Palabras como puentes
De dónde sos? –Afganistán. Nunca había entrado a ese negocio. Local pequeño, junto a la panadería y a metros de la librería; vidriera discreta, con diversos artilugios electrónicos. Había que resolver un regalo de Reyes, el calendario indicaba premura, y ahí me mandé, al puestito modesto, a preguntar si vendían –o tenían idea de qué se trataba– cierta cosa llamada “micrófono de youtuber”.
Gesto de incomprensión de su parte, intento de explicación de la mía, el vendedor –que hablaba de un modo tan extraño como difícil de definir– rebuscó entre los estantes y trajo algo que podía ser lo que yo andaba buscando. y que cómo funciona, y que cuánto sale… A los minutos, además de la extrañeza por el modo indefinidamente distinto con que el hombre organizaba sus frases, algo en el mismo diálogo me sorprendió. Si el vendedor no me estaba invitando a regatear, se aproximaba.
–Mirá, decime cuánto sale y listo, lancé. Descortés. Impaciente. Tiempo, más que acotado, acotadísimo.
Otra vez, el relámpago de un gesto indescifrable en el rostro de quien, con indudable amabilidad, cambiaba de registro y me decía, sin vueltas, el precio. Entonces le pregunté de dónde era. De Afganistán. Ahí, en un localcito de Boedo, lo inconmensurable de la distancia. No era solo un modo de pronunciar el castellano, cierta anomalía en el diálogo, una práctica diferente de la venta. Este hombre venía del otro lado del mundo, kilómetros y kilómetros de infancias, voces, tierras, prácticas y concepciones diferentes. –¿Cómo aprendiste el idioma? –El traductor. Internet. Un abismo de distancia. y una voluntad, imagino que bastante férrea, para construir algún puente de palabras.
No tenía con qué envolver el regalo. Me rogó que esperara unos minutos; salió y al rato volvió con un papel provisto por la chica del negocio de al lado.
Salí del negocio pensando en Atiq Rahimi, afgano, escritor y, desde hace unos cuantos años, ciudadano francés. Pocos escribieron el dolor del desarraigo como Rahimi lo hizo en La ballade du calamé. Pocos acertaron, como también él lo hizo en ese mismo libro, en señalar la gran paradoja: que en el exilio, a pesar de sus costos, y gracias a su impulso de encuentro con lo diferente, reside algo constitutivamente humano.
“La humanidad se creó a sí misma en el exilio en la Tierra”, afirma Rahimi, y se remonta a la Biblia. Reescribe el mito de Eva. “Fui yo, Eva, quien, al transgredir la prohibición, desafié a Dios”, le hace decir. “Sí, fui yo, Eva, quien prefirió la tierra al paraíso –continúa–, el conocimiento a la prisión, el deseo a la apatía, la errancia a la permanencia, el exilio al Edén”. Para Rahimi, Eva la condenada es, en realidad, Eva la emancipadora, la que hizo posible lo imprevisible y enérgico de la pulsión humana. Sin ese gesto, insiste el escritor afgano, seríamos como niños abúlicos; “no tendríamos otra parte”. y qué gris todo, sin distancias ni contrastes; qué páramo, la existencia sin otros.
Pocos años antes de su muerte, mi padre, asturiano, se dedicó a estudiar euskera, la lengua de la tierra de su mujer. Lo estudió en esta ciudad, guiado por profesoras argentinas. Un video recientemente viralizado me lo trajo a la memoria. En esa grabación, una chica vasca asegura que el euskera “es el idioma más bonito”. Explica que para ellos no hay desierto, sino basamortu, algo así como “bosque muerto”; y que no dicen horizonte, sino ortzimuga, que sería “límite del cielo”. Continúa con varias definiciones que hablan de una lengua, pero también de un modo diferente, poético y ancestral de entender el mundo. Tan poético y ancestral como el aimara que habla la verdulera boliviana, el taiwanés que se escucha en el supermercado. O el persa que quizás hable el vendedor de artículos electrónicos. Tantas vidas como universos. y puentes –puentecitos de palabras– para acercarse entre ellos.
Este hombre venía del otro lado del mundo, kilómetros de infancias, voces y tierras diferentes