La tragedia de una memoria infinita
No recuerdo (no es una broma; creo que acababa de leer La memoria de Shakespeare, de Borges) de qué modo conocí la desaventurada historia de S. Puedo reconocer, sí, la razón del interés que despertó en mí. Es casi mi opuesto. No es además la genial invención ni el sueño de un demiurgo: su historia, cierta y fatalmente memorable, transcurre en Rusia, a comienzos del siglo pasado. No es sencillo olvidarla, aunque extraviarla sería un modo de rendirle tributo a quien padeció hasta la locura de memoria infalible.
Solomón Veniamínovich Shereshevski (18861958) era periodista de oficio en un periódico de Moscú. Cuando el jefe de noticias del diario reunía a los cronistas para asignarles las tareas del día, le parecía extraño que el joven redactor no anotara las instrucciones como lo hacían sus colegas. Soltaba direcciones, horarios, nombres, pero Shereshevski parecía empecinado en desoírlo. Pensó al principio que se burlaba. Pero, al cabo del día, la tarea había sido minuciosamente hecha.
Cuentan, la historia merece ser cierta, que una vez le encargaron oír un fatigoso discurso que luego debía mecanografiar en unas cuartillas. Shereshevski, seguro de sí y acaso algo engreído, escuchó la conferencia sin pestañear ni tomar notas; en cuanto llegó a la redacción, la replicó sin un solo error. Alguien reconoció la extravagancia y pensó que un caso tan extraordinario debía asombrar aun a los científicos.
Dócil, tal vez curioso ante su naturaleza inaudita que lo hacía tan distinto de todos los demás, Shereshevski se avino a asistir a un instituto de psicología en Moscú. El neurólogo que lo atendió, Alexander Luria, supo de inmediato que estaba ante un prodigio. La memoria de S. era absoluta. Solo Borges había soñado esa fatalidad.
En ese primer encuentro, en 1929, el médico escribió en una pizarra una serie de palabras y fórmulas matemáticas. S. (así lo llamó en The Mind of a Mnemonist, el libro en que recogió esa vasta experiencia) las repitió sin fallos; recordó luego poemas en lenguas que desconocía y pasajes de la Divina Comedia en italiano. Seis años después de esa sesión, el médico quiso saber si el paciente aún recordaba las primeras estrofas del Infierno del Dante. S. pronunció cada palabra sin un solo fallo. Ni el paso de los años menguó la memoria infalible de S. Era Funes, el compadrito de Fray Bentos.
Al cabo de dieciséis años del encuentro inaugural, Luria quiso saber si el paciente aún recordaba la cifra con que lo había desafiado cuando se conocieron. S. rememoró aquellos números inauditos de manera implacable. Había en aquella destreza que encandilaba a los otros algunas sombras tenues. S. no podía ejercitar abstracciones ni establecer correspondencias; al pronunciar un texto, sin importar si este era en su idioma o en una lengua extranjera, no siempre comprendía el sentido de las palabras. Esa limitación era aún más funesta cuando tenía delante una poesía: su exacta destreza no le permitía desentrañar una metáfora.
Para ganarse unos pesos, acaso secretamente impulsado por la vanidad que le producía la admiración que su portento despertaba, empezó a exhibir su memoria implacable en espectáculos de feria o de circo. Pedía al público que lo retara dictándole series de números y palabras en combinaciones extravagantes, y sencillamente las repetía sin tropiezos. Envalentonado por el aplauso que recibía cada noche, cierta vez decidió doblegarse en dos funciones, pero el narcisismo o el afán de lucro le infligieron la peor derrota:
Ni el paso de los años menguó la memoria infalible de S. Era Funes, el compadrito de Fray Bentos
durante la segunda función, cuando un público renovado le pidió que memorizara cifras y frases igualmente insólitas, no consiguió olvidar las de la primera y cayó en un estado de confusión extrema. La memoria infinita lo condujo a la locura. Otros que procuraron reconstruir su historia aventuran que su decadencia llegó con la persecución de los judíos que hizo el régimen stalinista. Shereshevski había declinado colaborar con los servicios secretos.
También a él lo aguardaba la desdicha que trae lo absoluto. En el crepúsculo de su vida, derrotado por su memoria infalible, anotaba palabras sueltas en trozos de papel que incineraba con el afán de olvidarlas, pero luego decía que las veía en las implacables cenizas.
Murió el 1º de mayo de 1958. Quizá sea una fantasía popular o una broma: cuentan que pasó los últimos años de su vida bebiendo para olvidar.