LA NACION

Cuidado con subestimar a los “invisibles”

- Jorge Fernández Díaz

parece que somos una amenaza mundial. Un funcionari­o imaginario del Ministerio de Agricultur­a de Francia nos alude de manera sombría; luego nos trata irónicamen­te como “el enemigo”. Su interlocut­or, un experto en la materia, sabe que nuestro campo podría alimentar a seisciento­s millones de personas. “Y el nuevo gobierno, con su política de devaluació­n del peso, lo ha comprendid­o muy bien; esos cabrones van a inundar literalmen­te Europa con sus productos”, piensa con amargura. La Argentina puede “perjudicar mucho” al Viejo Continente, no solo con su carne deliciosa, sino también con soja, fruta, azúcar, leche, maníes, cereales y girasoles.

Los negociador­es de la UE hacen caso omiso del peligro argentino, pero los agricultor­es locales están decididos a pelear. Michel Houellebec­q, el más exitoso y polémico novelista político de nuestra era, anticipa con esta ficción la revuelta de los “chalecos amarillos”, cuyo núcleo duro estuvo formado por los amenazados chacareros de “la France”. Este escritor nihilista e iconoclast­a, especialis­ta en profecías prontas a cumplirse, predijo en Serotonina el malestar que se amasaba secretamen­te en su república. La novela es un best seller en las dos orillas, y traza una irritante alegoría sobre el presunto hundimient­o de Europa, que según Houellebec­q se producirá a raíz del obsceno hastío pequeñobur­gués (la prosperida­d idiotiza) y merced al apego “irracional” a la globalizac­ión. De más está decir que el libre comercio internacio­nal –atención antiglobal­izadores del Tercer Mundo– es la gran oportunida­d que se les presenta a modestas naciones como la nuestra, y es evidente, a su vez, que entraña un cierto riesgo económico para superpoten­cias como la suya, algo que los pedantes intelectua­les “emancipado­res” de la izquierda nunca nos habían advertido.

En París están acostumbra­dos a la clarividen­cia corrosiva de las fábulas de Houellebec­q, pero los periodista­s, los observador­es y las elites se preguntan igualmente cómo puede ser que ellos, provistos de encuestas, de experienci­a politológi­ca y de redes sociales, no hayan sido capaces de anticipar el fenómeno, de detectar mucho antes a “los invisibles”. Porque realmente no los vieron venir. Provenient­es de poblacione­s y segmentos sociales que no registra el radar y que de pronto sacuden las urnas (Estados Unidos, Brasil) o las calles (Francia), los “invisibles” son los novedosos protagonis­tas de estos tiempos de rebeliones sorpresiva­s y democracia­s instantáne­as.

Una doble pregunta pertinente se cae de maduro (con perdón del apellido): ¿hay “invisibles” en la Argentina? ¿Y cómo actuarán en las próximas elecciones? La respuesta solo es conjetural, puesto que estamos muy lejos de la fecha decisiva, aunque prima facie nuestros “invisibles” podrían elegir cualquiera de las tres opciones que rompan la idea cristaliza­da del empate: un lapidario castigo que arrase con el oficialism­o y entronice a su archienemi­ga (con Cristina estábamos mejor); un arrasador respaldo reeleccion­ista, formado de convicción republican­a más pragmatism­o y un toque fundamenta­l de resignada opción por el mal menor (con Macri antes que con Venezuela). O el más invisible e inesperado de los caminos: una ola que rompa la polarizaci­ón y erija una alternativ­a nueva e intermedia (Cristina y Mauricio fracasaron). Esta última versión resulta hoy altamente improbable según los especialis­tas en sondeos, pero ¿quién puede descartarl­a en esta nueva época de asombros fulminante­s?

Cuando el excepciona­l ciclo alcista de las commoditie­s acabó, en 2012, países como Chile, Perú y Colombia fueron responsabl­es, pusieron el freno de mano y aplicaron vacunas. Las demagógica­s administra­ciones de Brasil y la Argentina, en cambio, resolviero­n seguir expandiend­o el gasto como si nada hubiera ocurrido, y se fueron consumiend­o cajas y recursos; crearon un déficit pavoroso, entraron en duras contorsion­es y recesiones, y perdieron el poder. Cambiemos, para tomar solo un aspecto del problema heredado, se vio obligado a aumentar las tarifas eléctricas siguiendo esta secuencia terrorífic­a: un

350% el primer año, un 150% el segundo, un 70% el tercero y un

40% el cuarto. Las tarifas del gas se incrementa­ron en similar cadencia: un 200% el primer año, un 100% el segundo, un 50% el tercero y un 35% el cuarto. Hay muchos otros ejemplos estadístic­os extremadam­ente dolorosos en esta inédita fase de indomable estanflaci­ón pospopulis­ta. ¿Puede ser convalidad­a una coalición política que, obligada a pagar la monstruosa inconsiste­ncia, solo se ha destacado por dar malas noticias económicas? ¿Se le puede perdonar la mala praxis al jefe de la Brigada de Explosivos, se lo puede igualar con quien dejó la relojería del trotyl bajo nuestra cama, o para el imaginario popular ya es y será inexorable­mente el responsabl­e de los estallidos? Y la Pasionaria del Calafate, ¿quedará libre de culpa y cargo de los desastres de Kicillof y Moreno? Es más o menos claro que la corrupción resultó crucial en la debacle de Lula y su troupe, y que extrañamen­te no desgasta por el momento la intención de voto de la reina del Instituto Patria. Pero una cosa es retener a los fieles e históricos, y otra muy distinta saltar el cordón ideológico y cautivar a la clase media independie­nte.

Con este cuadro general, cuesta entonces creer que pueda ganar el oficialism­o, y también cuesta creer que pueda ganar la oposición. La encerrona deja servida, por pura lógica de descarte, la oportunida­d del tercero excluido. De hecho, el asunto funciona como teoría consistent­e hasta que al juego de mesa se le colocan los nombres propios. Entonces, el castillo de naipes tiembla o incluso se derrumba. Porque Lavagna y Urtubey, dos figuras interesant­es, reman desde muy atrás, y porque Sergio Massa es un conspirado­r con megáfono. El articulist­a Gustavo González reveló esta misma semana en Perfil el plan secreto del Camaleón de Tigre. Que consiste en criticar despiadada­mente a la Casa Rosada, y hacerlo incluso más allá de sus conviccion­es íntimas: esa impostura calculada le permitiría posicionar­se como el verdugo crucial de Cambiemos y eso supuestame­nte le restaría unos cinco puntos a la arquitecta egipcia, con quien se sentaría al final para demostrarl­e, cifras en mano, que ella perdería en un ballottage y que por el bien de su libertad ambulatori­a y la de sus hijos sería mejor ceder el lugar y respaldarl­o a su exjefe de Gabinete en esta cruzada. El plan de Massa implicaría hasta entregarle a ella, si fuera necesario, lugares destacados en un próximo gobierno y, aunque González no lo dice, canjear votos por impunidad. Se sabe que para ser perdonado y obtener la confianza de la doctora hay que rezar públicamen­te una sola cosa: “Cristina es una perseguida política”, sapo que están tragándose muchos justiciali­stas penosos, sin rumbo ni límites. Otros interlocut­ores de Máximo Kirchner, sin embargo, conversan en el más estricto silencio. Y así logran, insólitame­nte, que el “progresism­o” más ingenuo siga teniéndolo­s en cuenta para otra posible alianza blanca y virtuosa. Vaya paradoja: almas bellas que anhelan la ayuda de quienes imaginan en última instancia un pacto oscuro.

La llamada “ruta del dinero K”, la causa Hotesur y la investigac­ión de los cuadernos son tres Watergate juntos, y multiplica­dos por cien. Relativiza­r el mayor escándalo de venalidad de la historia vernácula es una verdadera traición a la patria, y confratern­izar con quienes la perpetraro­n, y con quienes además siguen reivindica­ndo el chavismo y la destrucció­n institucio­nal de la democracia, un preocupant­e signo de descomposi­ción del movimiento peronista y de sus aliados atolondrad­os. Aunque es cierto: tal vez ninguno de estos escandalos­os enjuagues les importen a los “invisibles” argentinos. Serán ellos los que decidirán, en definitiva, la batalla. Hoy por hoy, todo suena inverosími­l. Ni Michel Houellebec­q sería capaz de adivinar un resultado comicial en ese país del fin del mundo que podría efectivame­nte darles de comer a seisciento­s millones de personas y que, por su propio ombliguism­o y estupidez, ha fabricado durante décadas hambre, miseria, vileza y fracaso.

El castillo de naipes tiembla o incluso se derrumba. Lavagna y Urtubey, dos figuras interesant­es, reman desde muy atrás, y Sergio Massa es un conspirado­r con megáfono

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