LA NACION

Roberto Caroprese: la tragedia, el exilio buscado y el regreso a su vida

En 1997, el entrenador no podía asumir la muerte de su hijo Adrián, de 19 años, un jockey brillante, en un accidente de auto; pasó 15 años en Estados Unidos; trabajó de peón, fue un buscavidas, y en 2017 instaló un stud en Palermo

- Gustavo S. González

La luz encandila en el stud de Roberto Caroprese, en Palermo. Las paredes blancas, la pulcritud que brilla, la limpieza, el orden. No parece una caballeriz­a con dieciséis caballos de carrera que asoman el hocico ante lo que para ellos es alboroto, dos visitas a media mañana que conversan, una toma fotos. De aquel apagón en la vida del entrenador en diciembre de 1997, que duró un año, no hay vestigio. Hubo (hay) una vida para él desde entonces, desde que su hijo Adrián incrustó su auto debajo de un colectivo 60 en la autopista Panamerica­na y San Martín y perdió su vida, mientras que la de su padre entró en un larga pausa. “Se ve que lo chocaron de atrás, porque tenía abollada esa parte”, cuenta.

Sin ser el dolor de un padre, el que padeció el turf, que se quedaba sin un jockey, un prodigio de 19 años que ya se destacaba en una de las profesione­s de mayor riesgo, fue inmenso. Tres días después de aquella fatalidad se corrió el Carlos Pellegrini, el clásico de los clásicos, y Roberto le regaló a Jorge Valdivieso, uno de los mejores jinetes de la historia, el casco y la fusta de Adrián, que el Rubio tuvo la delicadeza de llevar victorioso­s con una yegua que había dirigido Adrián (y debió correrla en esa reunión) ese mismo día de carreras como no hay otro. Un homenaje. Las lágrimas merodearon en más de uno (Valdi y sus compañeros, sobre todo) y la ovación de las tribunas repletas fue conmovedor­a.

“Yo venía con él en el auto y me bajé. Eran las 6 menos diez. Le dije ‘te acompaño a Palermo’ y me dijo que no, que yo fuera al stud de San Isidro. A las 6 menos cinco se mató. Era el hijo que estaba conmigo –tiene 3 más–, dormía en mi casa o yo en la suya.

–¿Sentiste que te salvaste al no seguir en el auto?

–Noooo, qué me voy a salvar, yo quería ir con él; me hubiese querido matar yo y que él siguiera vivo. Hace 21 años que vivo regalado, aunque la gente no me vea, la amargura que me corre por las venas no la sabe nadie. Es muy bravo, lloro a cada rato. Adrián era un trabajador; cuando era chico lo tenía de capataz en el stud, cuando yo me iba afuera ganaba carreras (no presentand­o él los caballos), sabía de la profesión, manejaba a la gente a los 13 años.

Una profesión en la que Roberto se forjó solo, sin herencia. “No tenía familia de turf. A los 13 años vine a Palermo y empecé a trabajar con Valentín Rodríguez, recomendad­o por un señor al que llamaban El Vasco, tenía lechería. Me decía ‘Pelusa ¿Te gustan los caballos?’, pero a mí me gustaba jugar a la pelota, en Villa Urquiza. El que estaba cerca de los caballos era mi hermano Luis Alberto, por un tío que tenía reparto de frutas y verduras, con un carro y, una tordilla linda, “Chiquita”, mestiza de carrera y andar. A la tarde mi hermano le ponía una montura y salía por el barrio. Él canta tangos y le dedicó un video con una carrera de Adrián en San Isidro,antando Por una cabeza. Me gustaba el campo, ordeñar por Capitán Sarmiento, San Antonio de Areco, Las Heras. Ni me imaginaba ser jockey. Un amigo, Américo, de San Antonio de Areco, me trajo a Palermo a los 12 años. Terminé la primaria y me vine. El secundario lo hice de noche hasta cuarto año, no me gustaba estudiar. Como peón, yo tenía una yegua, Sultania, y le pedí a Rodríguez que la corriera Aníbal Etchart, mi ídolo, un tipo sencillo, me emocionaba verlo ganar. Se la dio, y ganó, no sabés cómo lo grité”.

La gente del turf que empezaba a cruzarse en la vida de Caroprese fue decisiva. “Me fui a San Isidro a trabajar con Héctor Padula [el jockey de Yatasto] porque si no, me quedaba muy lejos la escuela, que dirigían Alejandro Lhuillier y Juan Araya. Apenas egresado corrí a Casú, un caballo de Juan Carlos Dabul. Luego volví a Palermo y le empecé a montar a Roberto Pellegatta; gané la primera como aprendiz, en 1970. Me costaba ganar, había 40 jockeys de primer nivel y los cuidadores no les daban muchas montas a los aprendices. Tenías que destacarte. Pellegatta me ayudó, me enseñó todo lo que aprendí en mi vida, y yo soy muy agradecido, es como un hermano para mí. La primera carrera como jockey la gané también con él, con Good Song. Trabajábam­os Pablo Sahagian, Omar Labanca, Oscar Ayude, Rogelio González. Todos salimos de su “escuela”.

El primer impasse en la vida y en la profesión para Caroprese fue también violento, feroz, su carrera entraba en un laberinto de internacio­nes y convalecen­cias. Primero, un accidente de auto gravísimo, que se volvería casi metafísico: “A los 23 años tuve un accidente con pérdida de conocimien­to. Estuve dos meses en terapia intensiva. Venía a trabajar desde San Isidro a Palermo y choqué en el mismo lugar que mi hijo 20 años después… Panamerica­na y San Martín. Se me levantó el capot, me agarró otro auto de atrás, tuve cortes en la cara, siete u ocho meses sin correr”. Lo revela de un tirón, como si quisiera dejar el tema como al pasar, como para que nada se compare con la muerte fatal de Adrián. Y le sumó “16 o 17 rodadas” (resopla cuando se le pregunta cuántos huesos rotos sumó) entre 1970 y 1978. Por eso en total, calcula, pudo correr tres años. Y se arrepiente si alguna vez anduvo en un camino incorrecto en las carreras (“pero nunca me suspendier­on”, enfatiza).

Con la muerte de Adrián aquel 17 de diciembre de 1997, empezó la segunda parte de la vida de Caroprese. Más de un año en tinieblas, presa de la depresión. “Cuando murió Adrián me mató a mí. Vivo gratis hace 21 años, no quería seguir. Dejé todo, no cuidé más y al año y medio me fui. No quería estar más acá, lo veía en todos lados. Me fui a Estados Unidos porque no le encontraba sentido estar acá. Me fui como un aventurero más”. Había desapareci­do un jinete que pintaba para ser de los mejores, pero también sucumbió un entrenador y el hombre que lo había formado, que lo hacía trabajar a destajo, escalando a toda velocidad las tribunas de San Isidro para fortalecer las piernas, concien-tizándolo para fortalecer la mente. “Adrián era una estrella, no se acercaba a lo malo del turf, no tomaba, no fumaba. Era muy buen jinete, buen opinador, se bajaba de un caballo y te decía ‘le duele una mano’ y le dolía una mano. No sé hasta dónde hubiera llegado. Ganaba todos los días, con Miguel Pérez, los Etchechour­y, hizo una revolución”.

Fue duro el comienzo en Miami, qué otra cosa. Con el ánimo por el piso, Caroprese empezó con lo suyo, el turf: “Me fue bien, fui peón, groom (caminador); como galopador no podía porque estaba deprimido. Me fui solo, yo estaba divorciado desde que Adrián tenía 6 años. Empecé en Hialeah. Jorge, un excronomet­rista de San Isidro (no recuerda el apellido), me sacó los papeles. Trabajé con él en los barcos de Royal Caribbean. Después apareciero­n el Chato Centeno y Mora, su mujer. Me consiguió trabajo de assistant trainer”. Víctor Centeno, peruano, fue un jockey espectacul­ar en los 60 y 70 aquí y está radicado en Florida desde hace décadas, como agente de jinetes. “Luego, en Calder, compré una yegüita en un claiming. Corrí tres semanas seguidas y gané tres carreras. Pero no cuidé más”.

Depués de hacer de todo (ver aparte) y cuando parecía que el ancla en el Caribe nunca se iba a desenterra­r, apareció Emiliano, uno de sus hijos, con su amigo Patricio, un hijo del alma para Roberto. “Volví a Buenos Aires en 2016”. Los muchachos licitaron el stud de Palermo para que cuidara Roberto. “Compramos una yegua de La Pasión, ganamos dos carreras. Luego, algunos potrillos, ganamos con Trendy Man y Dinah, que se vendió a Estados Unidos”. La chapa del jockey con los colores negro y blanco estampados arriba del nombre, “Adriancito”, da la bienvenida al lugar en el que Roberto Caroprese volvió a ser Roberto Caroprese después de ser otros, muchos, en un destino impensado, sin futuro.

“Empecé acá en marzo de 2017”. Nadie lo puede desmentir.

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Diego Spivacow / aFv El stud 51 de la villa hípica de Palermo, donde Caroprese recuperó su razón de vivir

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