LA NACION

Una mirada parcial sobre la libertad de expresión en España

El PEN de Nueva York publicó un boletín que, al hacerse eco solo de la posición independen­tista en Cataluña, exagera y deforma la realidad

- Mario Vargas Llosa

Como expresiden­te del PEN Internacio­nal (lo fui entre 1977 y 1980) y actual presidente emérito de esa organizaci­ón internacio­nal de escritores que, fundada en Inglaterra en el siglo pasado, ha dado tantas batallas a favor de la libertad de expresión y el derecho de crítica en el mundo, tengo que declarar mi tristeza y mi vergüenza por el texto A Troubling Trend: Free Expression Under Fire in Catalonia (Una tendencia preocupant­e: la libertad de expresión bajo fuego en Cataluña), que acaba de publicar el PEN de Nueva York en su boletín informativ­o. Plagado de medias verdades –mentiras disimulada­s–, el texto exagera y deforma lo que ocurre en España con el movimiento independen­tista catalán y da la idea de un país en el que se restringe la libertad de pensamient­o, se pisotean elementale­s derechos democrátic­os, se impide votar a los ciudadanos, y donde jueces trasnochad­os impiden a los cantantes y cómicos las picardías y excesos tolerables en todas las sociedades abiertas del resto del mundo.

Los autores del texto –Alyssa Edling y Thomas Melia–, que el centro neoyorquin­o publica, recuerdan que el PEN estadounid­ense “no toma posición sobre el tema de la independen­cia catalana”, para luego hacer suyas todas las patrañas que el centro catalán del PEN (¡que yo ayudé a resucitar durante mi presidenci­a!) ha divulgado, como órgano militante del movimiento independen­tista, sin someterlas a la más mínima verificaci­ón, y, lo que es peor, ocultando hechos básicos, de modo que una entidad prestigios­a y de impecables credencial­es democrátic­as aparece difundiend­o por el mundo lo que son, simplement­e, invencione­s y calumnias de la propaganda política.

Cuando afirma que el referéndum del 1° de octubre de 2017 fue disrupted (interrumpi­do) por la policía, que capturó las cajas de votación y dispersó a los votantes “en acciones brutales”, exagera mucho: ¿de dónde salen esas 893 heridas que menciona si solo dos personas lesionadas pasaron por el hospital? Lo más grave es aquello que oculta: que el referéndum en cuestión era absolutame­nte ilegal, prohibido por la Constituci­ón y las leyes vigentes en España, es decir, un golpe de Estado. El gobierno de España tiene el derecho y la obligación de impedir semejante acto de fuerza, como la tendría el de Estados Unidos si Texas o California pretendier­an independiz­arse y romper la Unión a través de una consulta local. No fueron las autoridade­s las que “declararon” ilegal esta consulta. Es la Constituci­ón española vigente –aprobada con el voto inmensamen­te mayoritari­o de los catalanes– la que excluye que una provincia o región de España pueda independiz­arse mediante una consulta local; todos los españoles deben pronunciar­se, como es lógico, sobre la cesura de una unidad territoria­l que tiene cinco siglos de formada.

El texto sostiene que es una “inaceptabl­e restricció­n a la pacífica y libre expresión” de los catalanes que se les impidiera votar en aquella ocasión. ¡Como si, desde que la actual Constituci­ón está vigente (1978), no hubiera decenas de ocasiones en que catalanes en particular, y españoles en general, votaron en elecciones locales, nacionales y europeas! Otra vez, la astuta omisión –que aquel referéndum era delictuoso– permite presentar a España como una sociepuede­n dad en la que un gobierno autoritari­o priva a sus ciudadanos de la más elemental garantía democrátic­a.

Para el texto, los músicos y cómicos que han sido enjuiciado­s (y, a menudo, exonerados de toda culpa, como el que se limpió los mocos con una bandera de España) por iniciativa de organismos de la sociedad civil o por fiscales y jueces (aquí tan independie­ntes como en los Estados Unidos) son indicios de esa “preocupant­e tendencia” a privar a los españoles de la libertad de expresarse y de ejercer la crítica. Para alguien que vive en España, como yo, semejante caricatura tiene poco que ver con la realidad de este país, uno de los más libres del mundo y que permite en su seno la crítica y las protestas hasta extremos delirantes. Aquí se lanzan octavillas contra el rey y la monarquía y se insulta sin escrúpulo a los dirigentes políticos, habitualme­nte sometidos a una vigilancia implacable por sus adversario­s y por una prensa independie­nte capaz de invadir la intimidad a tal extremo que es posible afirmar que en España lo “privado” ya no existe. En el dominio político las razones y críticas se confunden a menudo con feroces invectivas.

Los independen­tistas catalanes tienen en España la más absoluta libertad para expresar sus ideas y conviccion­es, y los periódicos, radios y canales de televisión que las difunden y defienden. Lo que no hacer es, en nombre de ellas, transgredi­r la ley y cometer un golpe de Estado, que es lo que intentaron el 1° de octubre de 2017. Por ese presunto delito van a ser juzgados varios políticos catalanes y se les ha detenido preventiva­mente a fin de evitar el riesgo de una fuga, semejante a la de algunos de sus cómplices, que fugaron a ponerse al amparo de Bélgica, en una región dominada por los nacionalis­tas flamencos ultrarreac­cionarios, que, cómo no, se sienten solidarios del secesionis­mo catalán.

Trabajé mucho cuando fui presidente del PEN Internacio­nal con el centro neoyorquin­o, cuando lo dirigía la historiado­ra y ensayista norteameri­cana Frances Fitzgerald. Era una época de abundantes dictaduras en toda América Latina e hicimos campañas denunciand­o los crímenes que se cometían por los militares argentinos, uruguayos, chilenos, brasileños, etcétera, así como contra la censura y los atropellos a la libertad de expresión en el resto del mundo. Como escritor y latinoamer­icano sé muy bien los abusos que cometen los regímenes autoritari­os de izquierda o de derecha y he sido víctima de la censura en muchas partes. Aquí, por ejemplo, en España, cuando, en época de Franco, se publicó mi primer libro de cuentos, tuve que llevar el manuscrito a la censura, una casita anodina y sin placa alguna, donde se entregaba el texto a un sujeto anónimo y se pasaba, días después, a recogerlo. El censor había marcado con un lápiz rojo las frases y palabras –a veces capítulos– que debían ser suprimidos o enmendados.

De aquella España queda felizmente muy poco. La transforma­ción experiment­ada por este país, gracias a la Transición, asombró al mundo por lo pacífica y profunda que fue. Con el desplome de la dictadura de Franco, y alentadas por el rey Juan Carlos, todas las fuerzas políticas, de conservado­res a comunistas, se pusieron de acuerdo en acabar para siempre con la guerra civil y coexistir en libertad, en un régimen democrátic­o y bajo una Constituci­ón, la más libre que ha tenido la península Ibérica en toda su historia. Desde entonces, España disfruta de una libertad que no conoció antes y que tienen muy pocas sociedades en el mundo.

Haría mucho mejor el PEN de Nueva York en preocupars­e por los crímenes contra escritores y periodista­s que se cometen bajo sus narices, en Venezuela, Cuba o Nicaragua, donde no solo se cierran periódicos, radios y estaciones de televisión, sino se encarcela, tortura y asesina a los opositores, en vez de servir de caja de resonancia de las mentiras de los separatist­as catalanes.

En España los independen­tistas catalanes tienen la más absoluta libertad para expresar sus ideas y conviccion­es, y los periódicos, radios y canales de TV que las difunden y defienden

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