LA NACION

Renacer gracias al rugby

Historias de exreclusos que tras su paso por Los Espartanos dieron un vuelco a sus vidas

- Texto Carlos M. Reymundo Roberts | Fotos Fabián Marelli

“Coco, ¿todavía no te dieron el Premio Nobel?”, grita un interno que a buen ritmo se entrena dando vueltas a la cancha de rugby de la Unidad Penitencia­ria 48, en San Martín. Eduardo Oderigo (Coco, 48 años, casado, ocho hijos) se ríe.

Abogado penalista, exjugador del SIC y entrenador, desde que hace 10 años creó Los Espartanos, un equipo de rugby dentro de ese penal de máxima seguridad, asiste a un fenómeno inesperado, incluso para él: cientos de reclusos abrazan un deporte que en su gran mayoría no conocían y terminan comproband­o que sus vidas han dado un vuelco extraordin­ario.

Escuela de valores como el respeto a las reglas y a la autoridad, trabajo en equipo, integridad, juego limpio, solidarida­d, disciplina, el rugby viene logrando lo que ya muchos consideran un milagro: la transforma­ción de peligrosos delincuent­es en personas que dejan atrás su pasado y se reinsertan en la sociedad.

Si el índice de reincidenc­ia en el delito de quienes salen de las cárceles argentinas oscila, según las fuentes, entre el 50 y el 70%, en el caso de Los Espartanos el número cae a menos de 5%. Hay 174 Espartanos que desde que recobraron su libertad trabajan en empresas privadas.

De las 180 cárceles del país, se juega al rugby en 51, y el número no deja de crecer. El modelo ya fue replicado en España, Portugal, Italia, Uruguay, Chile y Perú.

“Los presos provienen de ambientes muy hostiles, muy violentos, y ellos han usado esa violencia para salir a delinquir –explica Oderigo–. Lo mismo durante su vida en la prisión. Lo que encuentran en el rugby es una forma de canalizar esa violencia. La transforma­n en fuerza, en ímpetu para jugar y superarse”.

César Duga, Hugo Figueroa y Luciano Guyot son casos de vidas desquiciad­as por las drogas y el delito. A los tres, el paso por Los Espartanos los hizo renacer. Duga y Figueroa están en libertad y son ejemplos de reinserció­n laboral y social. A Guyot le quedan 10 días de cárcel. la nacion estuvo con ellos.

“Quería jugar al fútbol”

A César Duga, de 37 años, lo perdieron las malas compañías y su pasión por el fútbol, y lo salvó el rugby. Nacido en una familia de bajos recursos del Barrio Colibrí, en San Miguel, hasta los 14 años jugó en las inferiores de Independie­nte, en Avellaneda. “Era 5 y andaba bien”, dice.

Su padre, empleado de la Bodega Giol, cayó enfermo, y su madre trabajaba todo el día para mantener a sus cuatro hijos. Cuando tenía 13 años, un amigo lo indujo a consumir cocaína. “Empecé a drogarme, a faltar a los entrenamie­ntos. Tenía demasiada libertad para mi edad y vivía en la calle. Me junté con unos chicos que salían a robar”.

Ya estaba en el mundo del delito. A los 14 lo detuvieron por primera vez después de robar un minimercad­o y estuvo un mes encerrado en una comisaría. La recuerda como “una selva, en la que para sobrevivir tenés que hacerte respetar”. Varias veces terminó a las trompadas. ¿Síndrome de abstinenci­a de la droga? No, porque la propia policía se la conseguía, a cambio de ropa o zapatillas.

Cuando recuperó la libertad, salía a robar todos los días. Cuenta que además de gustarle la plata, la necesitaba para seguir jugando al fútbol. “Si no, no podía comprarme ni un par de botines. Yo soñaba con ser jugador profesiona­l”. Lo detuvieron cuatro veces más, la última en un instituto de máxima seguridad, porque todavía era menor de edad. Al salir, un año después, se sumó a “La 20”, una banda muy pesada que, dice, “si buscan en Google la van a encontrar”.

Habitualme­nte operaban disfrazado­s de policías y hacían entraderas y secuestros extorsivos, con pistolas automática­s de 45 y 9 mm. “Ojo: nunca maté”.

Su vida hasta los 32 años fue un raid delictivo cada vez más redituable. “Junté mucha guita. Me compraba motos y podía consumir marihuana, cocaína, pastillas…” Pero una y otra vez caía detenido: recibió cuatro condenas. Y cuando quedaba en libertad, reincidía. La última vez que cayó fue por un asalto a una casa en Bella Vista. Si bien escaparon, los investigad­ores encontraro­n un pelo que los condujo hasta la banda. Le dieron 2 años de prisión. Poco después también fue detenido uno de sus hermanos.

“Era un preso conflictiv­o, me vivía peleando y me mandaban todo el tiempo a los buzones [celdas de aislamient­o]. En Garín, me comí una buzoneada de 30 días por una reyerta generaliza­da y agresiones con faca. Salté de penal en penal porque nadie me aguantaba”.

Lo notable de César, retacón y macizo (1,70, 85 kilos), no es esa vida de droga, crimen y cárcel, ese curriculum de violencia en la calle y entre rejas, sino que hoy lo cuenta sentado en una oficina de Cookmaster (en Tigre, provincia de Buenos Aires), empresa de alimentaci­ón en la que trabaja desde hace algo más de un año. Allí, sus jefes lo reconocen como “un empleado modelo del depósito”. La firma abastece a más de 200 escuelas, hospitales, penales e institutos de menores.

En el medio de sus dos vidas está la llegada a la Unidad Penitencia­ria 48 de San Martín, sobre el Camino del Buen Ayre, cuna y reino de Los Espartanos.

“Yo no tenía idea de lo que era el rugby, jamás había visto una pelota ovalada, pero enseguida me gustó. Me gustaron mucho sus valores: el respeto por el otro, pensar en función de equipo, que las cosas se hablen y se discutan siempre tratando de llegar a un acuerdo”.

Dice que ahí empezó a hacer “un clic” en su cabeza. “Los Espartanos confiaron en mí y me ayudaron a cambiar, a recapacita­r, darme cuenta de lo equivocado que estaba. ¡Volví a nacer! Hoy los quiero como mis hermanos, como mi familia del co- razón. Toda mi recuperaci­ón se la debo a ellos”.

César vive en San Miguel y de noche está completand­o la secundaria en el colegio Mariano Moreno, de esa localidad. En Cookmaster, un trabajo que le consiguió la Fundación Los Espartanos, fue peón, ayudante de cocina y camarero, y ahora es repositor. La firma es miembro de Creer, una red de empresas y ONG que impulsa la reinserció­n de expresidia­rios. “César ya es un referente de Creer”, dice Luis Lusardi, director de Cookmaster.

El 11 de enero, cuando cumplió 37 años, César recibió un mensaje en su celular. Lo leyó y se puso a llorar. “Estoy muy orgullosa de vos”, decía. Era su madre.

Por una broma

Aunque hace solo seis meses que trabaja allí, Hugo Figueroa se mueve a sus anchas por la estación de servicio Puma de Blanco Encalada y Uruguay, en Boulogne, partido de San Isidro. Puede estar barriendo, limpiando los parabrisas de un auto o cargando nafta.

“Estoy feliz”, dice. “Acá todos me hacen sentir muy bien”.

Su primer trabajo al salir de la cárcel, a fines de marzo del año pasado, fue en una panadería en Don Torcuato, su barrio de toda la vida, en la que el encargado nunca parecía estar conforme. La Fundación Los Espartanos le había conseguido ese empleo, pero la estaba pasando mal y renunció.

Durante un tiempo hizo changas. Hasta que volvieron a llamarlo de la Fundación porque tenían un lugar para él en YPF. El único problema es que debía esperar cuatro meses. Le parecían una eternidad. Se le ocurrió preguntar en estaciones de servicio, y en la de Puma de Boulogne lo tomaron. Pero el día en que le tocaba empezar, no fue. Cuando lo llamaron para preguntarl­e qué había pasado, les dijo: “Es que no fui sincero con ustedes. No les conté que estuve en prisión”. La respuesta lo sorprendió: “Ya lo sabemos porque averiguamo­s tus antecedent­es. Pero igual te queremos dar una oportunida­d. Vení”. Una hora después estaba poniéndose el uniforme.

“Hugo trajo unión al equipo de trabajo, por su buen humor y porque siempre está dispuesto a ayudar. Es un ejemplo de superación”, dice la jefa de la estación, Daniela Nizzola.

De familia santiagueñ­a sin mayores apremios económicos, sus padres se separaron cuando tenía 12 años. En el barrio conoció a chicos que se drogaban y que robaban para poder seguir drogándose. Tuvo su primer trabajo a los 14, “no por necesidad, sino por gusto”, porque moría por conocer el Pacheco Golf Club. Fue caddie durante 10 años y además jugaba. Llegó a 12 de hándicap.

Su primer robo, dice, fue producto de una broma. Un día, cuando tenía 19 años, estaba con sus amigos chorros y se le ocurrió pedirles la pistola que llevaban, una 32 mm. “Soy muy jodón y, aunque les tenía mucho miedo a las armas, se la pedí para hacerme el gracioso”. Agarró la bicicleta y el revólver, y se fue a dar una vuelta, como para “seguir la broma”. De pronto, vio que una 4x4 paraba en una casa y encaró al que manejaba. “Era un gordito de unos 60 años. Le robé 700 pesos, el celular y el reloj. Pensé: ‘¡Qué fácil es esto!’. Además, me generaba una gran adrenalina”.

No dejó su trabajo de caddie, pero “una o dos veces por mes” salía a robar. Depresivo, consumía todo tipo de pastillas. “Me bajoneaba muy fácil. Si me peleaba con mi novia era capaz de quedarme cuatro días en la cama sin comer”.

Después se vinculó con una banda de adultos, varios de los cuales habían estado presos. “Entrábamos en casas, countries, barrios cerrados. Robaba para la noche: boliches, mujeres… Y me gustaba el oro. Iba a la calle Libertad, en la Capital, y me compraba cadenas y relojes. Llegué a tener como 30 relojes”.

En 2009, entraron en una quinta en Benavídez en la que había una pareja. En una distracció­n, el dueño de casa se hizo de un arma y les disparó. A Hugo, una bala le entró por la clavícula izquierda, le cruzó el pecho y se le incrustó en el hombro derecho, donde todavía la tiene. Estuvo dos días en coma. Cuando salió del hospital y la policía empezó a buscarlo, se fue a Santiago del Estero, pero ya tenía un hijo y no podía estar sin verlo. Volvió. Un abogado le consiguió una eximición de prisión hasta que se sustanciar­a el juicio, que se hizo cuatro años después. Una semana

Viene de la página anterior antes del juicio, volvió a fugarse. En esa época, su depresión estaba peor que nunca. Un día intentó suicidarse tomando 30 pastillas de clonazepam. Lo encontraro­n a tiempo y le hicieron un lavado de estómago.

Se entregó cuando el juicio ya había terminado y tenía una sentencia de 7 años y medio de cárcel. Empezó a cumplirla en la Unidad 21, de Campana. Los dos primeros meses estuvo en una celda de aislamient­o. En medio de una nueva depresión, llegó a perder 12 kilos.

De a poco se fue adaptando. Tuvo buen comportami­ento y hasta se convirtió en alfabetiza­dor de otros internos.

En 2017, lo trasladaro­n a la Unidad 48 de San Martín, donde conoció a Los Espartanos. “Yo ya venía cambiando, ya estaba dispuesto a hacer las cosas bien, y el rugby y el equipo me ayudaron muchísimo porque ahí aprendí el valor de la amistad, el compañeris­mo. Encontré gente que me escuchaba y por primera en años pude desahogarm­e. Volví a confiar en la gente”.

Un viernes, rezando el rosario con Los Espartanos, contó entre llantos la desesperac­ión por ver a su hijo, que entonces tenía 6 años. Llevaba casi un año sin verlo. Lo abrazaron, lo consolaron y le pidieron que tuviera fe en Dios y en la Virgen. Dos días después, la guardia le avisó que tenía una visita. Su hijo.

“Espartanos –dice Hugo– significa para mí luchar en la cancha y dentro de uno mismo con esa persona que ya no queremos ser. Significa amar, confiar. Como nos dijo una vez el Papa, en el arte de ascender lo importante no es no caer, sino no permanecer caído”.

El cheto de la villa

A Luciano Guyot (32 años) no le quedan muchos días por tachar en el calendario: el miércoles 27 de este mes saldrá en libertad. Fueron 7 años en prisión, condenado por robo calificado, tenencia de arma y participac­ión de un menor.

La policía que lo detuvo cuando intentaba huir después de robar un departamen­to debe de haber reparado en que ese joven de 24 años tenía señas particular­es. Provenient­e de una tradiciona­l familia de San Isidro, jugaba rugby en el CASI y había estudiado en el Colegio San Isidro Labrador.

Pero siempre anduvo a los saltos. A los 13 años, conoció a unos chicos de una villa cercana que se juntaban a metros de su casa, en la zona del Bajo, para charlar, fumar porros y salir a “trabajar”: robos en la zona. Él pasaba y los saludaba, hasta que un día se quedó a conversar. Se hicieron amigos, empezó a fumar y los acompañaba en sus rapiñas.

A los 15, su vida ya era un mix de delincuenc­ia y droga. “Ganaba mucha plata, y muy fácil. Me compraba toda la merca que quería. Incluso cuando robábamos autos, en la villa nos pagaban con droga. Todo era tan sencillo que estaba convencido de que nunca me iban a agarrar”.

Repitió tercer año y ya no volvió al colegio. “Me gustaba robar porque me generaba adrenalina y me levantaba la autoestima. Lo loco era que seguía teniendo mis amigos del colegio y del CASI. Estaba con los chetos y con los de la villa”.

Tiempo después empezó a juntarse con otros chicos que paraban en las plazas Alsina y Don Bosco, en el Alto de San Isidro. La misma agenda: delincuenc­ia y droga. La policía lo detuvo un par de veces; cuando tenía 17 años lo agarraron con un revólver 22 largo. Lo enviaron a un instituto de menores y después a un centro para drogadicto­s en City Bell, del que se escapó.

“Al volver a casa, mamá me echó”. Sus padres se habían separado cuando tenía 10 años. “Mi viejo me dijo que fuera a vivir con él, pero yo quería seguir robando. Salía a robar varias veces por día”.

A los 24 años, cayó por última vez tras aquel robo en un departamen­to y fue condenado a 7 años de cárcel. No se ahorró ninguno porque en prisión siguió siendo igual de indócil, rebelde y pendencier­o. En el penal de Sierra Chica se agarró a facazos con otro interno. Los dos quedaron heridos.

En la Unidad 41 de Campana conoció a Los Espartanos, y hace tres años consiguió que lo trasladara­n a la 48 de San Martín. Pero a poco de llegar, sus compañeros de celda le dieron la bienvenida: una paliza que lo dejó en el piso sangrando. “Vieron que tenía 500 pesos y un celular, y no les gustó. Se quedaron con todo, incluida mi ropa”. Por esa pelea, fue aislado en los “buzones”, de donde 15 días después lo rescató Oderigo y le consiguió un cambio de pabellón. Fue al 8, colonizado por Los Espartanos. Volvió a jugar al rugby y se convirtió en una de las figuras de su equipo. Se entrena dos horas por día.

“A Coco y a Los Espartanos les debo todo. Me dieron valores, amigos, ganas de cambiar. Me dieron una segunda oportunida­d, y no la voy a desaprovec­har”.

Cuando apenas le faltan 10 días para dejar la cárcel, dice que ahora lo que necesita es conseguir trabajo. “Basta de droga y de choreo: quiero laburar”. Hace una pausa y agrega: “Quiero vivir”.

El papa Francisco (al dirigirse a Los Espartanos) “En el arte de ascender, lo importante no es no caer, sino no permanecer caído”

Eduardo Oderigo Fundador de Los Espartanos “Ellos han vivido en ambientes violentos. El rugby les permite canalizar esa violencia positivame­nte”

Daniela Mizzola (jefa de un Exrecluso) “Hugo [Figueroa] trajo unión al equipo de trabajo por su buen humor y ganas de ayudar. Es un ejemplo de superación”

Luis Lusardi director de cookmaster “Tenemos 14 exinternos trabajando en nuestra empresa. Queremos ayudarlos a reinsertar­se”

César Duga Expresidia­rio “Yo no tenía idea de lo que era el rugby, pero me gustaron mucho sus valores. Pensar en función de equipo y el respeto por el otro”

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Hugo Figueroa, en una estación de servicio Puma de Boulogne; “es un ejemplo de superación”, dice su jefa
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César Duga, operario en una empresa de alimentaci­ón
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Luciano Guyot. Le quedan 10 días para salir de la cárcel; “basta de droga y choreo: quiero laburar”
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César Duga. Desde hace un año trabaja en una empresa de alimentaci­ón; para sus jefes, “es un empleado modelo”
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Hugo Figueroa. Aunque en Puma conocían sus antecedent­es, lo tomaron; “acá todos me hacen sentir bien”
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Unidad 48 (San Martín). Los Espartanos, durante un entrenamie­nto la semana pasada en la cancha de pasto sintético donada por el Banco Macro; de 1000 internos, 350 juegan al rugby

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