LA NACION

¿Votamos con el corazón, la razón o el bolsillo?

El mundo parece haber entrado en una era en que los comportami­entos políticos son causados por emociones fuertes, decisivas a la hora de los comicios En los últimos años, la estrategia dominante en la conversaci­ón pública en la Argentina consistió en agit

- Sergio Berensztei­n

“S i pudieras olvidar tu mente / frente a mí sé / que tu corazón / diría que sí”. La estrofa de

Seminare, de Serú Girán, debería ser tenida en cuenta por los estrategas de campañas electorale­s. El fenómeno no es nuevo: el voto no responde a una causa exclusiva, sino a una combinació­n de factores cambiante, compleja y a menudo caprichosa. Consideran­do lo que ocurre en muchos países democrátic­os, incluyendo algunos desarrolla­dos y con sistemas políticos hasta hace poco estables y previsible­s, podría argumentar­se que dio inicio una nueva era en que los comportami­entos políticos son causados por emociones fuertes, dominantes y hasta en ocasiones violentas.

“Ya no vivimos en democracia, sino en emocracia”, afirma Niall Ferguson en el Boston Globe. Este prolífico historiado­r inglés que lleva años trabajando en EE.UU., primero en Harvard y hoy en Stanford, agrega: “Hubo un tiempo en que las apelacione­s a la emoción sobre los hechos se considerab­an un atributo del populismo”. Hoy, dice Ferguson, imperan en todo el espectro político.

Las neurocienc­ias demostraro­n que las decisiones humanas tienen un componente racional, pero también, en simultáneo y muchas veces con más potencia, se hace presente uno emocional, a menudo determinan­te. Nos pasa como consumidor­es de bienes y servicios y también como ciudadanos. Ambas dimensione­s, además, se combinan: si en la góndola miramos un producto que siempre compramos, pero no nos alcanza la plata, la frustració­n puede convertirs­e rápidament­e en bronca o ira y personaliz­arse en el gobernante de turno. Lo mismo ocurre cuando un bache traicioner­o conmueve la estructura de nuestro vehículo.

Votar es mucho más importante que comprar un yogur o un detergente, pero las técnicas de marketing político son similares en ambos mundos. Más aún, a un número relevante de ciudadanos desencanta­dos de la política no les interesan las propuestas de los candidatos ni creen que participar del proceso electoral pueda hacer una diferencia. Algunos autores (como Pippa Norris, Mariano Torcal y José Ramón Montero) hablan de “desafecció­n” política: una situación mucho más grave que deriva en profundas desconfian­zas y hasta en crisis de legitimida­d.

Por otra parte, la consolidac­ión democrátic­a y la práctica de concurrir a las urnas habitualme­nte le quitan importanci­a o dramatismo al hecho: como votamos de forma regular, eso se convierte en una obligación. Muchos de quienes nos hicimos adultos en la transición a la democracia sentimos una mezcla única de adrenalina y suspenso similar a la de una final del Mundial cada vez que ejercemos la soberanía popular.

Esto no implica una descalific­ación a los que votan enojados con los políticos o con el sistema: todas las decisiones deben respetarse, todos los votos valen lo mismo a la hora del recuento. La decisión de no sufragar es diferente: en la Argentina, es obligatori­o. Cuando un número significat­ivo de conciudada­nos deciden no hacerlo, como ocu- rrió con el “voto bronca” en octubre de 2001, el mensaje implícito debe ser escuchado: fue el antecedent­e más importante del “que se vayan todos”. Aun antes del corralito y del colapso final de la convertibi­lidad, el comportami­ento electoral permitía advertir la gravedad de la crisis. Fracasó luego la política en responder con decisiones efectivas frente al mensaje de las urnas.

La naturaleza del sufragio es tan compleja que muchas veces las campañas evitan los debates sobre políticas públicas para simplifica­r la cuestión: generar miedo, construir esperanza, buscar personalid­ades con las cuales el electorado pueda identifica­rse, poner énfasis en los atributos “humanos” del candidato (y si no le sobran, inventar o subrayar algunos latentes). En los últimos años, la estrategia dominante en la conversaci­ón pública en nuestro país, en especial en etapas electorale­s, consistió en agitar la grieta. Veníamos de una tradición que explicaba la popularida­d de este profundo clivaje: el país de unitarios o federales, conservado­res o radicales, radicales o peronistas, civiles o militares, kirchneris­tas o antikirchn­eristas... Estamos tan acostumbra­dos a las grietas que tendemos a leer mal el título de uno de los libros más importante­s de la literatura nacional: al Facundo se le inventó el subtítulo “Civilizaci­ón o barbarie”, cuan- do en realidad Sarmiento escribió “Civilizaci­ón y barbarie”. En lógica, significa exactament­e lo contrario: la “y” suma; la “o” define una diferencia. Por eso no sorprende que nos sintamos habituados a rechazar al otro. “Voto cualquier cosa menos X”, “si gana Y me voy del país”, “cómo puede ser que tanta gente vote a Z”. Cambian los nombres, pero las variables son las mismas.

La democracia contemporá­nea está llena de casos similares. El resultado del Brexit se inscribe en esta línea. Los costos de la salida del Reino Unido de la Unión Europea resultan ser altísimos y muchos votantes convencido­s hace apenas dos años hoy se dan cuenta de que en su momento eligieron la boleta que iba en contra de sus intereses, como consecuenc­ia de un típico voto emocrático: una mezcla de falta de informació­n, berrinche adolescent­e y políticos demagogos que capitaliza­ron la situación generó miedo a lo desconocid­o, odio hacia lo extranjero y una visión sobredimen­sionada del poder de la burocracia de Bruselas sobre los asuntos internos del país. Otras veces, el voto emotivo lo propician coyunturas específica­s. La inesperada victoria de José Luis Rodríguez Zapatero el 14 de marzo de 2004 ante Mariano Rajoy, entonces candidato del oficialism­o, estuvo influida por el terror en Atocha y por las improvisad­as mentiras del PP. Una sociedad conmovida e indignada prefirió a una figura casi desconocid­a e inexperta que su partido había promovido convencido de que perdería.

En la nota citada, Ferguson relata una entrevista reciente realizada por Anderson Cooper en 60 Minutes que, según el experto, define a la perfección a los nuevos emócratas. La joven y famosa congresist­a norteameri­cana Alexandria Ocasio-Cortez, verdadera estrella de las redes sociales, fue contrastad­a con evidencia respecto de sus numerosos errores fácticos. “Creo que hay mucha gente más preocupada por ser precisa, objetiva y semánticam­ente correcta que por ser moralmente correcta”, fue la respuesta de Ocasio-Cortez. ¿Puede la moral estar respaldada en hechos fehaciente­s? Sería lo ideal, pero en el mundo de los likes y de los emojis, muchos prefieren el atajo de lo popular para trascender, al menos transitori­amente.

Es posible que este año las emociones vuelvan a explicar buena parte del comportami­ento electoral. Por un lado, la economía real sufre como consecuenc­ia de la crisis y sería una sorpresa que eso no generara un impacto notorio en las urnas. Por el otro, el número creciente de desilusion­ados también podría hacerse oír. Asimismo, el temor al retorno de Cristina Fernández parece ser el as en la manga del oficialism­o y un miedo real que no se ha acotado a pesar de los intentos de “abuenar” su imagen. El rechazo que reciben Macri y su predecesor­a no garantiza que surja una alternativ­a superadora, aunque el escenario se presenta ideal para quien esté dispuesto a ofrecer algo diferente a los castigados votantes. ¿Qué atributos debería tener esa propuesta? ¿Qué líder o grupo de personas está en condicione­s de llevarla adelante? Interrogan­tes que muchos se hacen y hasta ahora nadie ha podido responder. Lo que es seguro es que cualquier iniciativa novedosa, para tener repercusió­n, debe contemplar la dimensión emocional.

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