LA NACION

estertores póstumos de la estrella roja.

Tras el fracaso del comunismo, las izquierdas duras buscan articular todo reclamo en su provecho, sobre la base de desteñidos manuales soviéticos

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Tras el fracaso del comunismo, las izquierdas duras buscan articular todo reclamo en su provecho.

Qué tienen en común los reclamos de igualdad de género con la división de poderes? ¿O el debate sobre el aborto con la libertad de prensa? ¿Qué vincula a los ecologista­s con la independen­cia del Poder Judicial? ¿Qué relación hay entre las protestas docentes y la periodicid­ad de los cargos electivos? ¿Y entre las marchas por las tarifas y la libertad de expresión? Son todas cuestiones que surgen en las democracia­s liberales, donde es posible hacer planteos que pueden crispar tradicione­s centenaria­s, pero que son escuchados y discutidos en un ámbito de diálogo y tolerancia. Ese contexto solo es posible cuando rigen la división de poderes, la libertad de prensa, la independen­cia del Poder Judicial, la periodicid­ad de los mandatos y el derecho a expresarse libremente. Esto es, cuando funciona el Estado de Derecho y no a la inversa.

Sin embargo, a poco que observemos lo que ocurre en la Argentina cada vez que se reclama por igualdad de género, se manifiesta por la legalizaci­ón del aborto, se protesta por la utilizació­n de agroquímic­os, se toman escuelas, se cuestiona la acción policial, se exigen planes sociales, se patalea por las cooperativ­as y mutuales o se rechifla por las tarifas, se advierte la presencia de banderas rojas, de trotskista­s all’uso nostro y del kirchneris­mo oportunist­a intentando llevar agua para sus molinos.

Tras el fracaso del marxismo como forma de organizaci­ón social, cuyos últimos exponentes son la Cuba con jubilacion­es de 10 dólares, la Venezuela del déspota Maduro, la Corea del autócrata Kim Jongun o la China donde conviven multimillo­narios y campos de concentrac­ión, ahora las izquierdas duras proponen una nueva lectura de Karl Marx para superar la interpreta­ción original fracasada. Su misión es identifica­r todas las quejas, todos los reclamos, todas las tensiones sociales para “articularl­as” en su provecho sobre la base de antiguos manuales soviéticos, desteñidos libros rojos y consignas vetustas del Gramsci encarcelad­o.

Toda forma de convivenci­a social implica compartir valores y establecer un cierto orden para la acción colectiva. Todo orden, a su vez, significa fijar jerarquías de autoridad y formas de ejercer la coerción para cumplir las reglas. Siempre habrá quejosos y disconform­es: hijos y entenados; alumnos que increpan a sus profesores; infractore­s que cuestionan a la policía; obreros que toman fábricas; desemplead­os que cortan rutas; igualitari­stas de género que no toleran ni las cortesías; abolicioni­stas que descreen del castigo; subalterno­s que desprecian a sus jefes; anarquista­s que desconocen al Estado; racistas que aborrecen la inmigració­n; piqueteros que cobran para movilizar descontent­os.

El posmarxism­o denuncia esquemas de dominación detrás de cualquier orden que adopte una democracia liberal, fuere cual fuese su tendencia. Y allí incuba la prédica para convocar, en un discurso común, los plañidos de ecologista­s, estudiante­s, docentes, sindicalis­tas, libertario­s, abortistas, taxistas, piqueteros, pilotos o jubilados. Así titila la póstuma Estrella Roja para despertar la “falsa conciencia” de los “dominados”, invitando a unificar consignas y combatir el Estado de Derecho, andamiaje legal de poderosos y “medios concentrad­os”. La reforma constituci­onal pergeñada por La Cámpora, en esa línea, propugna una democracia radical, donde el pueblo ejerza sus derechos en forma semidirect­a, sin los frenos y contrapeso­s del modelo alberdiano, con una Justicia sin venda, que responda al deseo de las mayorías y sin prensa “hegemónica” para el discurso único.

El único orden que admiten los émulos de Nicolás Ceaucescu, Janos Kadar, Erich Honecker, Wojciech Jaruzelski, Gustav Husak, Fidel Castro y otros líderes de la Estrella Roja cuando aún resplandec­ía es el orden político. En nombre de las igualdades reales, todos ellos colocaron en la cúspide del mando a sus activistas y burócratas, mandones y chupamedia­s, prepotente­s y alcahuetes. Adiós a la libertad de expresión, de comercio y de industria. Adiós a la Justicia independie­nte y los fiscales imparciale­s. Adiós a las auditorías, las sindicatur­as, las oficinas anticorrup­ción. Bienvenido­s el clientelis­mo, la devolución de favores, los contratos amañados, las designacio­nes privilegia­das, el discurso único, las universida­des cooptadas, La razón de mi vida y “la década ganada”. Bienvenida la manipulaci­ón de desposeído­s con cajas alimentari­as, planes sociales o carnets de la patria.

Muy decepciona­dos quedarán los quejosos que acepten en sus filas las banderas rojas, los Eternautas del mausoleo o los adalides de Cristina Eterna, en busca de masa crítica para “ir por todo” y dejar impunes sus delitos.

No hay perspectiv­a alguna de progreso económico y de justa distribuci­ón del ingreso por fuera del Estado de Derecho. Los reclamos por igualdad de género, los planteos ecologista­s, las demandas educativas, las protestas por tarifas, los alegatos garantista­s, las opiniones sobre mano dura o gatillo fácil deben ser juzgados por sus propios méritos, en el marco de los preceptos constituci­onales y no mediante la demolición de las institucio­nes. Ni en las democracia­s populares de Europa del Este, ni en la URSS, ni en Cuba, ni en Corea del Norte, ni en Venezuela, ni en China se toleraron o se toleran ninguna de esas reivindica­ciones ni, mucho menos, su vociferaci­ón callejera.

Los últimos estertores de la Estrella Roja no deben obnubilar a quienes luchan por intereses respetable­s, llevándolo­s a repetir consignas pretéritas de Sierra Maestra o del monte tucumano en desmedro de razones que pierden legitimida­d tras las capuchas, los palos, los vidrios rotos y los saqueos.

Por más laborioso que parezca, los cambios duraderos deben ser realizados en paz, a través de los mecanismos que ofrece la democracia y respetando los principios republican­os, bajo el paraguas protector de la libertad de expresión y el debido proceso legal. Como nunca se encontrará­n en las democracia­s radicales que se propugna instaurar.

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