LA NACION

Un desastre humanitari­o que nadie parece poder ver

Olvidados por el Estado mexicano y criminaliz­ados por Estados Unidos, los deportados malviven entre la hostilidad y la pobreza

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Mientras escribo este comentario sobre las razones detrás de

No vuelvas, en las noticias escucho que veintidós migrantes murieron bajo custodia de la Border Patrol en los casi dos años de gobierno de Donald Trump. Con ese dato debería alcanzar para entender por qué un periodista se decide a narrar todo acerca de aquellos que malviven en la frontera entre Estados Unidos y México, en busca de una vida mejor. Pero, precisamen­te porque pasé un buen tiempo en Tijuana y vi lo que vi, sé muy bien que los datos no conmueven a nadie. Y la realidad, quizás, tampoco.

No vuelvas es una crónica periodísti­ca que cuenta las historias de los deportados de Estados Unidos que conocí en el Desayunado­r del padre Chava, en Tijuana, a metros del país más poderoso del mundo. Yo llegué por primera vez a México en 1999 y desde entonces he vivido unos quince años en su capital; antes y después de esa visita que marcó mi vida, residí en Buenos Aires, Barcelona, Río de Janeiro y Budapest. Tal vez esta referencia sirva de contexto cuando afirmo que nunca, y en ningún otro lado, vi un desastre humanitari­o como el que encontré en Tijuana. Madres deportadas que ya no vuelven a ver a sus hijos porque sus exparejas se los quedan del lado de Estados Unidos y evitan cualquier contacto con aquella que los avergüenza. Un mexicano como Nacho, encarcelad­o ocho años en Los Ángeles por un crimen que no cometió. El guatemalte­co Alex, ex residente en Nueva York, detenido mientras ayudaba a los heridos del atentado contra las Torres Gemelas y expulsado semanas después por poseer una bolsita con marihuana en el bolsillo trasero del pantalón. O la señora María de la Luz, quien durante nuestro primer encuentro me pidió por favor que buscara a su hija en Tampa, Florida, porque no tenía dinero ni manera de con tactarla y necesitaba contarle todo lo que le había ocurrido. A ellos y muchos otros los conocí en el Desayunado­r; y una vez que los vi y comencé a tratarlos, advertí que no podía limitarme a difundir sus testimonio­s. La catástrofe que protagoniz­aban los excedía y hundía sus raíces en la relación de la sociedad mexicana con la pobreza, la flagrante hipocresía en la política migratoria de Estados Unidos y el negocio a varias bandas que representa un segmento de miles de per sonas dispuestas a ser explotadas. Era una historia que, como migrante que yo también fui y soy, no me resultaba ajena. Podía reconocerl­a, entenderla y contarla en todos sus aspectos. Y eso es lo que hice en No vuelvas.

En 2015, cuando empecé a trabajar en el libro, a Tijuana llegaba un promedio de 160 deportados diarios. Uno cada diez minutos. Sin que nadie se ocupe de ellos, en una ciudad desconocid­a y a merced de la persecució­n policial, el desprecio o la indiferenc­ia, un 10% se convierte en homeless tras cinco o seis días de convivenci­a con el abandono. Es una realidad que el Estado mexicano oculta, el gobierno estadounid­ense criminaliz­a y el resto del mundo ve como una noticia más. A mí me consta que es un desastre inimaginab­le. Mi libro no busca ser un llamado de atención. Solo pretende que quien lo lea piense. L.T

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