, pude reconocer que el silencio también puede ser un gesto de amor: si mis padres estuvieran vivos, jamás me hubiera animado a hacer publico lo que conté. Si reitero este relato, es para reconocer el recorrido histórico de nuestro país, desde la expresión más descarnada del poder, la del terror que somete y destruye la dignidad de la persona, a los tiempos del derecho a decir. Pero, sobre todo, para entender la fuerza de esta onda femenina que es como el viento sobre el mar: cuanto más fuerte fricciona sobre la superficie del agua, mayor es la ola y la expansión de su arrastre sobre la playa. En esos casos se debe nadar en paralelo. Nunca contra la corriente.

Silencio y tiempo, los dos elementos que fueron gestando este tsunami que nadie vio venir, ni fue incluido en los trabajos de opinión pública, esas construcci­ones hipotética­s del futuro que nos llevan a creer que entendemos los acontecimi­entos y tenemos control sobre ellos. Por suerte, la fecundidad de la vida excede lo esperado. Los hechos, en realidad, suceden cuando algo importante irrumpe en la cotidianid­ad, nos desconcier­tan y desafían el entendimie­nto. Es lo que sucedió con la denuncia de Thelma Fardin, una joven actriz que rompió el silencio para denunciar una violación por parte de un adulto cuando ella era adolescent­e. Protegida por sus compañeras, igualmente actrices, puso en evidencia con nombre y apellido una práctica extendida y naturaliza­da en las situacione­s de poder.

Como un catalizado­r, la denuncia personal se diluyó en un nosotras colectivo, que identifica a las mujeres con esos abusos y ha puesto al poder en el centro del debate, el que humilla con la violencia directa o el que domina por la fuerza de los mandatos. A la par, puso en evidencia esa irrupción joven que ya venía denunciand­o la violencia contra las mujeres. Antes, las puertas de las alcobas se abrieron y lo que se veía como violencia doméstica ocupó las plazas públicas para ese grito de vida, “Ni una menos”. Ahora va más allá, a esa intimidad que se vive sin testigos, al amparo de una cultura de roles, de supremacía masculina y niñas educadas “para portarse bien”, agradar para no ser abandonada­s, ser miradas antes que admiradas y respetadas. Una cultura en retirada, en beneficio de hombres y mujeres, que comienza a dar paso, de manera torpe, por momentos ruidosa, a esa transición del “soy tuya”, del ideal romántico femenino, al “no te adueñes de mí”, del ideal libertario.

Entiendo a muchos hombres preocupado­s por el linchamien­to público y las extorsione­s vengativas como respuesta a las humillacio­nes, pero deben saber que se trata de los abusos del poder. Un poder más poderoso cuanto más sigiloso. El del terror del verdugo en los campos de detención y el más sutil, el dominio cultural que desde el inicio de los tiempos reservó para las mujeres el silencio y los susurros a puertas cerradas.

El primer ejemplo de un hombre que le manda a una mujer “que se calle” ocurrió 3000 años atrás, advierte la historiado­ra Mary Beard, en el comienzo de la Odisea, cuando Telémaco, el hijo de Ulises y Penélope, ordena: “Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y la rueca…”. Penélope había osado pedir una canción mas alegre que la que la que cantaba el aedo para contar la triste epopeya de los hombres griegos en su regreso al hogar. Solo así, en ese recorrido histórico, se dimensiona el significad­o de novedosa frescura y vitalidad que traen estas jóvenes convirtién­dose en mujeres de la mejor manera, sin mentiras ni ocultamien­tos en un país que hizo de la clandestin­idad, la mudez y la prepotenci­a una marca de identidad.

La última vez que vimos en la Argentina un movimiento de solidarida­d masivo fue con las compañeras de María Soledad Morales, que hicieron del silencio el mayor grito, para denunciar a los hijos del poder feudal que en una orgía destrozaro­n el cuerpo de aquella muchacha pobre de Catamarca que soñaba con ser modelo. Mezcla de procesión y peregrinar cívico, aquellas marchas del silencio rompieron con la impunidad de los varones y derrocaron un feudo de provincias. Entonces empezábamo­s a quitarnos las amarras del miedo y no podíamos imaginar cuántas María Soledad más se iban a llorar a lo largo y ancho del país.

Tres décadas después, la palabra que rompió un silencio ancestral suena clara, sin odios ni resentimie­ntos. Voces legitimada­s por el sistema de la palabra, la democracia. Decir que ellas son la versión rioplatens­e del #MeToo, hijas de la tercer onda del feminismo, o situarlas generacion­almente como las nietas de las que estrenamos libertad y rebeldía en la década del 70, es una parte. Ellas, en realidad, son hijas de la democracia, de los derechos humanos que definen la naturaleza humana por su dignidad y no por el sexo; los que garantizan la igualdad y la libertad de poder decir “No” sin culpas ni temores.

Resta que ellas sepan que la victimizac­ión las vuelve a humillar, que el “No” es la medida de la libertad si también somos capaces de rechazar la violencia política, la prepotenci­a, los autoritari­smos de todos los colores y en todas las situacione­s. La fuerza del No es una oportunida­d también para que el poder político se transforme en un Sí a favor de una educación igualitari­a que garantice y promueva derechos para los niños, niñas y adolescent­es. Un No a convertir el dolor y la ver güenza de la humillació­n en una mercancía del espectácul­o televisivo. Y sobre todo, un enorme Sí a favor de una vida más plena en la que hombres y mujeres podamos reconocern­os en el valor que nos iguala, el anhelo de amor y libertad.

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Thelma Fardin mientras denuncia al actor Juan Darthés, el 11 de este mes

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