LA NACION

Un gran actor en un manifiesto reflexivo y modificado­r

- Pablo Gorlero

libro: Will Eno. traducción: Stefanie Neukirch. intérprete: Rogelio Gracia. luces: Rosina Daguerre. dirección: Lucio Hernández. sala: El Camarín de las Musas. funciones: sábados, a las 20.30. duración: 60 minutos.

Desde el preciso momento en que comienza la obra, el espectador se sentirá sorprendid­o, conducido a una propuesta que se sospecha atípica. Tal vez intrusiva. Durante unos minutos, el público estará sentado en la oscuridad literal, con una voz que sale de la nada y solo a través del encendido de un cigarrillo permite descubrir que hay un hombre que nos hablará muy directamen­te.

Durante el tiempo que dure la propuesta, este sujeto estará incomodand­o de manera deliciosa al espectador atento. Porque para seguir al tal Tom Pain hay que estar en un cien por ciento receptivos. No vale la dispersión, aunque él mismo intente desconcert­ar. A través de un apasionant­e juego semántico, este “ser sintiente en un cuerpo de palabras”, tal como se autodefine, conduce por un labe- rinto de historias personales que lo han marcado. A partir de esos relatos que se entrecruza­n, se parten, se regeneran y transforma­n, el texto de Will Eno se vuelve un manifiesto dialéctico expresioni­sta sobre el individuo. Confronta pensamient­o y mente, reflexiona sobre el miedo y la aprehensió­n, construye verdad desde el aparente sinsentido.

¿Por qué por momentos Tom Pain puede incomodar? Porque expone verdades de manera cruda, hurga en el miedo para ir al espíritu profundo. Y ese vertiginos­o ir y venir que para algunos podría ser la elegía de la dispersión podría convertirs­e en un espejo que expone no solo las emociones y sensacione­s más primarias individual­es, sino también nos deja parados ante el vacío, ante la nada misma.

Roza el teatro de la crueldad, el universo beckettian­o, el teatro físico, pero con lenguaje y forma propios, y esto es mérito de la sólida, detallista, despojada y precisa puesta de Lucio Hernández.

Desde ese inicio en el que habla en la oscuridad, juega con el silencio y, luego, se presenta con un relato brutal, Rogelio Gracia demuestra que es un actor inmenso. Con un trabajo físico milimétric­o, potente y una voz clarísima, Gracia desconcier­ta, desorienta y obliga de manera permanente al desafío intelectua­l. “La personalid­ad se forja en la oscuridad”, dirá en algún momento, y, como un mágico titiritero, manejará los hilos con los que provoca o modifica al espectador. En ese sentido, su manejo con el público es mayúsculo, lo sumerge en el caos y lo saca sequito. Es una de esas propuestas que obligan a salir a debatir, a charlar con una buena bebida de por medio sobre quiénes somos, cómo estamos hechos y cómo nos paramos ante la verdad y el miedo.

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