El cine piensa esta época
Como se vio en la entrega de los premios Globo de Oro, la realización audiovisual, en plena transformación de públicos y formatos, es la gran interlocutora de una era signada por la incertidumbre y los ecos inquietantes del pasado
En plena transformación de públicos y formatos, la producción audiovisual traduce la incertidumbre y temores actuales
El cine se forjó como arte de la mano de los instrumentos y las herramientas que lo definieron desde el origen. Siempre conviene recordar la diferencia esencial que existe entre el cine (entendido como ejercicio de la creación y la expresión artística) y el cinematógrafo, ese artefacto inventado por los hermanos Lumière que, como señalan todos los diccionarios, permite la proyección continuada de imágenes fijas sobre una pantalla con la idea de provocar una sensación de movimiento.
Al cine de hoy lo están rebautizando bajo el nombre genérico de “pantallas”. Es la manera más gráfica de mostrar cómo la tecnología multiplicó las posibilidades de visionado o seguimiento de un relato con imágenes en movimiento. Fijas y móviles. Desde esta premisa, y en términos que le serían gratos a Francis Fukuyama, Netflix podría funcionar como el fin de la historia. No habría manera de igualar las cifras a las que llegó Bird
Box: A ciegas, el último gran estreno de alto perfil del gigante del streaming. Según las cifras difundidas por la propia plataforma, en su primera semana fue vista en todo el mundo por 45 millones de personas. Un número equivalente a todas las entradas que se pagaron para ver cine en la Argentina entre el 1° de enero y el 31 de diciembre de 2018. Un año entero en los cines de un solo país es igual a una semana de una sola película en todo el mundo.
El cambio de paradigma está a la vuelta de la esquina. Su llegada adquiere todavía mayor certidumbre si consideramos que en este contexto el espectador (consumidor, cliente, abonado, suscriptor o como quieran llamarlo) siente que tiene cada vez más poder de decisión. Puede elegir ahora sin restricciones cuándo, cómo y dónde ver la película o la serie de su agrado. Y hasta se están sumando al experimento propuestas radicales como Bandersnatch, el reciente y controvertido lanzamiento que acaba de hacer Black Mirror. La apuesta máxima hacia la interactividad conocida hasta el momento no es otra cosa que la continuidad de un fenómeno con forma de serie que viene hablando desde su aparición del poder de la tecnología y de las redes sociales, de lo relativas que pueden resultar la verdad y la mentira. Del futuro.
Estado de situación
Mientras todo este escenario avanza y evoluciona de la mano de una sucesión de narraciones, sobre todo en el terreno de las series, que dan cuenta de un mundo marcado por la incertidumbre y el nihilismo, a muchos les queda como último recurso la vuelta al ejercicio más tradicional de todos, el de acudir a una sala para presenciar una película junto con otros semejantes que tomaron igual decisión.
Las transformaciones culturales, sociales y tecnológicas, como vemos, alteran nuestra relación con el cine (y mucho más, modifican al cine en sí mismo) de una manera mucho más amplia y drástica de lo que ocurre con el resto de las artes. Por eso decimos que el cine es el arte más contemporáneo que existe. Y, por añadidura, también es el arte que puede reflejar del modo más preciso y comprensible el estado del mundo en un momento determinado.
Esta definición no podría funcionar como justificativo del “cine urgente”, entendido como respuesta directa o inmediata a una determinada situación. Una suerte de activismo que encontraría el simpático respaldo de aquellos cineastas que más se autodefinen como “políticos”, sobre todo en el terreno documental. Pero la mayoría de esas obras resultan en el fondo productos perecederos que perduran con el mismo alcance de un noticiero televisivo. A los pocos días no ofrecen más utilidad que la de servir como piezas de archivo.
Es lo que acaba de ocurrir con el último documental de Michael Moore, Fahrenheit 11/9, explícita alusión al día de 2016 que consagró a Donald Trump como el 45° presidente de la historia de Estados Unidos. Moore recorre todo el proceso electoral, reparte cuestionamientos a los anteriores mandatarios y sugiere que el magnate conducirá a su país por un camino similar al empleado en su momento por Hitler para transformar a la culta Alemania en un enclave totalitario. Fahrenheit 11/9
se estrenó a sala llena en el Festival de Cine de Toronto a principios de septiembre pasado e hizo que por algunos pocos días casi todos los medios especializados de América del Norte volvieran a hablar de Moore como el más esclarecido de los documentalistas estadounidenses. Incluyendo su inmediata precandidatura al próximo Oscar. Fue un suspiro. Trump enfrenta muchos problemas (algunos de ellos gravísimos), pero nadie cuestiona hoy su legitimidad de origen en el cargo que ejerce. Y mucho menos se piensa en Fahrenheit 9/11 siquiera como un lejano aspirante al Oscar.
Algunas metáforas
Observa da desde el cine, la situación actual de Estados Unidos encuentra miradas mucho más lúcidas y sobre todo capaces de trascender a su propio tiempo. Lo insinuó Anthony Lane, el crítico estrella del semanario The New Yorker, cuando insinuó que Un lugar en silencio (A Quiet Place), dirigida por John Krasinski, podría funcionar como la metáfora más lograda de la era Trump hasta el momento. En la película, un extraordinario éxito de crítica y de público no solo en el mercado estadounidense, los pocos humanos que sobreviven en un escenario postapocalíptico están obligados a permanecer callados para siempre, porque cualquier ruido forzará la inmediata aparición de unos monstruosos depredadores que acabarán en un instante con sus vidas.
La metáfora queda a la vista en cualquier debate político-cultural, pero la película sabiamente decide escamotearla porque confía ante todo en el poder de la narración. No hay nada que aleje más al espectador sensible e inteligente que un mensaje recargado y explícito que pretende ser inoculado a la fuerza. No se trata de esconder las ideas, sino de ponerlas en juego sin subrayados o alegorías como hace, por ejemplo, Spike Lee en El infiltrado del Kkklan, portentosa reconstrucción de un conjunto de hechos reales ocurridos en la década de 1970. Allí se entremezclan los orígenes del Ku Klux Klan y su mensaje racista con la aparición del primer integrante de raza negra en toda la historia de la policía del estado de Colorado. Lee, un artista que suele expresar sin vueltas sus puntos de vista, encontró curiosamente aquí la posibilidad de poner en pantalla sus ideas sobre la actualidad estadounidense sin recurrir a mensajes aleccionadores. Y eso que empleó en la trama a personajes que llegaron a expresar en aquel momento posturas maximalistas de resistencia a la segregación. Por eso, El infiltrado del Kkklan es una de sus mejores películas y trascenderá este tiempo como magnifico testimonio de la era Trump.
Con toda seguridad, esta nueva película de Spike Lee tendrá su lugar en el reparto denominaciones al Oscar, que cada año funciona como el testimonio más explícito de las políticas de Hollywood. En pleno giro hacia una gestión de mayor diversidad, sobre todo hacia la comunidad cinematográfica afroamericana, El infiltrado del Kkklan sumará, según la mayoría de los expertos, varias nominaciones. Pero de toda esta corriente, el título que aparece con mayores posibilidades de pelear por la máxima distinción es Pantera negra, la expresión más categórica en materia política de todo el universo cinematográfico concebido por los estudios Marvel. En el corazón del universo más industrial de Hollywood, casi en el downtown de la capital mundial del entretenimiento, funciona un planeta ficticio llamado Wakanda. Los hechos ocurridos en ese episodio clave de la evolución del mundo Marvel encontraron una multitud de interpretaciones y lecturas en clave política. Preguntas sobre la identidad de la raza negra, sobre el perdurable colonialismo, sobre el regreso a los orígenes africanos (representados por varios actores protagónicos con rasgos más propios de ese continente que del perfil típico del actorafroamericanoestadounidense). En el semanario Time llegó a leerse que la propia aparición de una película como Pantera negra “se siente como un acto de resistencia”. Otros analistas, en cambio, consideran este ejercicio como una exageración. Miran Pantera negra desde el lugar de liderazgo de una perspectiva innovadora, atractiva y llena de provocativas ideas que no deberían ir más allá de los límites de la cultura popular, que en definitiva es el lugar al que esta obra pertenece.
Lo mismo podría decirse de Green Book: una amistad sin fronteras, que de a poco se instala con su espíritu ligero y su llegada inmediata a toda clase de públicos en el lugar óptimo de afirmación para ese cine que quiere entretener y a la vez llamar la atención en torno de causas justas. El Oscar 2019 se entregará el domingo 24 de febrero, pero si esa ceremonia ocurriera en estos momentos, Green Book tendría muchísimas posibilidades (las mayores, según la opinión de varios expertos) de llevarse el premio mayor.
Conviene aclarar que el Oscar es el premio cinematográfico de mayor alcance universal, pero está destinado a reconocer los méritos específicos de la industria del cine en Estados Unidos. Y Green Book tiene componentes genuinamente estadounidenses en su confección. Es una road movie basada en hechos reales ocurridos en la década de 1960. Quienes recorren el camino son un chofer ítaloamericano poco cultivado y bastante prejuicioso en términos raciales (Viggo Mortensen, el más argentino de todos los astros internacionales de Hollywood) y su pasajero, un elegante, culto y distinguido pianista clásico afroamericano (Mahershala Ali).
De todas maneras, de una historia como esta es muy fácil extraer juicios de valor, conductas y temperamentos de valor universal como el reconocimiento de las diferencias y la superación de los prejuicios. Si una película como Green Book logra trascender y llegar a los privilegiados umbrales del premio más buscado de Hollywood es por su habilidad para llegar con facilidad a la mayoría de la gente sin necesidad de inocular a la fuerza las ideas que se desprenden naturalmente de la trama. Ese espíritu ligero, propio de un arte de pretensiones masivas que busca el entretenimiento como el cine, también sirve en este caso como reverso de otras historias sobre temáticas parecidas que en los últimos tiempos resultaron mucho más densas y circunspectas. Hasta exageradamente solemnes, en más de un caso. Luz de luna (ganadora del Oscar hace un par de años) y Selma, tardío retrato biográfico de un momento clave en la vida de Martin Luther King, adoptaron en Hollywood esa dirección.
Registro filoso
En ese matiz tal vez se encuentre buena parte del secreto del éxito de Hollywood al confrontar su arte cinematográfico con la realidad. Ese toque ligero, pero nada banal, a través del cual es posible asomarse a los hechos más controvertidos o incómodos y mirarlos desde un cristal lo suficientemente auténtico como para no eludir la verdad histórica y lo suficientemente irónico como para aliviarle a los espectadores los efectos más dolorosos de esa misma realidad. Todos anticipan que El vicepresidente: más allá del poder, otro de los títulos con mayores posibilidades de ganar en el próximo Oscar (sobre todo por el lado de sus actores), alcanza los elevados niveles de filosa sátira y de fidelidad a la historia que tuvo la obra previa de su director, Adam McKay (La gran apuesta, sobre los orígenes de la gran crisis financiera de las hipotecas subprime en Estados Unidos, en 2008) y lo consolida como uno de los mejores observadores de ciertos problemas serios que afectan al mundo de hoy. En este caso, el eje es el retrato de la vida del ex vicepresidente Dick Cheney, uno de los ejemplos menos virtuosos de combinación entre política y negocios que registra la historia de las potencias occidentales en las últimas décadas.
Como lo demuestra una vez más el actual camino hacia el Oscar, el cine no puede resistirse a su destino. Con las herramientas propias de cada momento histórico trata de cumplir la misión de reflejar la realidad. Hoy, esos instrumentos mezclan innovaciones tecnológicas, pantallas múltiples, ecos infinitos en redes sociales y, por qué no, elementos de noble estirpe clásica. Podemos descubrir una multitud de hallazgos en sus mejores obras. Películas o series que hablan del mundo en que vivimos desde todas las perspectivas posibles, más realistas o más fantásticas. Mientras estamos a la espera de nuevas e inexorables transformaciones en este terreno, todavía es posible vivir la experiencia de entrar en una sala de cine, solos o acompañados, sentarnos en una butaca y prepararnos para ver cómo una pantalla en blanco se convierte por arte de magia (o de un maravilloso ejercicio de imaginación) en el espejo que reflejará la apasionante complejidad del mundo que nos toca vivir. Por eso no habrá arte más contemporáneo que el cine.
Las películas y series hablan del mundo desde todos los ángulos posibles