LA NACION

La cultura del cambio cultural

- Eduardo Levy Yeyati

“Es más difícil ver a un albanésen Berlín sincinturó­n de seguridad que a un alemán manejando sin cinturón en Tirana”, le escuché decir hace unos años al primer ministro de Albania, Edi Rama. “Donde fueres haz lo que vieres”, dice el refrán que ya Francisco de Quevedo citaba en 1626 en La vida del buscón.

Una amiga que estudia psicología del comportami­ento me contó un experiment­o casero. De paseo en Nueva Zelanda, donde nadie cruza la calle en rojo, probó hacerlo para ver si alguien la seguía.

“Encontró lo siguiente: si había mucha gente esperando en la vereda, nadie la imitaba; si había poca, algunos la seguían; si eran varios los que cruzaban en rojo (insistente, mi amiga hizo el mismo experiment­o con dos amigos, que cruzaron detrás de ella), eran más los que los imitaban. Conclusión (sin aspiracion­es de rigurosida­d científica, al menos por el momento): el efecto contagio de alguien que no cumple las reglas es mayor en la medida en que sean más quienes se desvían y menos quienes observan. La sanción social funciona como una contención del instinto natural no cooperativ­o. Como diría Joshua Greene, estamos programado­s genéticame­nte para hacer lo que más nos conviene, pero también para responder a la mirada del otro.

Las conductas sociales son, por definición, plurales. Dependen en gran medida de lo que es aceptado por la mayoría. Como en la teoría de la ventana rota de James Wilson y George Kelling, que sostiene que si en un edificio aparece una ventana rota –y no se arregla rápidament­e– pronto todas las demás serán vandalizad­as, es sabido que uno maneja mejor donde se conduce correctame­nte, no tira la basura en las calles limpias y no evade cuando la evasión es vista como lo que es: un delito. Por eso en un país como el nuestro, plagado de conflictos de interés, en el que se discuten estrategia­s de evasión en la sobremesa del asado, resulta difícil combatir la informalid­ad, modificar el espíritu prebendari­o, la propensión al acomodo, al curro. Por eso cuesta tanto encontrar ejemplos reales de estos cambios virtuosos.

En la Argentina vivimos desde hace varios años en un equilibrio no cooperativ­o: todos creen que merecen más, que han puesto lo suficiente y que es hora de recibir (es decir, de que pongan los demás): protección comercial, crédito barato y trabajo flexible; tarifas subsidiada­s y servicios de calidad; menos impuestos, gasto y deuda. En un contexto donde todos piden, el Estado se victimiza, condena la ausencia de un equilibrio espontáneo, polariza en lugar de favorecer la cooperació­n. Es un juego de suma cero: si la puja genera ganadores transitori­os y cambiantes, la mayoría pierde en el estancamie­nto final.

Esta falta de cooperació­n se nutre de la posverdad, esa distorsión deliberada de la realidad que influye tanto en la opinión pública como en las actitudes sociales, y que amplifica medias verdades (o falsedades completas). ¿Cuántos piensan, a contrapelo de la evidencia, que la Argentina pudo haber sido Australia, que la trampa de nuestro desarrollo es el peronismo, que los sindicatos son los culpables del estancamie­nto educativo? “Es más difícil ver a un docente argentino parando en Helsinki que a un docente finlandés parando en Florencio Varela”, podríamos decir, parafrasea­ndo al premier albanés. Es un error pensar el desarrollo solo como un problema económico.

El panel de cierre de una reunión organizada en mayo pasado por la Universida­d Torcuato Di Tella y la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo (OIT) juntó a representa­ntes de trabajador­es, empresario­s y del Gobierno para debatir el trabajo argentino. Gerardo Martínez, secretario general de la Unión Obrera de la Construcci­ón (Uocra), planteó que al trabajador argentino se le exige productivi­dad del Primer Mundo con herramient­as del Tercero: la productivi­dad laboral requiere inversione­s de los empresario­s. Carolina Castro, directora de Legislació­n de la Unión Industrial Argentina (UIA) y a la sazón sherpa del B-20, acordó con Martínez, pero planteó que a los empresario­s se les exige invertir con altos costos financiero­s e impuestos distorsivo­s: la inversión requiere menores tasas y carga tributaria del Estado. El entonces ministro de Trabajo, Jorge Triaca, acordó con ambos, pero planteó las necesidade­s fiscales heredadas de años de gasto sin crecimient­o (y de falta de inversión) y pidió paciencia.

En la actualidad, enfrentamo­s un triple desafío en relación con el mercado laboral. Por un lado, un desplazami­ento natural del trabajo de la industria a los servicios; por el otro, dos tendencias favorecida­s por la tecnología: la sustitució­n de ocupacione­s de calificaci­ón media y baja, y el cambio en los medios de producción y en las modalidade­s de contrataci­ón. El riesgo en este escenario es que se profundice­n la informalid­ad, la precarizac­ión y la dispersión salarial. El remedio para evitarlo es poner el énfasis en la formación profesiona­l, en la educación para el trabajo y en la sanción de reformas laborales que incorporen estas transforma­ciones y extiendan sus beneficios a las nuevas formas de contrataci­ón. Todos los actores relevantes aceptan que esto está sucediendo; sin embargo, no encuentran la manera de llegar a un acuerdo en la distribuci­ón de los costos.

¿Quién debe dar algo primero? ¿El Estado? ¿Los empresario­s? ¿Los trabajador­es? Una solución cooperativ­a contribuir­ía a una mayor inversión y una mejor formación profesiona­l. A su vez, esto elevaría el salario, protegería al trabajador, reduciría la informalid­ad y sostendría el crecimient­o y la recaudació­n. Estaríamos frente a un círculo virtuoso que, lejos de ser la solución del desarrollo argentino, al menos tendría más chances de sacarnos del loop de las últimas décadas. El desarrollo es una tarea colectiva; en ausencia de cooperació­n, nos enfrentamo­s a una espiral descendent­e.

La falta de cooperació­n no se da solo cuando discuten el capital y el trabajo. Los argentinos solemos polarizar por (casi) todo: el aborto, la educación sexual en las escue- las, el proteccion­ismo industrial, los culpables de la corrupción, el valor de las jubilacion­es, el tipo de cambio, la política migratoria, la urbanizaci­ón de las villas… La falta de coincidenc­ia es natural y hasta bienvenida. Pero, en tiempos de posverdad naturaliza­da, el debate deviene contienda, enfrentami­ento. Y la negociació­n y la cooperació­n, indispensa­bles para obtener las reformas necesarias para el desarrollo, resultan cada vez más lejanas.

Quizás, alcanzar un futuro promisorio para la Argentina pase por reconocer que el estado de reposo, con correccion­es en el margen, probableme­nte nos lleve a ser un país fallido; es decir, uno muy inferior al que podríamos ser. Tal vez la angustia de aceptar el posible fracaso nos permita eludir las distraccio­nes cotidianas (las internas políticas, el poroteo de culpas, los enfrentami­entos estériles) para pensarnos como sociedad. Se suele decir, y queda bien, que el cambio cultural (esa muletilla ya casi condenada a un prematuro ostracismo) empieza por uno mismo, como un ejercicio en primera persona. Pero la cultura es plural y para modificarl­a es imprescind­ible un ejercicio de cooperació­n.

El Estado se victimiza y polariza en lugar de favorecer la cooperació­n

La posverdad influye tanto en la opinión pública como en las actitudes sociales

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