LA NACION

La sed insaciable del viajero

- Por Héctor M. Guyot

Conocí a Mitsuko en la sala del albergue para jóvenes de Church Street. Desde hacía un tiempo yo paraba en el piso que regenteaba Slobodan, un montenegri­no simpático que por cinco dólares diarios ofrecía una copia de la llave y dos metros cuadrados donde estirar la bolsa de dormir. Pero me dejaba caer por el albergue, donde había recalado en mis primeros días en Toronto y conseguía trabajos ocasionale­s para seguir tirando. En medio del salón animado, de las voces entremezcl­adas, ella estaba sola, frente a la mesa, con un mapa desplegado. De pronto alzó los ojos y me preguntó, en inglés, si había estado en Sault Saint Marie. También yo había estudiado el mapa y para mí ese lugar era, todavía, un nombre cargado de promesas que encerraba todo aquello que confusamen­te esperaba encontrar, el deseo que me había arrancado de Buenos Aires para impulsarme a la incertidum­bre del viaje.

Le dije, con civilizada ironía y muy poco tacto, que en los dos meses que llevaba en Canadá había descubiert­o que los japoneses no pasaban de Toronto o Montreal. Se encogió de hombros y me quedó claro que los japoneses –así como las observacio­nes culturales a las que éramos proclives en el albergue– la tenían sin cuidado. Pero entre Mitsuko y yo había un mapa y a través de ese mapa nos entendimos, porque me fue fácil reconocer que ella no veía allí los simples datos de una ecuación que vincula lugares y distancias para asegurar el regreso al hogar en la fecha prevista. También ella tenía una idea fija y coincidía con la mía: viajar al oeste. Me lo dijo al rato, mientras caminábamo­s por Church Street, y eso fue casi todo lo que supe de ella. Avanzábamo­s por la pendiente que llevaba al lago sabiéndono­s extranjero­s entre la gente que salía de la iglesia, entre los chicos que jugaban a la pelota, pero tan dueños como ellos de la calle y del día que declinaba porque Toronto nos había aceptado.

En el pub irlandés de Church Street conversamo­s sobre cosas que ahora no recuerdo. Recuerdo en cambio su modo oriental, esa especie de pudor que volvía casi transparen­tes sus gestos, la sonrisa en los ojos más que en la boca, el asombro oculto tras una especie de tranquila sabiduría. Compartíam­os la complicida­d de estar allí, en esa ciudad ajena, en ese pub, en esa mesa con nombres tallados a cuchillo, con la música y las voces, y los dardos alrededor. En esa complicida­d había también una distancia insalvable impuesta por los ritos y maneras de una cultura que yo desconocía y por una mujercita misteriosa, inasible, tan frágil como dueña de sí misma.

Al día siguiente yo empecé a trabajar y ella partió hacia Winnipeg. Pensé que no la volvería a ver y la olvidé. Sin embargo, volvimos a encontrarn­os varias semanas más tarde en Banff, después de que yo hiciera, con amigos primero y luego a dedo, en distintas etapas, el viaje desde Toronto.

La descubrí al doblar una esquina, del otro lado del cristal de un restaurant­e. Vestía un uniforme verde claro que contrastab­a con su pelo oscuro. Se deslizaba entre las mesas con la bandeja en alto. Cuando la vi perderse por una puerta que estaba junto a la barra, entré al local y me senté en una mesa apartada. Salió al rato, entregó un pedido y después se acercó con una sonrisa.

–¿Estuviste en Sault Saint Marie? –me preguntó, sentándose frente a mí.

–Apenas una noche –le dije–. Allí vi las Northern Lights.

Había parado en una casa solitaria, le conté. Más bien una granja, con cabras y todo. Después de comer, con la noche encima, salimos a caminar

Cuando habíamos andado bastante, nos sorprendió un intenso reflejo esmeralda que vibró en el horizonte helado

por el campo nevado. Cuando habíamos andado bastante, ya hundiéndon­os en la nieve en cada paso, nos sorprendió un intenso reflejo esmeralda que vibró en el horizonte helado, una explosión de estrellas ingrávidas atravesada­s por una luz desconocid­a que bailaba sobre las sombras, allá en el cielo, casi al alcance de la mano, y que se desvanecía antes de que nuestros ojos dieran crédito a lo que habían visto.

Sin embargo, no había encontrado en Sault Saint Marie aquello que la música de su nombre prometía. Esto último, por supuesto, no se lo dije. Sabía que ella ya lo había aprendido. Entonces, en la media luz que llegaba de afuera, Mitsuko tomó una servilleta y con la lapicera que llevaba en el bolsillo trazó una línea recta, una flecha, a lo largo de la cual apuntó nombres, nuevos nombres: Kamloops, Whitehorse, Yellowknif­e. Allí estábamos, en ese mesa, ella una camarera con su uniforme y yo un cliente cansado que todavía no había ordenado nada, olvidados del mundo, pero consciente­s de que, por encima de todo, éramos dos que todavía seguían en viaje.

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