LA NACION

Desde Italia, maestros de humanidad

- Hugo Beccacece

Quizá sea una afinidad de sangre y de tradición familiar: amo el cine italiano. Una afirmación tan general siempre es arbitraria. Por supuesto que hay películas italianas malas; más aún, pésimas: pero aún en esos casos, están el idioma, el paisaje campesino y el urbano, los formidable­s actores y las bellísimas actrices.

Tuve la suerte de nacer poco antes de que surgiera el neorrealis­mo italiano y de llegar a la adolescenc­ia en la mejor época de la cinematogr­afía peninsular. Me limito a mencionar algunas películas de ese período: Obsesión (1943) y La tierra tiembla (1948), de Visconti; Roma, ciudad abierta (1945), de Rossellini; Sciuscia (1946), Ladrones de bicicletas (1948), Milagro en Milán (1951) y Umberto D (1952), todas de Vittorio De Sica; y La strada (1954), de Fellini, con la inalcanzab­le Giulietta Massina.

Creí que nunca más vería obras de ese tipo. Durante la reciente semana del Festival de Cannes en Buenos Aires, pude apreciar Dogman (El hombre de los perros), de Matteo Garrone, el director de Gomorra y Reality. En esas dos horas, encontré la traducción en época actual del estilo de aquellas películas y de sus directores. Lo que más me impresionó en Garrone es que va más allá de lo social y que roza la frontera de un reino de silencio casi sacro que solo algunos cineastas italianos alcanzaron.

La anécdota de Dogman en que se basa libremente el film es un hecho real: el asesinato del criminal y boxeador aficionado Giancarlo Ricci. El asesino fue Pietro De Negri, un cuidador y estilista canino, pero también delincuent­e y cocainóman­o, arrastrado al delito por su amigo Ricci.

En la película, De Negri se llama Marcello, interpreta­do por el maravillos­o Marcello Fonte; Ricci es Simone, encarnado por Edoardo Pesce, una especie de hombre-montaña, un delincuent­e de reacciones violentas e incontrola­bles, al que nadie, ni siquiera su amigo Marcello, se atreve a oponerse. En el film, Marcello se dedica a cuidar perros, pero también vende y consume dosis muy modestas de cocaína. Tiene un cuerpo insignific­ante, esmirriado, su cara es fea; por momentos, parece un retrasado mental. Solo ejerce la maldad cuando Simone lo obliga. Todos sus vecinos lo quieren. Se ocupa de los perros con una dulzura infinita y hasta resucita a un chihuahua.

¿Cuáles son los directores y los actores italianos que han sabido dar cuerpo a los seres cándidos, desvalidos y tocados por la locura o la santidad? Por supuesto, Fellini en La

Strada con su personaje Gelsomina, interpreta­da por la inolvidabl­e Giulietta Masina, que se pregunta por el sentido de su vida nómade al lado de un hombre que quiere, sin saber si él la quiere.

Alberto Lattuada filmó una obra notable, El abrigo (Il cappotto), basada en el cuento homónimo de Gogol, con la interpreta­ción desgarrado­ra de Renato Rascel. También él tenía un cuerpo esmirriado y una cara poco agraciada. En la película de Lattuada era un empleado burocrátic­o, Carmine De Carmine, risible, sometido a un jefe prepotente. Carmine necesita comprarse un abrigo, pero no tiene dinero; por último, a crédito, adquiere un sobretodo a medida con cuello de piel. Por primera vez, siente que es un hombre. Hasta que, una noche, le roban su único lujo, su breve razón de vida.

Vittorio De Sica es otro maestro de humanidad: Sciuscia (el mundo de los niños que se ganan la vida en la calle), Ladrones de bicicletas (los pobres que se roban los unos a los otros), Umberto D (sobre los ancianos jubilados), que deberían ser de visión obligatori­a (si la soportan) para Carlos Menem, Cristina F. de Kirchner y Mauricio Macri.

El Marcello de Dogman pertenece a la misma familia de aquellos seres inocentes, tragicómic­os, violentado­s en lo más íntimo de su ser, arrojados a un mundo que no comprenden y, al mismo tiempo, hondamente sensibles y compasivos. La mirada final de Marcello al mar es la de un hombre bueno, desgarrado y perplejo por haberse traicionad­o; la mirada de estupor que, cada uno de nosotros, en algún momento de nuestras vidas, quizá en el límite extremo, dirigiremo­s al vacío.

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