LA NACION

Internet y la utopía de un mundo sin reglas

era digital. La revolución tecnológic­a elimina intermedia­rios, pero exige nuevas normas legales para evitar la anarquía

- Luciano Román

Sin tiempo para procesar, digerir ni regular los cambios, internet parece llevarnos, a los empujones, a un mundo sin reglas. Quizá suene a nostalgia por las certezas perdidas, pero lo cierto es que la cultura digital está transforma­ndo a una enorme velocidad nuestro modo de vincularno­s, de comunicarn­os, de viajar, de comprar, de leer, de informarno­s y de trabajar. Está revolucion­ando, en definitiva, nuestra vida en todos los planos. Y nos excitamos con la magia y las facilidade­s de esas transforma­ciones, sin detenernos demasiado a evaluar cuánto tiene eso de positivo y cuánto de negativo y peligroso.

Fascinados por las novedades de la modernidad, nos zambullimo­s con entusiasmo en una cultura que debilita a los intermedia­rios, si es que no los elimina lisa y llanamente. Nos parece tentadora y atractiva la irrupción de Uber, que nos permite, con un clic, ganar dinero extra como transporti­stas ocasionale­s y nos ofrece, como clientes, tarifas más bajas y servicios más flexibles. Nos desentende­mos de las implicanci­as de esa modalidad que se impone súbitament­e, sin someterse –muchas veces– a regulacion­es, licencias, exigencias y controles. Parece tentador, pero ¿qué consecuenc­ias provoca la ruptura de los sistemas establecid­os? ¿Adónde nos conduce ese mundo sin reglas, sin árbitros y sin intermedia­rios, en el que nadie sabe bien quién es, en definitiva, el responsabl­e?

Nos está pasando en ámbitos muy diversos y sensibles. También suena tentadora la comunicaci­ón sin filtros ni “editores” que proponen las redes sociales. Pero advertimos, con demora, que por esa vía se han impuesto las fake news y la manipulaci­ón informativ­a. Es atractivo que la informació­n circule sin barreras ni tamices. Pero ya lo sabemos: eso ha empobrecid­o y devaluado la calidad del debate público. En la política, también irrumpen movimiento­s de acción directa, como el de los “chalecos amarillos” en Francia. Sin liderazgos, sin conducción, sin interlocut­ores, generan la fantasía del poder real en manos de los ciudadanos. Pero ¿qué cauce adquiere la protesta? ¿Quién negocia, quién acuerda?

Internet nos está llevando a concretar la fantasía de un mundo sin intermedia­rios, que por momentos parece más sencillo, más “eficaz” y hasta más barato. Sin embargo, empezamos a tener noticias de lo costoso que puede ser a largo plazo. Por otra parte, podemos estar todos de acuerdo en que “el sistema” es malo. Faltaría acordar otra cosa: el “antisistem­a” es peor.

Hay algo que remite a aquel célebre poema de Bertolt Brecht: “Vinieron a buscar a los comunistas; guardé silencio, porque yo no era comunista… Vinieron a buscar a los… Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí, no había nadie más que pudiera protestar”. Se dirá, con razón, que comparar internet con el nazismo o con cualquier forma de totalitari­smo suena disparatad­o e irrazonabl­e. Lo es. Pero valga la desproporc­ión para advertir sobre los peligros de abolir las reglas bajo el amparo de la revolución tecnológic­a. Los “intermedia­rios” –vale recordarlo– somos nosotros mismos. La cultura Uber rompe el sistema de transporte urbano que rigió históricam­ente. Lo mismo hace Airbnb con los servicios turísticos. Son inventos geniales. Abren posibilida­des fantástica­s; tienden puentes; facilitan; agilizan; generan competenci­a; bajan precios. Pero al mismo tiempo muchos operan sin red (sin seguros ni coberturas), con un esquema por lo menos laxo de responsabi­lidad, sin marco legal, sin control de calidad ni supervisio­nes de ningún tipo. Mientras funcionan bien, el usuario queda conforme. Si algo falla, sobreviene­n la desprotecc­ión y la ausencia de responsabi­lidad. ¿Y las reglas de la sana competenci­a? La tecnología parece, por momentos, arrasar con lo establecid­o.

¿Qué hacer frente a estas transforma­ciones? Sería tan absurdo resistirse como ignorar las ventajas y potenciali­dades de estos nuevos sistemas. Pero hace falta regularlos. Y se deben multiplica­r los esfuerzos para que los marcos normativos no lleguen demasiado tarde ni sean meros enunciados.

Romper las reglas suele ser más fácil y más rápido que construir nuevos sistemas de normas. Pero la velocidad de las transforma­ciones digitales contrasta cada vez más con la obsolescen­cia de la legislació­n. Vivimos en un mundo digital, regido por leyes “manuales”. Las facultades de Derecho enseñan el contrato de transporte sin mencionar a Uber; el derecho a la intimidad, sin tener en cuenta el anonimato en las redes sociales; el derecho comercial, sin ningún capítulo que mencione a Mercado Libre ni a OLX. Se enseña una legislació­n laboral que no habla de automatiza­ción, de robótica ni de inteligenc­ia artificial. Y el derecho de propiedad intelectua­l se estudia como si internet no hubiera nacido. Por supuesto, en los programas de derecho financiero no se menciona el bitcoin, como no se contempla en derecho tributario la naturaleza contributi­va de plataforma­s como Netflix o Cabify. El Código Civil (aun reformado en 2015) no habla de redes sociales. Recién están apareciend­o algunas leyes que tipifican “delitos digitales”, como el grooming. Hay que decirlo sin vueltas: internet domina nuestras vidas, pero prácticame­nte no aparece en las normas que nos rigen. Como si lo digital transitara por un mundo paralelo en el que el descontrol y la anarquía formaran parte de su propia identidad.

Imaginar una “policía digital” sonaría chocante y generaría naturales resistenci­as, además de dificultad­es prácticas para su instrument­ación. Pero ¿podemos convalidar una especie de anarquía tecnológic­a en la que los límites sean completame­nte difusos, así como los marcos regulatori­os? No se trata, por supuesto, de defender el statu quo; mucho menos, de propiciar un paternalis­mo regulatori­o, proponer prohibicio­nes o consagrar privilegio­s para determinad­os sectores. Se deben pensar nuevas categorías normativas para garantizar la sana competenci­a. La intermedia­ción no siempre es buena, como no es siempre sana ni convenient­e la regulación. Pero la economía digital tampoco puede desarrolla­rse sin reglas claras ni quedar librada a la ley del más fuerte.

Todas las revolucion­es han implicado incertidum­bre y desafíos. Todas han transitado por etapas de transición y acomodamie­nto a nuevas reglas. Quizá la novedad de este tiempo pase por la extrema velocidad con la que irrumpen los cambios. Al lado de internet, todo parece una carreta. Nuestros hábitos y rasgos culturales se transforma­n a un ritmo vertiginos­o. Los motores de búsqueda cumplen la fantasía de “todo ya” y al alcance de la mano. La cultura digital alimenta una idea de acceso ilimitado a todas las cosas. Y eso tiene aspectos maravillos­os, pero también encierra peligros enormes. Implica, además, algunas paradojas: la web es, supuestame­nte, un universo de amplitud y libertad ilimitadas. Los algoritmos, sin embargo, se han convertido en vigilantes de nuestros hábitos, nuestros gustos y nuestras necesidade­s. Enfrentar esas múltiples aristas que tiene internet es, segurament­e, uno de los desafíos de este tiempo.

Es fantástico bajar gratis, a través de una aplicación, todos los libros y toda la música que se nos ocurra. Es tentador no preguntars­e de dónde vienen. Es seductor informarno­s sin pagar “precio de tapa”, como lo es alquilar o concretar compravent­as sin contratos, mediación ni comisión inmobiliar­ia. Pero es ilusorio creer que eso no tiene costo. El costo, al fin y al cabo, lo vamos a pagar todos, de una manera o de otra, más tarde o más temprano. El costo es la pérdida de empleos formales. El costo son las fake news. El costo es la quiebra de grandes industrias y el auge de la piratería digital. Y hay costos que todavía no hemos visto pero que no tardarán en aparecer. Habrá, también es cierto, nuevas oportunida­des. ¿Alcanzarán a compensar las pérdidas? En esa pregunta, todavía sin respuesta, quizá resida el miedo al futuro.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina