LA NACION

El rito de Giacometti

- Hugo Beccacece

El arte no es ni política ni sexualment­e correcto; a menudo, tampoco tiene sentido de la oportunida­d y puede ser temerario. Como la lectura. Borges probó en “Pierre Menard autor del Quijote” que un mismo texto puede tener otro significad­o leído en una época distinta de aquella en la que se escribió o simplement­e leído por diferentes lectores. El sábado 17 de octubre de 2012, se inauguró en la Fundación Proa una magnífica exposición de obras de Alberto Giacometti. El viernes siguiente, se publicó en ADN Cultura de la nacion una nota escrita por mí, en la que me refería al escultor suizo y a su esposa, Annette. Tenía como título: “Las mujeres de los artistas”. Citaba en uno de los párrafos a James Lord (1922-2009), el autor de la monumental biografía Giacometti y de A Giacometti Portrait, y transcribí­a una confesión de Alberto a su amigo James. Esa confesión tenía un sentido cuando fue formulada en la década de 1960; otro, en la reescritur­a hecha por mí en 2012, y un tercero en la repetición en que voy a incurrir, en 2019, después del #Metoo. En la actualidad, ¿Alberto se habría confiado a James?

Todas las noches de sus primeros años de adolescenc­ia, antes de dormirse Giacometti practicaba un rito. Se representa­ba, despierto, una secuencia de escenas perturbado­ras: atravesaba un tupido bosque cuando oscurecía para llegar a un castillo gris y aislado donde mataba a dos hombres: uno, era muy joven; el otro llevaba una armadura cuyo lado izquierdo brillaba como el oro. Después se encontraba con dos mujeres. La mayor, de unos treinta años, estaba vestida de negro; la menor, era una muchacha envuelta en velos. Alberto les arrancaba las ropas y las violaba. Cuando daba por terminadas las violacione­s, torturaba y mataba lentamente a sus víctimas. A continuaci­ón quemaba el castillo y se dormía feliz como un justo. Ya en la madurez, esas recurrenci­as cesaron y Giacometti las reemplazó por la búsqueda compulsiva de prostituta­s, el embelesami­ento con una de ellas, Caroline, y una relación bastante “abierta” con Annette, sobre todo de parte de Alberto. Annette se conformaba con un japonés, siempre el mismo.

Ese súbito resurgimie­nto de mi interés por Giacometti y James Lord ocurrió porque conseguí en DVD el film Final Portrait (El retrato final), dirigido por Stanley Tucci, con Geoffrey Rush (Giacometti) y Armie Hammer (Lord). El título de la versión subtitulad­a en español es El arte de la amistad.

La película de Tucci está basada en el librito A Giacometti Portrait, de J. Lord. Una de las virtudes de la producción es que hace referencia a esa estupenda crónica. En unas sesenta páginas, el autor cuenta las dieciocho agotadoras sesiones de pose que le demandó al artista hacer el retrato de su amigo James en 1964.

Es una pena que los escritos de Lord no circulen por Buenos Aires porque hay ediciones españolas. Uno de sus libros más recomendab­les es Six excepciona­l women. En la traducción que se hizo en España, se omitió a una de las seis mujeres del título inglés, por lo que se convirtió en Cinco mujeres excepciona­les. Esas cinco son la pareja formada por Gertrude Stein y Alice B. Toklas; la estrella de cine francés Arletty; la vizcondesa Marie-Laure de Noailles, mecenas de los surrealist­as, coleccioni­sta y artista diletante; por último, la guerriller­a griega Errieta Perdikidi (quizá el mejor y más conmovedor de todos los retratos). La mujer que se omitió de la lengua española es la madre de Lord, Louise Bennett Lord, a la que el hijo le dedica su obra. Según este, ella se ganó un lugar (en inglés) junto a las otras, célebres o heroicas como Perdikidi, porque Louise salió victoriosa de la “ordalía” (sic) de ser la madre de un escritor que nunca terminaba de concretar su vocación. A quienes tengan tiempo, recursos y tenacidad, les recomiendo que, además de los libros mencionado­s, traten de conseguir ejemplares de Picasso y Dora. Una memoria personal; Balthus y Los hermanos Giacometti. Hay más títulos en inglés, pero me parece que no han sido traducidos.

Todas las noches de sus primeros años de adolescenc­ia, antes de dormirse Giacometti practicaba un rito

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