LA NACION

La única calesita porteña que funciona en el patio de una casa

Luis Rodríguez, un calesitero apasionado, la instaló en 1965 dentro de su vivienda de Liniers; hoy, en manos de su ahijado, abre todos los fines de semana

- Pablo Mascareño

“Puedes imaginar que vuelas, puedes imaginar que galopas”. La leyenda de la Asociación Argentina de Calesitero­s y Afines es toda una declaració­n de principios. Acaso esa máxima sea la piedra basal que guio a Luis Rodríguez a lo largo de décadas. Don Luis, como lo llamaban todos, no fue un calesitero más. Hizo de su oficio una forma de vida. Ofrendó su vida a esa fantasía giratoria de caballos, avioncitos y autitos multicolor­es. Dio todo por los niños. Quizá porque nunca se casó ni tuvo hijos, allí, en su amada calesita, encontraba la razón de su existir.

Vivió 93 años y tal fue su pasión por su calesita que no dudó en montarla sobre el propio jardín de su casa en Liniers, justo en el límite con Villa Luro. Allí, en la esquina de Ramón Falcón y Miralla, aún da vueltas desafiando el paso del tiempo gracias al entusiasmo heredado por José Luis Rodríguez, ahijado de don Luis.

“Lo mejor de este trabajo es ver felices a los chicos. A esta calesita ahora llegan abuelos y bisabuelos que venían cuando eran niños. Por acá pasaron cuatro generacion­es”, explica Rodríguez, quien de lunes a viernes se dedica a otros menesteres, pero espera ansioso el fin de semana para levantar la lona verde y hacer girar la maquinaria.

Don Luis Rodríguez nació un 4 de noviembre. Es por esa razón que en esa fecha se celebra el Día del Calesitero. Falleció el 28 de junio de 2013, víctima de una neumonía. Hasta poco antes de morir, estuvo allí, firme. “Abría de lunes a lunes, aunque no hubiese nadie. Se ponía a charlar con los vecinos que pasaban por la puerta o a hacer el mantenimie­nto de la calesita. Le gustaba que estuviese impecable. Jamás lo vi de mal humor ni enojado. Siempre sonriente. Cuando llegaban los chicos, se volvía loco”, explica su ahijado.

¿Quién no soñó con quedarse por siempre allí adentro? Día y noche. Don Luis lo logró. Vivió con la calesita dentro de su casa. Aunque no siempre fue así. “La calesita original la compró usada el padre de don Luis en 1920. O sea que esta calesita tiene casi 100 años”, confirma su actual propietari­o.

Cuando aún vivía el padre de don Luis, salían de gira por las kermeses de los pueblos. Iban seguido a 25 de Mayo y Saladillo. Desarmaban la calesita y la subían al tren. “Con los años, tuvo algunas modificaci­ones. De hecho, el techo original era de lona y no de chapa, como el actual. Estuvo en Floresta, frente a la estación. Y también en la avenida Álvarez Jonte y Baigorria. Pero una vez le robaron la lona, así que decidió llevársela a su casa para tener mayor seguridad.

Cuando la llevó, tuvo que achicar el diámetro del jardín de la vivienda para hacerla entrar. Desde 1965 que arrancó acá, y nunca más paró”, relata.

La casa de don Luis es sumamente bella. Y está conservada en perfecto estado. Paredes de principios de siglo pasado, pisos de madera lustrosos, celosías y la inconfundi­ble disposició­n de cuartos que ventanean hacia el patio permiten imaginar la vida de don Luis junto a su madre: “Ella estaba muy enferma y él la cuidaba mientras atendía la calesita”, explica su ahijado, quien heredó la pasión y hoy transcurre sus sábados y domingos recibiendo a los chicos del barrio y alrededore­s.

Resistenci­a

A pesar de los cambios en el paradigma de diversión de los niños tecnología mediante, aún la calesita resiste con hidalguía. Forma parte de la vida de todos y de la cultura popular de una ciudad que cuenta con más de 60 y que las considera de valor cultural, según la ley porteña 2554, que las protege y venera. Cuando don Luis llegó a los 90 años, el gobierno de la ciudad le obsequió una torta de 90 kilos y los vecinos se amucharon para cantarle el “Feliz cumpleaños”. Esos mismos vecinos son los que cuando falleció encendiero­n velas y dejaron cartas pegadas en la verja que separa el predio de la calle.

“En los comienzos andaba con un caballo. Cuando el animal escuchaba la canción que emitía el organito, la hacía girar. Cuando paraba el organito, el caballo paraba”, detalla Rodríguez. Aquel equino se llamaba Rubio. Hoy, su nombre está impreso en uno de los caballitos de la calesita a modo de recuerdo. Luego funcionó con un motor a explosión de auto. Y ahora a electricid­ad.

Como toda calesita, a un costado se levanta la casita con los controles de mando que también oficia de boletería. Pero aquí no hay boletos, sino fichas especialme­nte diseñadas por don Luis. La palanca de mandos está rodeada por un escaparate que alberga una bandeja tocadiscos, un reproducto­r de casetes y otro de discos compactos. “Todos funcionan”, dice Rodríguez.

La sortija, también diseñada por don Luis, es la recompensa más esperada por los chicos, que apelan a su habilidad para ganarse una vuelta gratis. Tres minutos más de ilusión, fantasías, de creerse jinetes, aviadores o pilotos.

“Cuando don Luis partió, me daba lástima que se cerrara. Su deseo era que la calesita siguiese funcionand­o de alguna manera. Lo hablé con mi familia y mi señora me estimuló. Así que el Día del Niño del año en que falleció don Luis la pusimos en marcha nuevamente”, dice José Luis, padre de dos hijas ya grandes.

Hoy, la calesita sigue abriendo los sábados y los domingos desde las 17 en Ramón Falcón 5990.

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Alejandro guyot La calesita de don Luis, una curiosidad en la esquina de Ramón Falcón y Miralla

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