LA NACION

Aquella guerra de diciembre

- Texto Sergio Suppo

Siempre se puede estar peor en diciembre. El temor argentino al fin de año es hijo de los saqueos de la hiperinfla­ción de Alfonsín y Menem, de las huelgas policiales con más de 10 muertos, de las marchas piqueteras que colapsaron las ciudades y, en especial, del estallido institucio­nal de 2001. Pero hubo otro diciembre, todavía más siniestro: el diciembre en el que estuvimos a punto de terminar en una guerra cuyas secuelas hubiesen extendido sus desgracias hasta nuestros días. Fue el diciembre de 1978, 40 años atrás.

El arzobispad­o de Córdoba estaba cerrado al calor de esa siesta de diciembre de 1978 cuando un periodista golpeó sus puertas. “El cardenal descansa”, advirtió el portero. “Despiértel­o, dígale que soy yo, dígale que es muy importante”. El cardenal era Raúl Primatesta y el periodista, Rodolfo Suárez, visitante frecuente del edificio del barrio de Nueva Córdoba.

“Menéndez dice que está todo listo y que es cuestión de horas”, le dijo Suárez a Primatesta, como si el entonces hombre más poderoso de la Iglesia en la Argentina no lo supiera. Luciano Benjamín Menéndez había intercalad­o esos comentario­s en el encuentro de fin de año con periodista­s, del que Suárez se había escapado para decirle al cardenal que la guerra con Chile era inminente.

No era la primera vez que el jefe del Tercer Cuerpo decía que invadir Chile sería “un paseo” y que en pocas horas se estaría bañando en Viña del Mar. Suárez no tenía una primicia, las alarmas previas a una guerra venían sonando hace meses, pero sintió que tenía que contárselo a Primatesta. El obispo le dijo que llamaría al Papa. Suárez cree que allí nació la mediación de Juan Pablo II que salvó a la Argentina y Chile de la guerra.

La historia documenta que el papa polaco logró frenar la orden de avance que ya tenía decidida Videla y sofocar el impulso belicoso de Pinochet. Otros intentos de mediación habían fracasado luego de que la Argentina, en enero de 1978, desconocie­ra el laudo de la reina Isabel sobre el canal de Beagle, frente a Tierra del Fuego. Las propuestas de Henry Kissinger y del presidente francés Valéry Giscard d’Estaing habían sido desechadas cuando Juan Pablo II logró que viajara a Buenos Aires y Santiago al cardenal Antonio Samoré.

“Necesitamo­s ganar una guerra limpia. Así con esas palabras me lo dijo un funcionari­o muy importante del gobierno de Videla”, contó Hernán Cubillos, el canciller de Pinochet en esos días. El dictador chileno ya había pasado por una situación similar a mediados de 1975, cuando el gobierno peruano de otro dictador, el nacionalis­ta Juan Velasco Alvarado, hizo aprestos para recuperar lo perdido en la guerra del Pacífico, a fines del siglo XIX.

Como cien años antes, Chile sintió que Perú y la Argentina se coaligaría­n en su contra. De hecho, en 1881 el gobierno de Santiago hizo un acuerdo con Julio Argentino Roca que sentó los criterios que se utilizaría­n para resolver los límites pendientes.

Del incidente peruano a la guerra de Malvinas hay una secuencia que explica la ayuda chilena a Gran Bretaña y la solidarida­d de Lima hacia la Argentina en el conflicto por las islas. De 1978 a 1982 se hizo fuerte la idea fija de ganar “una guerra limpia” entre los protagonis­tas de lo que por sí mismos definieron como “guerra sucia”. Lo que no hizo Videla lo consumó Galtieri, con las consecuenc­ias conocidas.

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