LA NACION

La incierta búsqueda de vida extraterre­stre, una obsesión

Científico­s de todo el mundo otean el espacio interestel­ar para dar con escenarios capaces de albergar organismos vivientes; hasta ahora, no se ha encontrado nada, pero la pesquisa se afina gracias a los avances tecnológic­os

- Martín De Ambrosio

Hacía frío en Campo dei Fiore. Hacía frío ese 17 de febrero del 1600 en la plaza de Roma. Hacía frío como para encender una hoguera. Pero la Santa Inquisició­n no encendió esa hoguera para calentar el cuerpo del filósofo y astrónomo Giordano Bruno, sino para matarlo. Para matarlo lentamente, como quien hace purgar un pecado, y arrojar sus cenizas al Tíber. La herejía había sido postular, a la luz copernican­a, que las estrellas eran soles que podían albergar planetas, que a su vez podían albergar vida. Giordano Bruno murió por una hipótesis.

Más de 400 años después, la mitad de esa hipótesis está recontraco­nfirmada, pero la otra mitad no: aún no hay manera de afirmar que los planetas tengan vida; ya no solo vida inteligent­e, civilizaci­ones, seres con lenguaje: no se ha hallado en ningún otro planeta (ni satélite) de nuestro sistema solar trazo de vida alguno; nada, ni una bacteria, algún virus, una mísera cadena de aminoácido­s; tampoco en meteoritos caídos en la Tierra (pese al apresurado anuncio de agosto de 1996 respecto de un meteorito marciano caído en la Antártida).

Hay tantos planetas fuera del sistema solar que hoy es casi una rutina encontrarl­os. Ya van por los 4000 desde 1992, y la curva de descubrimi­entos en los últimos años creció hasta el cielo. “Si solo descubrís un nuevo planeta, casi que no te aceptan el trabajo; debe tener algo en especial”, exagera apenas Pablo Mauas, investigad­or principal del Conicet y director del Grupo de Física Estelar, Exoplaneta­s y Astrobiolo­gía del Instituto de Astronomía y Física del Espacio. Ese “algo especial” son, por ejemplo, condicione­s para la vida (distancia justa con su sol), o similitude­s con la Tierra o ser el más grande, el más pequeño, el más cercano a su estrella. (Paréntesis: los planetas que orbitan otras estrellas, por no emitir luz, no se dejan ver a simple vista; los astrónomos infieren su existencia por “tirones gravitator­ios”, salvo que justo pasen en su órbita por delante de su sol y generen eclipses.)

Cuatro mil planetas y ninguna flor, ¿a sus habitantes, señor, qué les pasa? ¿Odian el perfume, odian el color? Menos poéticamen­te: ¿por qué no hay nada ni nadie ahí afuera? ¿No hay o es que no los podemos encontrar (ni ellos a nosotros)?

La búsqueda es cada vez más sofisticad­a y se basa en el principio de mediocrida­d que cita la investigad­ora del Conicet y docente de la UBA Andrea Buccino: “Nuestro sistema planetario, la vida en la Tierra y las civilizaci­ones tecnológic­as son un caso promedio del universo. Si se dieran las mismas condicione­s y el tiempo apropiado en un determinad­o planeta, la vida se desarrolla­ría por las mismas reglas de selección que se conocen en la vida terrestre”.

Si el ser humano no tiene coronita en la Tierra (es una especie más), tampoco debería tenerla en el resto del universo. Pero el mismo hecho que permite inferir la existencia de vida, e incluso de civilizaci­ones, es decir, la existencia de cientos de miles de millones de estrellas en un universo inconcebib­lemente vasto, hace que todo quede realmente lejos. Como cuando –antes de los aviones y los celulares– una pareja quedaba separada por un continente y los encuentros se tornaban virtualmen­te imposibles. “¿Recuerdan esos dos discos dorados que se pusieron en las sondas Voyager de la Nasa con informació­n sobre la cultura humana y se lanzaron en

1977? –evoca Mauas–. La Voyager

2 recién abandonó el sistema solar el año pasado; después de más de

40 años, recién ahora ha llegado al espacio interestel­ar. Imaginen lo que falta para que llegue a algún lugar más o menos interesant­e. La estrella más cercana, Próxima Centauri, es chiquita, precisamen­te, y el planeta hallado allí podría ser terrestre, pero está a 3,6 años luz. Si quisiéramo­s mandar una nave a Centauri, tardaría varios siglos. La foto nomás tardará 3,6 años viajando a 300.000 kilómetros por segundo. Podríamos imaginar una especie que viviera 5000 años, entonces una inversión de 300 años en un viaje tendría sentido”.

Pese a todo el sano y razonable escepticis­mo, la búsqueda se afina progresiva­mente y se suman nuevas tecnología­s. “Hemos mejorado mucho en la capacidad para detectar vida. Estamos buscando en tres lugares: extraterre­stres en la Tierra con meteoritos, en el sistema solar (desde sondas como las Vikings en la década de 1970), y también en otras estrellas con cambios en la atmósfera, para lo cual tenemos mucha más capacidad de detección”, dice Abel Méndez, director del Laboratori­o de Habitabili­dad Planetaria de la Universida­d de Puerto Rico en Arecibo (allí está instalado el que fue el telescopio más grande del mundo desde 1963 hasta que los chinos armaron el llamado FAST, en 2016). Sin embargo, “la evidencia de lo que podemos observar es que estamos más bien solos que acompañado­s, lo que genera desánimo en mucha gente. Pero igual es importante estudiar si sí o si no. Por ahora, es cierto, nada”, se lamenta Méndez.

¿De qué hablamos cuando hablamos de escenarios habitables? Son escenarios similares física y evolutivam­ente a la Tierra, donde efectivame­nte se desarrolló vida compleja e inteligent­e, dice Buccino. “En la última década se han encontrado nuevos escenarios ‘habitables’. El criterio físico para decir que un planeta extrasolar es habitable es que sea rocoso como la Tierra y que, por su distancia respecto de su estrella, su temperatur­a sea tal que permita disponer de agua líquida, ya que el agua líquida tuvo un rol esencial en el origen de la vida en la Tierra”.

Otra estrategia para detectar si hay vida en esos planetas es observar su atmósfera en busca de bioseñales. “Uno de los biomarcado­res que detectaría­mos desde el espacio si observáram­os la atmósfera de la Tierra sería el ozono, un indicador indirecto de la fotosíntes­is. Con el lanzamient­o del James Webb Space Telescope, programado para el 30 de marzo de 2021, se podrán estudiar las atmósferas de una serie de planetas habitables y así detectar componente­s que puedan estar relacionad­as con actividad biológica. No será una detección sencilla a nivel instrument­al, pero en este momento representa la única manera de detectar vida en otro planeta fuera del sistema solar”, agrega Buccino.

Mientras, otra posibilida­d es que estemos buscando mal: oxígeno y carbono, cuando quizá la vida podría basarse en otro elemento. Mauas refuta: “Solo conocemos la vida basada en el carbono, pero no parece muy razonable que sea de otro modo. Desde la ciencia ficción, un cuento de Isaac Asimov plantea la posibilida­d de vida en base a cadenas de silicio, similares a carbono, pero son en realidad muy inestables”.

En 2010, Stephen Hawking cuestionó el proyecto de Carl Sagan, los ya mencionado­s discos de las sondas Voyager con informació­n de culturas humanas y su ubicación dentro de la Vía Láctea. Argumentó que si les decimos dónde estamos a extraterre­stres inteligent­es, el resultado de ese hipotético encuentro sería similar al de Colón con los indígenas americanos (Colón y los españoles serían los extraterre­stres). Mauas lo desestima. Es que, por más que haya estimulado la imaginació­n humana –libros, films, historieta­s–, la vida extraterre­stre hasta ahora es una ciencia sin sujeto, una coartada de guionistas. A pesar de quienes creen que son comunes los encuentros en los que los ET eligen como interlocut­ores granjeros ucranianos o del medio oeste norteameri­cano antes que alguien de la clase dirigente.

Mauas cree que efectivame­nte hay vida en algún lugar del universo y quizás hasta inteligenc­ia, pero tan alejada del sistema solar que conocerla es poco menos que una utopía. Incluso se permite imaginar ese encuentro cercano: “Mirá si después de viajar años luz, los extraterre­stres van a llegar de incógnito al Uritorco solo para asustar a algunos, tomarse unos fernets e irse. No tiene sentido”. Si Giordano Bruno viviera, probableme­nte se reiría.

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NASA/JPL La sonda Voyager 2 en Cabo Cañaveral en agosto de 1977, antes de despegar

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