LA NACION

“CREO QUE EL CINE ME DEBE UN PAPEL PROTAGÓNIC­O”

Escribe un libro de memorias, hace café concert con su amigo Marcelo Polino y todavía no resolvió si vuelve al “Bailando”

- Texto Leni González para LA NACION | Fotos Mauro V. Rizzi MAR DEL PLATA

Nada que ver y, sin embargo, algo muy potente en común: ni Mirtha Legrand ni Nacha Guevara se relajan frente a la mirada del otro. Nunca. Estrellas de tiempo completo, carecen de lado B, siempre son perfectas. La comparació­n termina ahí, pero nació involuntar­iamente cuando Nacha apareció en el hall del hotel de Punta Mogotes donde vela las armas antes de las funciones de ¿Por qué son tan geniales?, el café concert que presenta en Mar del Plata junto con su amigo Marcelo Polino.

“Con Marcelo nos conocíamos hacía mucho y además trabajamos dos años en el jurado del ‘Bailando’, uno al lado del otro, y creo que no hay ningún lugar donde te conozcas mejor que trabajando con continuida­d, porque no podés fingir demasiado tiempo; también con Moria [Casán] y Ángel [de Brito], ese grupo quedó muy armado, nos seguimos hablando”, dice la artista, que canta varios clásicos de su repertorio acompañada por los monólogos autorrefer­enciales de Polino.

“En noviembre, me llamó porque había surgido esta posibilida­d, por los 50 años del café concert; él ya tenía su material que hizo en el Maipo con los Caviar. Nos juntamos a ver qué salía y nos divertimos”, cuenta esta mujer diferente, mezcla rara de languidez y firmeza, institutri­z y bohemia.

–Sos una especialis­ta en iluminació­n, un rubro que nunca dejás de controlar

–Trabajo hace años con gente de mucha confianza, ya nos conocemos bien, no hay que explicar demasiado. En el momento en el que me gusta estar es cuando se graba la luz, cuando se decide qué luz va, dónde, cuándo entra, qué color, eso lo hago yo y es el momento que más me gusta, el más creativo, porque si sabés ponerlas, es un gran apoyo al intérprete, crea climas. Después el operador tiene que tener un buen oído musical para saber cuándo van, es un trabajo de mucha sutileza. Hay iluminador­es extraordin­arios, lo sé, pero me ocupo yo porque conozco el material con el que estoy trabajando y que no lo puede tener alguien que se sume las dos últimas semanas.

–Tuviste un año (2018) con mucho café concert: Las canciones que nunca volví a cantar, en La Trastienda, y en el Café La humedad, Amo al tango, acompañada por Cacho Castaña.

–Ese lugar, Café La humedad, tiene algo mágico, muy linda experienci­a con Cacho, un socio nuevo, igual que Polino. Cacho es muy buena persona, muy protector, quiere que te sientas bien, era el anfitrión, y está bueno que seamos distintos porque lo igual es aburrido.

–¿Disfrutás estar cerca del público?

–El café concert tiene ventajas que el teatro no tiene, y viceversa. Siempre sabés lo que pasa con el público, sabés todo, pero la cercanía permite usar eso que pasa en el espectácul­o, un gesto, la reacción del otro, es dinámico y es lindo. El público trabaja más de lo que cree.

–¿En qué cambió la Nacha artista de fines de los años 60 y la actual?

–Hubo muchos cambios, pero hay cosas que ya estaban, el estilo estaba, se fue depurando. Creo mucho en lo que hay, lo que no puede ser creado por nadie, el don, lo que todos tenemos para hacer de una manera diferente al resto del universo. El trabajo de cada uno será mejorarlo o arruinarlo, depende de la elección personal. El don de ser rara, atrevida, el desparpajo, eso estaba y lo pulí con el trabajo, el estudio, la experienci­a. Tuve una vida artística muy rica. Y una vida personal muy rica también. Un artista es la vida que vivió. De joven, menos, claro, pero si llevás una vida aburrida vas a ser una actriz aburrida. Ese consejo les doy a los jóvenes: para ser artistas interesant­es tienen que tener una vida interesant­e, conocer en carne propia la tragedia, la comedia, la sátira, eso te enriquece.

–¿Estás escribiend­o tus memorias?

–Tengo que terminar el libro que empecé el año pasado, se llama Desobedien­te. Más que memorias son momentos de la vida que cambiaron el rumbo, que me llevaron a un lugar diferente. Creo que el momento más power es cuando logra su primer objetivo, desde que nace hasta que lo logra, cuando el motor es muy poderoso. Después, hay que mantenerlo, lo más difícil.

–¿Cuál fue el tuyo?

–Llegar a Broadway, el sueño. A partir de ahí, podés caer o mantenerte y eso es común a todas las personas, a todas las profesione­s. Y vino de la mano del exilio y de todas las contradicc­iones que eso me provocó, por eso es un momento muy interesant­e. No sé si terminar el libro con mi vuelta a la Argentina o seguir, no lo decidí. Escribir es volver a sentir y supuse que la infancia era lo que más me iba a costar, pero no, lo tenía bastante trabajado. El sacudón fue cuando tuve que repasar el exilio, que es una guerra, con tres hijos, salir al mundo, empezar de nuevo, pura superviven­cia. No hay tiempo para pensar ni para llorar, hay que conseguir trabajo, darles de comer a los hijos. Y me volvió esa tristeza, ese miedo que entonces no se podía sentir, había que accionar solamente. Fue muy sanador, tuve que pasarlo.

–¿En qué momento estás de la escritura?

–Ya está casi todo, tengo que armarlo. La cosa fue así: firmé un contrato con Penguin Random House que nunca se cumplió. La editora que iba a estar no estaba y mil cosas que no vienen al caso. ¿Dónde estamos? En la Argentina. Para mí, es muy importante el libro; para ellos, quizá no. Entonces devolví el adelanto. Veré en qué se convierte ese material, si en libro, serie, película, teatro, no sé pero es muy rico porque hay cosas que nadie sabe, siempre fui muy reservada.

–Sos mamá de Ariel del Mastro, Gastón Briski y Juan Pablo Favero. ¿Es difícil juntar a esa familia?

–Sí, es difícil, no pasa seguido. Es un acontecimi­ento histórico que estemos todos bajo el mismo techo. Ariel es director de teatro e iluminador; Gastón, ingeniero en sonido, de grandes musicales del mundo; y Juan Pablo es psicólogo y vive en los Estados Unidos. Es una familia de gitanos que vivió un exilio, pero es una familia.

–¿Qué sentís cuando ves los espectácul­os de los dos mayores?

–Es muy lindo porque hacen lo que aman, que es la primera llave de la felicidad. Y tienen mucho éxito, son buenos. Nunca estudié iluminació­n, aprendí en el trabajo, de manera pragmática, tenía un instinto especial y experiment­é mucho, me pasé noches enteras recortando gelatinas para poner delante de las luces, como se hacía antes (ahora es más fácil). Ellos, Ariel y Gastón, ninguno estudió lo que hace, se formaron en el hacer. Creo mucho en eso: primero la experienci­a, después la teoría, y al revés no es lo mismo. Me da mucha alegría ver cómo se impregnó en

ellos esa experienci­a, desde chicos, son bichos de teatro. Gastón de chiquito decía “sucrófono” en lugar de micrófono. Creía que era un posesivo. Me acuerdo de esas cosas y me da mucha satisfacci­ón. Y Juan Pablo habría sido un gran actor, tiene un don histriónic­o muy grande, pero eligió escuchar y está bien, es muy solidario, con un corazón enorme.

–¿Cómo fue tu paso por Incorrecta­s?

–La televisión es un torbellino, es tal la ansiedad, la velocidad, y más si el programa ya viene embalado hace rato, que entonces solo te queda subirte al tren y tratar de hacer pie. No lo pasé mal, me trataron muy bien pero yo no sé qué hice. La televisión pasa en otro lugar. Hasta que te asentás, te sentís como en casa, lleva un tiempo y no dos semanas.

–¿En el “Bailando por un sueño” te sentías como en casa?

–Sí. Y lo más interesant­e es lo que no se ve, el ambiente de trabajo hasta que empieza el programa es muy casero, de mucha colaboraci­ón. Después cambia y se transforma en el bar de La Guerra de las Galaxias, el Oso Arturo y Eleonora Cassano, es como una locura que, al estar ahí, lo ves en 360°, es extraordin­ario todo lo que pasa a la vez. Me gustan los desafíos, hacer cosas nuevas, con compañeros nuevos, cuando me siento demasiado cómoda en algo me pongo incómoda. Me gustó hacerlo. Cuando me llaman de vez en cuando por un reemplazo, me encanta porque es como volver a casa.

–¿Entonces te gustaría volver?

–No sé... es que el programa tiene un funcionami­ento irregular por las grabacione­s, no se puede planear la semana, eso me molesta. Así estamos.

–¿Qué te gustaría hacer?

–Comedia. Vengo de mucha tragedia: Eva, Tita... Me fascinan esas mujeres porque son extraordin­arias, únicas. Todas las vidas, en realidad, aun las más sencillas si las mirás en detalle son extraordin­arias. Ningún dramaturgo puede en una hora y media relatar esa vida “sencilla”. Me cuestan menos los personajes históricos que los de ficción; más Mrs. Robinson (de El graduado) que Yiya Murano, no sé por qué. Y eso que no me interesa atenerme al personaje real, no quiero conocerlo, prefiero inventárme­lo. Tuve entrevista­s con Yiya, siguiendo “el método”, pero no me funcionó.

–¿Trabajaste alguna vez con Marilú Marini?

–No. Fuimos compañeras en el Di Tella. Cuando la vi actuar por primera vez me deslumbró, algo con Roberto Villanueva en una mueblería abandonada por la calle Sarmiento... (Señorita Gloria, 1975). Después, cada una salió disparada para lados distintos. Ella es genial, está loca y eso en un escenario es atractivo, hay que tener un poco de locura en el escenario, que nadie sepa cómo vas a seguir. Eso tenía Tato Pavlovsky, era muy inquietant­e como actor, no sabías qué iba a hacer, si iba a abrazar o a matar.

–En la serie Morir de amor (Telefe), grabaste una escena de mucha intimidad con Esteban Bigliardi. ¿Cómo te sentiste?

–Bien, pero no la vi. No me gusta verme. Para ser objetiva, tiene que pasar mucho tiempo. Si lo veo pronto, me odio, veo todo mal, no me gusta nada. Tengo un juez muy poderoso.

–¿Por qué no hacés más cine?

–Hace mucho que no hago. Creo que el cine me debe un protagónic­o. Ya hice méritos (se ríe). Tuve la dicha de trabajar con directores muy especiales como María Luisa Bemberg, en Miss Mary, lo mejor que hice, y las dos El lado oscuro del corazón, con Eliseo Subiela, a quien vi realizar esfuerzos tremendos para poder filmar, hipotecand­o la casa... En fin, alguien que logró una ruptura en el cine cuando aquí solo se hacía cine realista, plano. Hombre mirando al sudeste es una de las grandes películas argentinas. Pero nunca tuve “el” rol en el cine. En teatro todo ha sido autogestio­nado, tampoco nadie me llamó para “el” rol. Pero el cine es mucho remo. Ya llegará y si no, en la otra vida.

–No tengo que explicar nada porque mi vida dice quién soy, está en claro cómo la he manejado. Lo que pasa en este momento es parte de un proceso que viene hace cientos de años, mujeres feministas que lucharon y pavimentar­on el camino. Pero el agua hierve a 100 grados, no a 99, y cuando hierve, salpica para todos lados y quema. Es lo que sucede hoy y así es el cambio. Espero que no se quede en el primer hervor y volvamos a lo mismo. Cada mujer tiene que tener una conducta: la empresaria, la actriz, la obrera, desde cada lugar hacerse valer, tomar conciencia de su valor. En cada gesto puede poner la mano femenina, el límite femenino. Mientras eso no ocurra, seguiremos con los hervores. No entiendo una guerra con los hombres. Se necesita de los buenos hombres para realizar este cambio, no debe haber una grieta porque el universo no funciona de esa manera, las dos energías existen y tienen que convivir. ¿Tenemos que ser iguales en derechos? Por supuesto, eso ya no entra en discusión. Pero necesitamo­s no solo de los grandes gestos, sino de conductas cotidianas. Sin ellas no conseguire­mos cambios duraderos.

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“Un artista es la vida que vivió”, asegura Nacha
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Mauro v. rizzi

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