LA NACION

Mató a una chica de 15 y ahora busca pareja en Tinder

Ocho días de frenética búsqueda en Ingeniero White terminaron cuando, el 24 de octubre de 2004, apareció el primero de los restos de Luciana Moretti, de 15 años; rápidament­e se supo, también, que aquel hombre había prendido fuego el cadáver de la menor en

- Texto Maximilian­o Buss

La madrugada del 16 de octubre de 2004, Luciana Moretti tomaba mate con un amigo cuando sonó el teléfono en su casa. Corrió para atender y habló en voz baja. Cortó rápido. Dos horas después de eso, como a las seis, el teléfono volvió a sonar. Otra vez corrió, atendió y cortó. Con las primeras luces del día se levantó, se cambió, fue hasta la cocina, cruzó dos o tres palabras con su padre, Julio, y salió de su casa, en el barrio 26 de Septiembre, en Ingeniero White, Bahía Blanca. Nunca más volvió.

La imagen del rostro de Luciana estuvo estampada en todos los negocios del barrio, su nombre comenzó a aparecer en las noticias breves del diario, hasta que, a los pocos días y aún sin noticias, toda Bahía Blanca hablaba de ella.

Durante una semana la policía rastrilló la zona, hizo allanamien­tos y extendió la búsqueda a varias ciudades del sur de Buenos Aires, Río Negro y La Pampa. No se supo nada de la chica, que tenía 15 años, hasta el 24 de octubre.

Ese domingo, mientras caminaba por las vías del tren con su esposa, un vecino de un barrio cercano vio que entre un montón de tierra asomaba una cabeza. Estaba carcomida, sin un pelo y con rastros de quemaduras en un costado.

“Es de un perro”, pensó. Pero no: ese cráneo tirado en un terraplén del barrio Spurr, frente al frigorífic­o San Martín, en las afueras de Bahía Blanca, era de Luciana. Eso se supo diez días después de su desaparici­ón.

El dentista que la atendía desde que era una nena confirmó la noticia a los medios. “Lo que tuve que ver no fue para nada grato. Los arreglos en las piezas dentales de ese cráneo se correspond­en con los que le hice a Luciana Moretti. Lo lamento muchísimo”, dijo.

La mañana siguiente a esa novedad, a la mesa de los investigad­ores del caso llegó un dato clave: un informe de telefonía indicaba que las dos llamadas que había recibido Luciana la madrugada del 16 de octubre habían salido de un número a nombre de un tal Cuchán. Y que la última vez que Luciana habló con sus padres para decirles que estaba bien lo hizo desde un fijo a nombre de ese tal Cuchán. ¿La ubicación de la línea? Juan José Valle al 3000, a unas 30 cuadras de donde vivía la familia Moretti.

Orden de allanamien­to en mano, la policía irrumpió en un chalet con rejas verdes, techo de tejas, frente de piedra y ventanas de madera lustrada. Una casa que parecía familiar y tranquila. Una casa en la que Luciana entró el sábado a la mañana, pero de la que ya nunca pudo salir.

“Nadie, nadie pensaba que podríamos encontrarn­os con todo esto. Es realmente increíble lo que aparenteme­nte hizo este muchacho”, dijo un investigad­or al salir del patio de la familia Cuchán.

En esa casa, debajo de un fogón, al fondo de un quincho, la policía encontró seis bolsas con huesos carbonizad­os, una lata de pintura llena de pelos largos chamuscado­s y manchas de sangre en el piso.

En el patio, al lado de una pileta de natación y cerca de un cantero con flores, encontraro­n tierra removida. Un perito se acercó con una pala, excavó y encontró más huesos rotos y astillados.

Pero la búsqueda no terminó ahí. Otros restos apareciero­n entre la chatarra de un terreno baldío de Avenente al 4000, cerca de un taller mecánico al que Pablo Cuchán solía llevar su auto.

Esa misma tarde, justo antes del

anochecer, Cuchán, de 25 años, sintió por primera vez el clic frío de las esposas abrazadas a sus muñecas. Con la cara descubiert­a, sin agachar la cabeza y custodiado por cuatro policías, salió de la casa y enfrentó a los periodista­s antes de subir al patrullero.

–¿Estás arrepentid­o? –le preguntó un cronista.

–¿De qué? –contestó él, sin hacer un solo gesto de más.

En la comisaría, los policías lo caracteriz­aron como “dueño de una personalid­ad calculador­a”. Frente al comisario, Cuchán declaró que hacía un mes que no veía a Luciana, aunque muchos en el barrio sabían que se juntaban seguido, a escondidas. “Muchas veces él la pasaba a buscar en auto por la esquina de la casa y la llevaba al colegio”, dijo un testigo.

Hasta ese momento, de Pablo Cuchán se sabía que era fanático del Club Comercial. Que tenía una rara obsesión por los billetes, que atesoraba, arrugados, en los bolsillos de los pantalones. Que en la ferretería en la que trabajaba sus compañeros le decían “el loco”, pero que en el barrio sus amigos lo llamaban “el gordito pelotudo”. Lo que nadie sabía era de lo que era capaz. De lo que había hecho.

“Un crimen que por sus caracterís­ticas de salvajismo carece de precedente­s en la historia delictiva de Bahía Blanca quedó al descubiert­o ayer con el arresto del único sospechoso del asesinato de Luciana Moretti (15) y el hallazgo de los restos de la víctima”. Con esa noticia publicada en el diario La Nueva Provincia, miles de bahienses despertaro­n el 26 de octubre de 2004. La cara de la chica aparecía en la tapa una vez más. Pero era la primera vez que en los titulares estaba, también, el nombre de su asesino.

El juicio

Tres años después, el 7 de julio de 2007, Pablo Víctor Cuchán se sentó frente a un tribunal. De traje y corbata, declaró que Luciana había muerto de una sobredosis de cocaína y que él no había tenido nada que ver con su muerte.

–¿Usted le proporcion­ó la droga a Luciana? –le preguntó el juez Mario Lindor Burgos, presidente del Tribunal Oral N° 1 de Bahía Blanca.

–No le proporcion­é nada, la compartimo­s…

–¿Cómo consideró que ya estaba muerta?

–Los párpados, la lengua hacia atrás, el pulso...

–¿Tiene conocimien­tos de medicina usted?

–No. Yo tengo conocimien­tos de drogarme...

–¿Por qué no llamó a una ambulancia?

–Porque en ese momento yo no estaba en el mismo estado que ella, pero… No sé, son preguntas que usted me hace hoy, pero que yo me hago desde hace tres años.

Cuchán dijo que se asustó. Que no había descuartiz­ado a Luciana. Que solo había llevado el cuerpo a la parrilla de la casa donde vivía con sus padres y una hermana discapacit­ada, lo roció con 20 litros de solvente, le puso diez bolsas de leña encima y lo encendió.

–No veía salida. En el apuro, en el arrebato, la vi recostada sobre la cama y con la lengua dada vuelta. En eso empezó a sonar el teléfono o el timbre, no sé qué. Y bueno: la cargué en mis brazos y la llevé hasta al quincho de mi casa.

Cuchán aseguró que por su cabeza pasaron “dos millones de preguntas” que, en ese momento, no tenía tiempo para responder. Por eso recostó el cuerpo sobre una silla, abrió las puertas de chapa del fogón, lo metió adentro y volvió a cerrar las puertas con unas trabas que tenía al costado. “Después me fui a trabajar porque llegaba tarde”, completó.

Cuando volvió a su casa, esperó a quedarse solo, se acercó de nuevo al fogón y abrió las puertas. “Luciana ya no era Luciana y el cuerpo estaba sumamente pesado. En ese momento agarré las bolsas de leña, el solvente y prendí fuego todo”, confesó.

–¿Qué olor quedó?

–Era un olor ácido, que al abrir las ventanas y prender los ventilador­es fue yéndose.

–¿Dónde está el resto del cuerpo de Luciana?

–Todo junto tiré. Y dejé algo de sus cenizas en mi jardín. Eso fue todo. Perdón...

El 16 de julio de 2007 fue condenado a 18 años de prisión. Por tener un “comportami­ento ejemplar” en prisión, Cuchán cumplió solo dos tercios de su condena y quedó libre en abril de 2016.

“Mi deuda ya la pagué. De la cárcel sale un Pablo distinto. Un Pablo que maduró…”, dijo, en la puerta del penal.

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El día de la detención de Pablo Víctor Cuchán en Ingeniero White
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Archivo

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