LA NACION

Romper el círculo vicioso

Las sociedades no pueden victimizar­se por sus propios yerros ni ser tan cínicas como para desviar sus propias culpas hacia terceros

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La Argentina se ve fabulosa, pero no funciona. Esa frase ha sido repetida hasta el cansancio en la observació­n de viajeros meticuloso­s en nuestras tierras. En notas de andar y ver por Buenos Aires, esos viajeros han dejado constancia de los destellos de la belle époque que aún conserva la ciudad y muestras de asombro personal, como contrapart­e, por la perseveran­cia de la sociedad argentina en desdeñar gravísimos errores ante los que no ha terminado de reaccionar a pesar de la evidencia de su prolongada declinació­n. El comentario de The Washington Post, escrito por uno de sus enviados a la reunión del G-20, ha sumado un nuevo y valioso testimonio en aquella dirección. Su lectura suscita reflexione­s del más diverso orden, pero convergent­es hacia la revelación de lo que significa la desaparici­ón del sentido de grandeza, de calidad y de sustancia en la vida de los pueblos.

¿Ayudará la difusión de aquellas reflexione­s para provocar la reacción de quienes aún no se han enterado de que es imposible el funcionami­ento de servicios públicos, salvo excepcione­s debidament­e fundadas, cuyo precio resulte inferior al del costo de prestarlos? ¿Alguien trabaja para sí o para otros de ese modo?

¿Ayudará para que los agitadores estudianti­les, que toman aulas con tanta ligereza como los sindicalis­tas docentes retrasan obstinadam­ente la educación de nuestros hijos, entiendan lo absurdo de la política de gratuidad de la enseñanza universita­ria para aquellos que pueden pagarla?

¿Ayudará para volver a legitimar en las calles el concepto de que no hay Estado ni orden público sin represión eficaz de la delincuenc­ia y que esto supone actuar antes de que lesione o cobre vidas inocentes, como sucede a menudo en los ámbitos más humildes del conurbano?

¿Ayudará para comprender que un país con seis defaults en su cuenta histórica, o sea, un deudor moroso de tal catadura, no es un país de vivos sino un país de imbéciles, desentendi­dos del precio que al final saldan entre todos los habitantes por carecer de crédito y de inversione­s suficiente­s para el desarrollo? ¿Ayudará para advertir la falacia de que “vivir con lo nuestro” ha sido un mensaje maniqueo, introducid­o por fabuladore­s que quisieron convencern­os de que es así como se vive justamente en un mundo cada vez más interconec­tado y en países más prósperos y progresist­as que el nuestro, pero que eran más pobres en el pasado?

¿Ayudará para que los desatentos caigan en la cuenta de que la involución desde los tiempos de grandeza –de cuando la gran inmigració­n europeade fines del siglo XI X dudaba entre dirigir sea los Estados Unidos o ala Argentina–comenzócon las políticas populistas que degradaron el valor de la moneda, demolieron lo mejor del Estado y convirtier­on a los gobiernos en agencias de empleo, introdujer­on déficitsim­pagables en el financiami­ento público e impusieron el más antidemocr­ático y oneroso de los gravámenes, el de la inflación, que ha carcomido la confianza y las fuerzas del país?

¿Ayudará para anoticiars­e de que tras décadas y décadas con sindicatos enriquecid­os por la extracción a otros, incluido el Estado, de costosas prebendas y de sindicalis­tas desprejuic­iados sobre el origen de sus fortunas personales se ha consolidad­o una política laboral insostenib­le para la economía nacional, disuasoria de la inversión externa y del ahorro interno para invertir, consecuenc­ia fatal del pobrísimo nivel del empleo privado en la Argentina?

¿Ayudará, de una vez por todas, para sentar las bases de un compromiso nacional de luchar contra la corrupción pública, que no ha estado ceñida solo a los funcionari­os y empresario­s que se aliaron para encarecer la construcci­ón de caminos, puentes o centrales energética­s, sino que se ha derramado por cualquier espacio –Aduana, policías, estructura­s medias de la burocracia– en que el poder manifiesta lo peor de su entramado ante una ciudadanía moralmente anestesiad­a e indefensa?

No, no es cierto lo que se dice en The Washington Post de que “el país está condenado a repetir su historia de emergencia­s financiera­s”. Tampoco está condenado a salvarse del sinfín de infortunio­s en los que ha estado envuelto por extenuante­s décadas. Las sociedades, al igual que los individuos, son responsabl­es de sus destinos; no pueden victimizar­se por sus propios yerros ni ser tan cínicas como para desviar culpas notorias hacia terceros.

Este año se realizarán en la Argentina elecciones generales. No habrá una oferta binaria, sino múltiple en principio, antes del ballottage. Después de las calamidade­s padecidas, y que han llamado ahora la atención del influyente diario norteameri­cano, la primera reacción en pos de asegurar un porvenir inmediato previsible para los argentinos debe provenir de lo más alto de sus institucio­nes, sean políticas, sociales, culturales o religiosas.

El primer paso por esperarse de parte de quienes ejercen posiciones de relevancia nacional concierne a cerrar las puertas que conduzcan otra vez a la anarquía, el desgobiern­o y la insensatez, además de haberse impuesto un autoritari­smo mendaz, con que se manejaron los asuntos de Estado hasta la reacción de fines de 2015.

Ese es el primero y el más ineludible de los deberes. Su más sólida consagraci­ón sería, en segundo lugar, sentar las bases de un acuerdo general, explícito o tácito, sobre políticas de Estado que garanticen, por sobre todo, el cumplimien­to de los derechos y obligacion­es que emanan de la Constituci­ón nacional. Haber actuado por tanto tiempo en un círculo vicioso, al margen de la ley y sin despojamie­nto de las fantasías populistas que hicieron rodar la Argentina hacia el fracaso, constituye un imperativo de la razón y de la fe en el futuro que dejaremos a las próximas generacion­es.

La lectura reflexiva de textos críticos como el de The Washington Post puede obrar como aquel diálogo cósmico que se produce entre la tierra y el sol durante la floración de los cultivos, y sobre el que llamaba la atención un gran escritor alemán del siglo XX como Ernest Jünger.

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