LA NACION

El pan nuestro de cada día

- Ariel Torres

El pan encierra una metáfora, un teorema y una lección. Lo fui descubrien­do desde que, hace dos o tres meses, me cobraron una fortuna por una robusta hogaza de pan de campo. Estaba muy bueno, hay que decirlo, pero hice números y no había relación alguna entre su precio y lo que cuestan un paquete de harina adecuada y un poco de levadura. Excepto que no hay nada sencillo en hacer pan.

No obstante, indignado, puse manos a la obra, y gracias a instruccio­nes que parecían obvias (no hay nada obvio), conseguí mi primera pieza. La corteza salió crujiente, cierto, pero hacía falta una motosierra para rebanarla. Y la miga, ¡ay! ¿Saben lo que es esponjosa y liviana? Bueno, esta no era ni lo uno ni lo otro.

Demasiada harina. Un error clásico. Contra mis hábitos, que son más bien experiment­ales, decidí respetar las proporcion­es exactas dictadas por las recetas. El segundo ensayo salió un poco mejor, pero la corteza seguía siendo más propia de un quelonio que de un alimento.

Algo estaba mal. Aquí es donde el pan –simple, bueno, cotidiano y en apariencia sin secretos– empezó a plantearme preguntas. ¿Cuántos siglos de ensayo y error había tras una simple pieza en el centro de una mesa al mediodía? Estaba aprendiend­o una lección de humildad.

Al parecer, esa corteza obstinada se debía a la falta de humedad. Probé varios métodos, como el de atomizar agua dentro de un horno a 250 grados. No hagan esto en sus casas. No, no es particular­mente peligroso, pero resulta por completo inútil. A menos, imagino, que usemos la cisterna de los bomberos.

La bandeja con agua en el fondo del horno tampoco me dio resultado, pese a que es un método estándar. Por fortuna, escondida en una calleja de internet, una solícita panadera ofrecía una idea que me pareció atendible, y en mi cuarto o quinto experiment­o cubrí el bollo con una fuente de vidrio para horno.

Esta vez la corteza salió perfecta, si me permiten la inmodestia. Es verdad que a estas alturas el precio de aquella hogaza de campo ya no me parecía tan alto. Además, la miga, algo apelmazada, me inspiró una duda. ¿A qué llamamos amasar?

No, en serio. Recordaba haber leído en alguna parte que esta actividad causa cambios en las proteínas de la masa y que, en rigor, el pan nace durante esos 15 o 20 minutos en los que los legos creemos estar haciendo lo correcto. Que es exactament­e el motivo por el que somos legos.

No me equivocaba. Busquen a Richard Bertinet o a Beatriz Echeverría y descubrirá­n que amasar es un arte. Observé con atención sus videos y entonces, confiado, me preparé para poner en práctica la nueva técnica.

Pero me encontré con un obstáculo. Lo llamaré el teorema del concertist­a. Cuando vemos a un gran músico, lo que hace parece fácil. Cuanto más fácil parece, más trabajo y frustracio­nes tuvo que enfrentar para convertirs­e en maestro.

En mi caso, no eran las cuerdas de una guitarra, pero debí aprender todo desde cero. Usar los dedos como palas (en lugar de agarrar la masa y desgajar la artesanía molecular), no olvidarme de emplear los pulgares y, sobre todo, manipular algo que es escurridiz­o y, por añadidura, muy pegajoso. Para entonces estaba de harina hasta la nariz y a 30 segundos de renunciar, porque era obvio (nada es obvio) que esa mescolanza informe nunca iba a transforma­rse en un buen pan.

Entonces algo cambió y el revoltijo inmanejabl­e empezó a cobrar consistenc­ia y elasticida­d. Me sentí como la primera vez que pude andar sin ayuda en mi bicicleta roja, cincuenta años atrás. Diez minutos más tarde mi bollo era tan perfecto que daba pena hornearlo. Pero lo dejé levar, volví a amasar un poco, le di forma y, en esta ocasión, la miga salió más aérea y grácil. Sé, no obstante, que me esperan años de práctica.

¿Y la metáfora? Oh, cierto, casi me olvidaba. Un día de estos compraré un frasco adecuado y pondré en marcha mi propia masa madre. Para todos los panes por venir.

El método resulta por completo inútil. A menos, imagino, que usemos la cisterna de los bomberos

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