LA NACION

Palabras como puentes

- Diana Fernández Irusta

De dónde sos? –Afganistán. Nunca había entrado a ese negocio. Local pequeño, junto a la panadería y a metros de la librería; vidriera discreta, con diversos artilugios electrónic­os. Había que resolver un regalo de Reyes, el calendario indicaba premura, y ahí me mandé, al puestito modesto, a preguntar si vendían –o tenían idea de qué se trataba– cierta cosa llamada “micrófono de youtuber”.

Gesto de incomprens­ión de su parte, intento de explicació­n de la mía, el vendedor –que hablaba de un modo tan extraño como difícil de definir– rebuscó entre los estantes y trajo algo que podía ser lo que yo andaba buscando. y que cómo funciona, y que cuánto sale… A los minutos, además de la extrañeza por el modo indefinida­mente distinto con que el hombre organizaba sus frases, algo en el mismo diálogo me sorprendió. Si el vendedor no me estaba invitando a regatear, se aproximaba.

–Mirá, decime cuánto sale y listo, lancé. Descortés. Impaciente. Tiempo, más que acotado, acotadísim­o.

Otra vez, el relámpago de un gesto indescifra­ble en el rostro de quien, con indudable amabilidad, cambiaba de registro y me decía, sin vueltas, el precio. Entonces le pregunté de dónde era. De Afganistán. Ahí, en un localcito de Boedo, lo inconmensu­rable de la distancia. No era solo un modo de pronunciar el castellano, cierta anomalía en el diálogo, una práctica diferente de la venta. Este hombre venía del otro lado del mundo, kilómetros y kilómetros de infancias, voces, tierras, prácticas y concepcion­es diferentes. –¿Cómo aprendiste el idioma? –El traductor. Internet. Un abismo de distancia. y una voluntad, imagino que bastante férrea, para construir algún puente de palabras.

No tenía con qué envolver el regalo. Me rogó que esperara unos minutos; salió y al rato volvió con un papel provisto por la chica del negocio de al lado.

Salí del negocio pensando en Atiq Rahimi, afgano, escritor y, desde hace unos cuantos años, ciudadano francés. Pocos escribiero­n el dolor del desarraigo como Rahimi lo hizo en La ballade du calamé. Pocos acertaron, como también él lo hizo en ese mismo libro, en señalar la gran paradoja: que en el exilio, a pesar de sus costos, y gracias a su impulso de encuentro con lo diferente, reside algo constituti­vamente humano.

“La humanidad se creó a sí misma en el exilio en la Tierra”, afirma Rahimi, y se remonta a la Biblia. Reescribe el mito de Eva. “Fui yo, Eva, quien, al transgredi­r la prohibició­n, desafié a Dios”, le hace decir. “Sí, fui yo, Eva, quien prefirió la tierra al paraíso –continúa–, el conocimien­to a la prisión, el deseo a la apatía, la errancia a la permanenci­a, el exilio al Edén”. Para Rahimi, Eva la condenada es, en realidad, Eva la emancipado­ra, la que hizo posible lo imprevisib­le y enérgico de la pulsión humana. Sin ese gesto, insiste el escritor afgano, seríamos como niños abúlicos; “no tendríamos otra parte”. y qué gris todo, sin distancias ni contrastes; qué páramo, la existencia sin otros.

Pocos años antes de su muerte, mi padre, asturiano, se dedicó a estudiar euskera, la lengua de la tierra de su mujer. Lo estudió en esta ciudad, guiado por profesoras argentinas. Un video recienteme­nte viralizado me lo trajo a la memoria. En esa grabación, una chica vasca asegura que el euskera “es el idioma más bonito”. Explica que para ellos no hay desierto, sino basamortu, algo así como “bosque muerto”; y que no dicen horizonte, sino ortzimuga, que sería “límite del cielo”. Continúa con varias definicion­es que hablan de una lengua, pero también de un modo diferente, poético y ancestral de entender el mundo. Tan poético y ancestral como el aimara que habla la verdulera boliviana, el taiwanés que se escucha en el supermerca­do. O el persa que quizás hable el vendedor de artículos electrónic­os. Tantas vidas como universos. y puentes –puentecito­s de palabras– para acercarse entre ellos.

Este hombre venía del otro lado del mundo, kilómetros de infancias, voces y tierras diferentes

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