Un cambio en el uso online de los contenidos de terceros
Las plataformas usufructúan en beneficio propio el talento y las inversiones ajenas
Hacia el año 1450, la imprenta de Gutenberg y su revolucionario sistema de “tipos móviles” irrumpían en la historia, cambiándola para siempre. En 1456, gracias a este maravilloso invento que permitía por primera vez la reproducción masiva de documentos y –con el tiempo y la alfabetización– el acceso popular al mundo del conocimiento, Gutenberg publicaba el que luego sería el más famoso de los incunables: su Biblia de 42 líneas y 1286 páginas, con una tirada de 200 ejemplares. Poco tiempo después, y también gracias a la imprenta, comenzarían a distribuirse en el territorio europeo las crónicas, las cartas-diario, los almanaques, las gazzettas, los ocasionales y las relaciones, todos ellos predecesores del periódico moderno, cuyo primer antecedente se sitúa en Inglaterra, en el año 1700.
Por aquel entonces, la preocupación central de los impresores –ya diseminados por el Viejo Continente– era la permanente aparición de “copias no autorizadas” de los libros que ellos habían adquirido, por lo cual se ideó a su favor un sistema de licencias exclusivas, otorgándoseles derechos monopólicos y permanentes sobre los libros que editaban. Este sistema, a su vez, permitía ejercer con mayor facilidad el control y la censura sobre las ideas que circulaban, preocupación inmemorial de los gobernantes.
Sin embargo, esas licencias exclusivas colocaron a los autores en una posición negociadora muy débil, que los llevó a reclamar la protección de la corona. En este contexto, se promulga en 1710 el Estatuto de la Reina Ana, primera norma de derecho de autor, que determinó que la cesión a favor del editor concluía a los 14 años de otorgada, vencidos los cuales el autor, si aún vivía, recobraba su derecho exclusivo y podía explotarlo por otros 14 años más.
Fue así, entonces, como hace poco más de 300 años las “nuevas tecnologías”, la prensa y los derechos de autor cruzaban por primera vez sus destinos.
En la actualidad se produce el reencuentro y el debate se reaviva con coincidencias asombrosas: las innovaciones tecnológicas llegan de la mano de intermediarios de Internet (Facebook, Google, entre otros) que ostentan una posición monopólica que las naciones democráticas (la europeas, principalmente) se han decidido a limitar y combatir sin afectar la libre difusión de las ideas; mientras que las leyes de derecho de autor intentan aggiornarse en defensa de la creatividad y la producción de contenidos de interés público o cultural.
La complejidad de este reencuentro pudo apreciarse durante la última Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), celebrada recientemente en la ciudad de Salta, donde luego de arduos debates se aprobó la “Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión en el Ámbito Digital”, que destaca esencialmente que los derechos vinculados a las libertades de expresión y de prensa deben garantizarse por igual en el entorno digital y en el tradicional. La “Declaración de Salta” también señala que “los gobiernos no deben imponer responsabilidades legales a los actores del ecosistema digital por los contenidos de interés público generados o compartidos por terceros en sus plataformas”, disposición que mereció muchos reparos en una primera instancia, hasta que su interpretación y alcance quedaron expresamente delimitados –según públicamente señalaron los proponentes y expositores de la SIP en los debates previos a la aprobación– a la defensa de la libertad de prensa frente a cualquier amenaza de censura que pudiera afectar la libre difusión de ideas u opiniones en las redes; se aclaró además en el apartado 13º de la Declaración que “los actores del ecosistema digital deben lograr un balance adecuado entre la libertad de expresión, los derechos de autor y la propiedad intelectual, así como respecto a los beneficios que puedan generar los contenidos en dicho ecosistema”.
Todo esto pone en evidencia la actualidad y urgencia del espinoso debate que al respecto se libra a nivel nacional e internacional, pues desde su nacimiento los intermediarios de Internet han intentado construir y defender su negocio bajo dos premisas centrales: la irresponsabilidad sobre los contenidos que distribuyen, como principio y presunción legal; y la difusión y utilización gratuita de los mismos bajo el amparo de la libertad de prensa y expresión. Bajo esa lógica, y durante demasiado tiempo tal vez, se toleró que utilizaran en forma indiscriminada y no retribuida los contenidos generados por la prensa.
Hoy, sin embargo, ya no hay duda alguna de que las plataformas no sólo indexan, sino que utilizan los contenidos desarrollados por los medios para captar la atención de los internautas, recolectar valiosa información sobre sus intereses y venderles publicidad en forma direccionada. Así, mientras mantienen al público atrapado en sus redes, usufructúan en beneficio propio el talento y las inversiones ajenas, seleccionando y ofreciendo las notas creadas y solventadas por los medios, clasificándolas y agrupándolas según su propio orden y conveniencia, modificándolas a su antojo, reproduciéndolas, auspiciándolas y monetizándolas en forma directa o indirecta.
Por eso, se ha señalado con agudeza que las grandes plataformas tecnológicas han gozado durante mucho tiempo de un “subsidio regulatorio” que en gran medida permitió su vertiginoso desarrollo, pero que ahora la realidad impone su sometimiento a las normas básicas de cualquier negocio tradicional, entre las cuales podríamos incluir las que definen el respeto a las regulaciones de la competencia, las de índole impositiva y las que demandan respeto y retribución de la propiedad intelectual.
Esta situación ha generado una amplia base de consenso que impulsa un cambio radical en la percepción del negocio de los intermediarios de Internet y la utilización que ellos hacen de los contenidos de terceros, realzando la necesidad de exigirles el pago de derechos por la utilización de aquellos, tal como lo dispone la Directiva aprobada por el Parlamento Europeo el pasado septiembre, que obligará a compensar económicamente a los editores de prensa y otros titulares de derechos por la utilización de sus contenidos en línea.
Cuando en tiempos pasados los propietarios de las imprentas acapararon, a partir de un privilegio absoluto, la totalidad de los beneficios obtenidos por el trabajo de otros, el Estatuto de la Reina Ana llegó para compensar y retribuir la creatividad. Así, entre monopolios, censuras y el incipiente desarrollo de la prensa escrita, nació el derecho de autor.
Trescientos años después, escriba usted “Gutenberg” o cualquier otro tópico en el buscador de su computadora o teléfono celular y rápidamente encontrará, reproducida una y mil veces, esta increíble y recurrente historia donde la colosal imprenta digital trabaja día y noche sin descanso, aprovechando el abnegado esfuerzo de sus tristes operarios.