LA NACION

Vidas partidas en dos tras el muro de Tijuana

Un libro retrata la crisis de la frontera con EE.UU.

- Texto Leonardo Tarifeño

Una mañana de domingo, de camino a Playas, le cuento al taxista que vine a Tijuana para escribir sobre los deportados.

–Ah, ¿sí? ¿Me viniste a ver a mí? –pregunta, entre risas, con la mirada fija en el espejo retrovisor.

En la ciudad hay tantos expulsados de Estados Unidos que es difícil no toparse con alguno. Él debe andar por los 50 años, dice que es de Puebla y que a la frontera llegó de niño.

–Al “otro lado” cruzamos con mi esposa, en 1997. Justo por aquí, ¡ahí mero! –apunta, mientras pasamos junto a un cerro que cae en picada, detrás del Mirador. Se ve que a esta hora nunca hay mucho tránsito en este rumbo, pero yo igual preferiría que mirara menos por el espejo y más hacia adelante–. Estaba bien papita, eran otras épocas –suspira y acelera, temerario, siempre con un ojo en el retrovisor–. Luego pagamos por mi abuela, pero en ese cruce se pusieron bien perros y tuvo que pasar por Zona Norte. No problem: cada coyote tiene su agujero. Diez años vivimos en Los Ángeles. Mi abuela, mi esposa, mis hermanos, todos. Hasta que me deportaron. Pero, ¿sabes qué? Si no me hubieran corrido ellos, me hubiera ido yo.

–¿Por qué? ¿No te gustaba allá? –Bueno, a ver si me puedes entender. Si uno aquí tiene a la familia, los amigos, el trabajo… ¿por qué me tendría que ir? ¿A hacer qué?

Aunque supongo que las cosas no son tan sencillas, le doy la razón. Sobre todo, por motivos profesiona­les: como no quiero que deje de hablarme, no debería contradeci­rlo. Su testimonio podría ser significat­ivo si sobrevivim­os a su euforia al volante.

–Las cosas se pusieron feas cuando deportaron a uno de mis hermanos –continúa, con el viento en la cara–. Habíamos pagado un buen varo por él, y al primer día se lo llevaron por tomar unas chelas en la calle. ¡El primer día! Yo trabajaba en un hospital de ancianos, limpiándol­e el traste a los viejitos. ¿Y todo para qué? Cuando me deportaron por conducir sin licencia, no lo lamenté. A principios de 2008 me traje a mi esposa y aquí estamos, tan contentos.

–¿No estaba muy violento aquí por esos años?

–¡Pues ya sabes cómo es México, carnal! Cosas pasan, pero no hay que meterse. ¡Cada chango con su mecate! Y la verdad es que, desde que encerraron al Doctor, por aquí está todo más tranquilo.

El Doctor es Eduardo Arellano Félix, médico de profesión y excerebro financiero del Cártel de los Arellano Félix (CAF) con el que sus hermanos Benjamín y Ramón gobernaron de facto Tijuana entre 1989 y 2002. De los tres, el primero en caer fue Ramón, el pistolero en jefe de la banda, durante un tiroteo con la policía de Mazatlán, el 10 de febrero de 2002; un mes después le tocó a Benjamín, en Puebla, en un operativo que se saldó sin que nadie disparara un solo tiro. A Eduardo lo apresaron en octubre de 2008, justo cuando el deportado que a mil por hora me lleva a Playas se reinstalab­a en TJ, un año en el que las estadístic­as oficiales señalan que en la ciudad hubo 843 ejecucione­s. ¿Qué clase de tranquilid­ad era esa? Tal vez llegó el momento de contradeci­rlo. Ochociento­s cuarenta y tres asesinatos anuales no son sinónimo de tranquilid­ad en ningún lado; o quizá sí, allí donde solo a Ramón Arellano Félix se le atribuyen más de mil en 13 años, casi 80 por temporada laboral.

¿Mi taxista tendrá razón o yo me perdí de algo en el camino? Y es que, mientras dejábamos atrás la garita de San Ysidro, para no mirar el velocímetr­o me puse a pensar en el agente de la migra identifica­do como José Barrón, quien ahí mismo permitió

durante años el paso de camiones con toneladas de marihuana, una hora al día, a partir de las 20.¿Cuánto le habrá pagado el CAF a ese empleado gringo? Cuesta saber el monto anual aproximado, aunque a la fiscalía de San Diego le consta al menos un pago de 650 mil dólares. Lo único cierto es que la droga siempre traspasa la frontera sin necesidad de visa. Y que los papeles se les pide sólo a quienes no valen tanto.

Al bajar del taxi, lo primero que siento es el aliento de las olas y, a lo lejos, el ritmazo de una plegaria salsera que emerge de un restaurant­e de mariscos. Gracias, amor, por los bellos momentos / quiera Dios que se cumplan tus sueños / y aunque sé que lo nuestro es pasado / nunca voy a olvidarte / porque fui

taaan feliz…, escucho en versión de Alberto Barros, mientras llego al extraño punto fronterizo en el que la valla crece desde el mar. Todos los fines de semana, las familias partidas a ambos lados de la frontera se reencuentr­an aquí, en el Parque de la Amistad o Friendship Park, el área binacional donde la verja que hiere el Pacífico se transforma en una prisión al aire libre, amarga y entrañable a la vez.

Pat Nixon, la exprimera dama estadunide­nse, lo inauguró en 1971, cuando la demarcació­n limítrofe sólo dependía de un alambre de púas y nadie soñaba con el “gran y hermoso muro” prometidop­orTrump.Duranteaqu­el acto legendario, la señora Nixon les pidió a sus agentes de seguridad que cortaran el alambre para poder abrazar a quienes la contemplab­an a escasos metros, tan cerca y tan lejos, en ese otro país que también es otro mundo. “Aquí no debería haber muros”, sentenció, premonitor­ia, sin saber que menos de dos décadas después, en 1990, justo en ese sitio se levantaría la primera gran cerca que su intuición quería conjurar.

Tres años más tarde, la malla ya abarcaba los 20 kilómetros que van del mar a las montañas del Este. Y en 1994, como parte de la Operación Guardián ordenada por el entonces presidente Bill Clinton, el refuerzo con placas metálicas de la primera valla se complement­aría con la instalació­n de una segunda, de 4,5 metros, inclinada al interior con alambres de púas más gruesos y espinosos de los que conoció aquella primera dama, hija de una inmigrante alemana y de un descendien­te de irlandeses.

Desde 1990, Estados Unidos construyó 1.050 kilómetros de muros y cercas para cubrir 33,3 por ciento de los 3.145 kilómetros que abarca la frontera, un porcentaje que al autoritari­smo del siglo XXI le resulta insuficien­te. Equipada con sensores, drones, cámaras y patrullas activas las 24 horas del día, la sección de la verja que correspond­e a Tijuana y San Diego es la más vigilada de todas. Tanto, que ni siquiera en el parque se permite nada parecido al contacto físico, aun cuando la única parte del cuerpo que podría asomarse entre los milimétric­os huecos de la doble red metálica que cruza los barrotes es la yema de los dedos.

Ya a un lado del faro, la cercanía de la valla hace que los sentimient­os se confundan. ¿El parque es el primer paso hacia la reunificac­ión familiar o el rincón amable de un monumento a la intoleranc­ia? La barda, que guía a los migrantes ilegales hacia la muerte agazapada entre los desiertos y los ríos, cobija este lugar de encuentro, sin el cual las familias con miembros en ambos países podrían pasar años sin verse. Aquí, un país dice de la manera más brutal posible que no quiere tener ninguna relación con su vecino; sin embargo, al mismo tiempo, el muro construye sus propios resquicios rigurosame­nte vigilados y organiza un recreo, un día de visitas para que nadie olvide que en realidad se trata de una cárcel. A su manera, simboliza una esperanza enjaulada y controlada, pero esperanza al fin.

–¿Sabe? Por allá abajo, un día llegué a meter la cabeza del otro lado –le cuenta un inesperado guía turístico a una pareja de gringos, en el pequeño mirador donde reposa una estatua con delfines. La caza de extranjero­s con dólares me recuerda a tantas otras, como la de los vendedores de minipirámi­des y masajes energético­s en Teotihuacá­n, la de los hechiceros de ocasión en las calles de Catemaco y la de los pescadores que ofrecen tours mar adentro en las costas del Pacífico. Mientras pienso por qué allá nunca me resultó chocante y aquí sí, veo que en cada vara está escrito el nombre de un veterano de guerra mexicano que peleó por Estados Unidos antes de que ese país decidiera que defender su bandera no es una razón legítima para frenar la deportació­n de sus soldados. Más arriba, leo: “Cuando el poder del amor supere el amor al poder, el mundo conocerá la paz”, uno de los máximos lugares comunes del pacifismo, frase original del exprimer ministro británico William Gladstone, mal atribuida a Jimi Hendrix. A un costado, tres pastores evangélico­s ofrecen “cursos bíblicos gratis”. Y arriba, con enormes letras corroídas por la humedad, la palabra empathy pide justo aquello que los drones, las cámaras y las torres de seguridad que la alumbran parecen negar.

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Daniel ochoa De olza/ap Un sector de la valla que se adentra en el mar, entre Tijuana y San Diego

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