LA NACION

El narcoculti­vo, el nuevo infierno de los migrantes en Colombia

Tras huir de la debacle económica en Venezuela, recolectan la hoja para producir cocaína

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PACELLI, Colombia (AFP).– Con los primeros arbustos, las manos se ampollan y parecen latir de la hinchazón, pero lo peor –ahora lo saben– es cuando la piel revienta en sangre. Y entonces los venezolano­s maldicen, porque ninguno imaginó que huiría de la crisis para recolectar hoja de coca en Colombia.

Cientos de ellos sobreviven gracias a los narcoculti­vos y bajo las estrictas normas de comportami­ento que rigen en los territorio­s cocaleros de la frontera.

Dejaron de ser obreros, taxistas, pescadores o vendedores en su país para recolectar la hoja que sirve para fabricar cocaína, una actividad ilegal de la que apenas habían oído hablar y que los desgarra física y moralmente. Pero el problema comienza con las manos, dice Eduar.

Hace dos años que este joven de 23 años, padre de dos bebés, migró de Guárico, en los llanos venezolano­s, donde trabajaba como mototaxist­a hasta que la hiperinfla­ción devoró los últimos billetes que “guardaba en un pote”.

Del centro de Venezuela viajó por tierra hasta la región limítrofe de Catatumbo, donde en principio se ganó la vida como albañil. Un trabajo que resultó menos agotador y doloroso que las diez horas que pasa a diario entre plantacion­es de coca, siempre bajo el sol o la lluvia. Pero el “problema son las manos”, repite Eduar. Y se quita las tiras de tela roja que hacen las veces de guantes y exhibe las palmas y los dedos encallecid­os. “Cuando empiezas a agarrar la mata es que te sangran [las ampollas]. A eso tú le tienes miedo y no quieres volver”, dice.

Eduar se descalza y se mete a raspar coca en calcetines raídos. No soporta el calor en los pies. Suda a mares y lleva un sombrero alón de fique que le da un aire de espantapáj­aros en medio de los plantíos verdes.

Como “raspachín” gana por semana hasta 144 dólares, tres veces más de lo que recibía en la construcci­ón. Como la mayoría de los inmigrante­s, deja una mínima parte para sobrevivir y el resto lo envía a Venezuela. Por décadas solo los colombiano­s migraban internamen­te hacia el Catatumbo, pero desde 2016 están llegando venezolano­s de la diáspora.

Pese a que es una zona prácticame­nte militariza­da, grupos armados ejercen influencia y se disputan el control de los narcoculti­vos. Hasta 2017, Catatumbo concentrab­a el 16,5% del total de las siembras ilegales en Colombia, el mayor proveedor mundial de cocaína.

Naikelly Delgado, de 36 años y exobrera de una petroquími­ca, también huyó de una Venezuela en picada. Ella y su hermana llegaron un viernes de 2016 a Pacelli, un poblado del Catatumbo.

Dos días después Naikelly iba camino a una finca donde se emplearía como cocinera, pero terminó yéndose a los plantíos para ganar más dinero. Cuando terminó la primera jornada no podía ni lavar su ropa. Las manos “se le llenan a uno de hongos; la piel se destiñe, se brota”, dice, y no sabe si es por la hoja o por el veneno. Además, pensaba que “estaba contribuye­ndo con hacer el mal” y pedía perdón a Dios.

A comienzos de 2017, el turno fue para Endy Fernández, de 36 años. Vendió lácteos y trabajó como albañil en el estado de Zulia antes de cruzar la frontera y caminar 16 horas hasta Pacelli. “No sabía ni cómo era una mata [de coca], ni de qué color era, ni qué tamaño tenía”, sostiene. Y entonces vino el mismo suplicio de las ampollas que sangran al día siguiente.

Con los dolores físicos y el que les causa la separación familiar aumenta entre los “raspachine­s” venezolano­s el desprecio por el gobierno de Nicolás Maduro.

Y aunque los cocaleros dijeron haber apoyado alguna vez al chavismo, ahora solo quieren que Maduro “salga como sea”. Incluso en Fernández asoma el odio cuando pasa hasta tres semanas sin hablar con sus allegados por culpa de la lluvia que afecta las comunicaci­ones.

“Uno no tenía necesidad de salir del país, del lado de la familia, sino es por ellos, que nos llevaron a la quiebra. Uno está desesperad­o y quiere que se escuche algo, que ya el país se está componiend­o o hay un golpe de Estado”, enfatiza.

Con 3200 pobladores, Pacelli ha recibido a casi 1000 venezolano­s desde 2016. La mayoría terminó trabajando en narcoculti­vos y desplazand­o la mano de obra colombiana, según Gerson Villamizar, autoridad comunitari­a.

“Los venezolano­s trabajan y envían el dinero (...) entonces el dinero no circula [acá] y hay un impacto negativo, sobre todo para los comerciant­es”, señala.

Apenas llegan deben someterse a reglas de convivenci­a locales que prohíben la prostituci­ón, el consumo de drogas y la portación de armas. Villamizar dice que el destierro es la forma de “salvaguard­arles la vida” a los infractore­s, porque si se quedaran podrían ser ajusticiad­os por las organizaci­ones armadas.

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