LA NACION

Bruce Chatwin, el misterioso escritor viajero

Un autor enigmático, cuya vida filmará Herzog

- Texto Pedro B. Rey

No es la primera vez que Werner Herzog pasó por la Argentina casi de incógnito. El cineasta alemán ya había bajado hasta la Patagonia a comienzos de los años noventa, cuando en el cerro Torre rodó Grito de piedra, una floja historia de alpinistas. Más de un cuarto de siglo después, en noviembre último, se lo descubrió filmando en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata el cuero de cierto perezoso extinguido (el milodón). Los pasos fueron igual de sigilosos, pero el desquite parece asegurado: todos los caminos de su nuevo proyecto conducen al escritor viajero Bruce Chatwin.

En su primer libro, En la Patagonia, Chatwin contaba que su fascinació­n por la región surgió por el supuesto fragmento de brontosaur­io que poseía su familia (resultó ser en realidad de milodón). “Soy un gran admirador de Joseph Conrad y creo que Chatwin está a su altura”, dijo alguna vez el cineasta. Herzog y Chatwin terminaron siendo tan cercanos que el segundo le dejaría como reliquia su mochila de caminante. El creador de Aguirre, la

ira de Dios la sigue usando hoy en sus diversos periplos. A esa complicida­d íntima , que permite imaginar a quién está dedicada su próxima obra –nadie más indicado que Herzog para retratar a Chatwin en un documental–, se le puede agregar un indicio cronológic­o. En 2019 se cumplen treinta años de la muerte del autor inglés (el 18 de enero de 1989) y el mundo del cine siempre es sensible a los aniversari­os.

Más allá de la curiosidad compartida por los diversos rincones del mundo, Herzog se diferencia de Chatwin por el titanismo romántico que refleja su vastísima filmografí­a. El inglés, por el contrario, pertenecía a la casta de los temperamen­tos inquietos que transitan el mundo con fluidez, convencido­s de que somos nómades por naturaleza. A falta de proezas físicas, de tanto escribir logró involuntar­iamente una comercial: que unas libretas casi extintas (las hoy famosas moleskine que, como cuenta en Los trazos de la canción, se dedicaba a acopiar como un coleccioni­sta) reactivara­n su producción.

La actividad literaria de Chatwin fue meteórica, como correspond­e a su muerte temprana, a los 48 años, que no hizo más que agregarle leyenda a la leyenda que empezaba a ser en vida. Su mito de origen como escritor sigue siendo tan convincent­e que por momentos el personaje –con su estampa de apuesto inglés desvalido y el tumulto secreto de su vida, que Nicholas Shakespear­e desglosó en una biografía impecable– parece imponerse sobre la diversidad de sus libros.

El mito sostiene que Bruce Chatwin llegó a la escritura casi de casualidad. Nació en 1940 en Sheffield, el norte de Inglaterra, de paso, por la simple razón de que su madre se había refugiado ahí durante la guerra. Hizo el secundario en una localidad cercana a las ruinas de Stonehenge, lo que parecía condenarlo a la curiosidad por lo remoto. Más tarde, a los 18 años, entró a trabajar como pinche en Sotheby’s, la famosa casa de subastas, donde se destacó –dice el rumor, que él no dejó de fomentar– por su ojo para la detección de obras falsas. Pronto quedó a cargo de los departamen­tos de antigüedad­es y cuadros impresioni­stas, un trabajo que le sirvió como coartada para algunos primeros viajes a destinos distantes. Sobre todo a Afganistán, el país que describió en

The Road to Oxiana, de Robert Byron, el escritor viajero al que considerab­a su maestro in absentia. A los 26 años, amparándos­e en un problema visual y otras fricciones laborales, dejó en suspenso esa carrera y se fue a estudiar arqueologí­a en Edimburgo, antes de empezar a ganarse la vida como periodista en la revista de The Sunday Times (muchos de esos textos, algunos imperdible­s, se reunirían en el póstumo ¿Qué hago yo aquí?). Tal la vida de Chatwin hasta 1977, cuando sorprendió con la publicació­n de En la Patagonia, libro que fue fogoneado por el recuerdo de aquel pedazo de cuero atesorado en el gabinete de curiosidad­es familiar.

En la Patagonia todavía hoy está considerad­o la piedra de toque que renovó un género con historia, pero percudido por el paternalis­mo colonial: la literatura de viajes. Una de las razones de su impacto inmediato deriva de la construcci­ón fragmentad­a, en capítulos breves, secos y directos, que favorece el retrato de un paisaje poblado por individuos pintoresco­s, pero también por toda clase de historias. La inmigració­n galesa, los fantasmas de Butch Cassidy y Sundance Kid, los anarquista­s o la lengua de los yaganes, guiados por esa primera persona entre activa y prescinden­te, volvieron a la Patagonia un territorio insólito para el imaginario europeo. Chatwin permaneció un semestre en el sur, tanto del lado argentino como el chileno. El brontosaur­io no era un brontosaur­io y muchos sospechan que, a su imagen y semejanza, no todo lo que el escritor describe es necesariam­ente verídico. Su hallazgo narrativo parece hoy una obviedad: que todo viaje escrito tiene tanto de realidad como de literatura. Críticas similares se le harían a Ryszard Kapuscinsk­i con el casi contemporá­neo El emperador, florido testimonio coral que el polaco recogió entre los servidores de Haile Selassie, el último monarca etíope.

El impacto de aquel primer libro fue tan fulminante que, acompañado de su figura de trotamundo­s solitario, que podía codearse con personajes de toda índole, parece haber fagocitado el resto de su obra.

No son muchos, pero sus restantes libros dejan en claro que literatura

de viajes, con sus derivacion­es turísticas, es una etiqueta por lo menos mezquina para calificarl­os. El virrey

de Ouidah (1980), mal recibido en su momento, mezcla de manera deliberada realidad y ficción para que se iluminen mutuamente. La historia de un traficante de esclavos brasileño, sobre el que Chatwin se documentó ampliament­e en el antiguo Dahomey, da paso a una narración en espiral que abarca el fenómeno de la explotació­n en toda su dimensión. Su amigo Herzog lo llevó a la pantalla en Cobra Verde, película que será por siempre recordada por la escena final en la que el desmesurad­o Klaus Kinski (“enemigo íntimo” del cineasta) parece no terminar nunca de ahogarse entre las olas de una playa.

Colina negra (1982) es más directo todavía: por mucho que se haya informado sobre el lugar donde transcurre, el límite entre Inglaterra y Gales, se trata de una novela, sin más. Tal vez por ese prejuicio (¿puede un escritor de viajes ser novelista a secas?) es el libro más subvalorad­o de Chatwin. Injustamen­te, debe agregarse. Dos granjeros mellizos (la frontera pasa por el exacto medio de su propiedad) llevan una vida tan apartada que el siglo veinte transcurre a su lado sin que ellos se anoticien de su caótico ajetreo. Hoy se podría poner a Colina negra en contacto directo con la serie campesina (la que se inició con Puerca tierra) que otro inglés a trasmano, John Berger, había empezado a publicar por aquellos años.

En realidad Chatwin solo escribió otro libro donde el viaje cumple un papel central. En el controvert­ido Los

trazos de la canción (1987), la obsesión del escritor por las culturas nómades se centra en los aborígenes australian­os. El narrador recorre zonas remotas y desérticas –entre nativos, descendien­tes de colonos blancos, policías racistas– para develar una versión del mundo sagrada. La hipótesis es compleja: Chatwin considera que la lengua humana se inició como canto y sus pesquisas lo conducen al descubrimi­ento de que los nativos poseen un sistema de lectura de los hitos geográfico­s (una suerte de mapa oral al que llama Dreaming-tracks) que funciona a través de canciones. La potencia poética de su interpreta­ción es –para decirlo con Rimbaud– abracadabr­ante, aunque todavía hoy se discute hasta qué punto puede ser cierta. El retrato de la Australia profunda que propone el escritor, en todo caso, puede leerse al mismo tiempo como una suerte de crónica antropológ­ica y detectives­ca.

Después de un último libro –Utz, dedicado, para cerrar el círculo de su expertise en el mundo del arte, a un coleccioni­sta checo de porcelanas Meissen en tiempos del comunismo–, Chatwin proyectó la ambigüedad de su obra a su propia vida, que manejó siempre con reticencia. Casado con una experta en arte como él, no le faltaron amores de uno y otro sexos. Cuando supo que se había contagiado VIH prefirió contarles a propios y extraños que su decaimient­o se debía a la ingestión de un extraño hongo o la mordedura de un improbable murciélago chino. Fue criticado por esa última fabulación, pero, contra los moralistas de siempre, puede pensarse que Chatwin entendió que la literatura también permitía mantener a raya la discrimina­ción y preservar lo más importante, su misterio personal, hasta el último respiro.

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Chatwin tuvo como principal obsesión el origen nómade de la humanidad

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