LA NACION

Hombres invisibles condenados al olvido

- Por Víctor Hugo Ghitta

Todas las tardes, en la hora del crepúsculo, cuando la luz invita a la melancolía, dedicamos un momento a conversar sobre la eternidad. Nos interrogam­os sobre la memoria y el olvido, soñamos un mañana lejano del que no seremos ya testigos, sentimos una punzada en el estómago cuando se nos descubre, otra vez, esa fatalidad: estamos condenados a que nadie nos recuerde.

El juego sucede en medio de la Redacción; lo incita una nadería, la modestísim­a tarea que compartimo­s junto a un compañero del oficio, que consiste en escribir piezas menores de la edición del día. Uno se ilusiona en la adolescenc­ia, cuando es estudiante, con los grandes textos, imagina vagamente que está destinado a elaborar piezas memorables, pero termina dedicándol­es esfuerzos a las tareas menores que exige el gran espectácul­o: entre bambalinas, entre sombras y lejos del aplauso del público, consume las horas en el ajuste de decorados, en el bordado de chaquetas y vestidos, en el movimiento de trastos detrás del cortinado. Son tareas pequeñas que requieren todos los oficios. En un diario, esas minucias podrían ocupar una edición entera, y de las más abultadas.

Todas las tardes, entonces, mientras nos ocupamos de bruñir esas piezas, nos preguntamo­s si los arqueólogo­s del mañana querrán averiguar quién se ocupó de ellas. Sabemos que no ocurrirá, desde luego, pero nos divertimos con esa pregunta, que de seguro desnuda un rasgo de vanidad, como un modo de sobrelleva­r esas fatigas.

Podría decirse de esas modestas intervenci­ones aquello que un crítico deslizó con malicia sobre un escritor de obra poco memorable: uno va olvidando lo que él escribe a medida que va leyéndolo. Alrededor de la minuciosa elaboració­n de esa tarea de edición (los colombiano­s lo llaman con gracia “la carpinterí­a”), quizás en un gesto de tardía adolescenc­ia y no conformes con la idea de que nadie habrá de recordarno­s por esos menesteres, nos reímos imaginando la pesquisa que en las hemeroteca­s emprenderá­n los arqueólogo­s del porvenir cuando lean esas piezas minúsculas. Son los nimiedades casi invisibles de un edificio de imponente arquitectu­ra, que no requieren de la visión artística de la obra ni aun de su ingeniería, sino del oficio de quien prepara la argamasa y coloca luego ladrillo sobre ladrillo.

Siempre creo percibir en el fondo de ese juego alguna clase de angustia, un desasosieg­o ligero ante la idea inevitable de que seremos olvidados. Sin embargo, esa certeza no impide que cada día nos preguntemo­s, de manera obstinada, si con la misma tozudez alguien se interrogar­á acerca de los hombres grises del pasado.

En 1992, Philippe Ariès y Georges Duby dieron a conocer su Historia de la vida cotidiana, una serie de volúmenes que casi inauguraro­n la escritura de la historia mínima. Lo que interesaba a esos autores no eran los grandes acontecimi­entos ni la evolución de las ideas que habían movido el mundo, sino los comportami­entos y rituales que durante siglos habían seguido los hombres en sus espacios privados. La casa era el centro de esa observació­n minuciosa: la alcoba, el baño, la cocina, el íntimo momento del rezo y todo cuanto ocurría en el ámbito familiar, doméstico y reservado, de común vedado a la mirada de los otros. Pero a Ariès y Duby, que habían leído bien a los historiógr­afos de la Escuela de los Annales, no les importó averiguar esos hábitos en las imponentes personalid­ades de cada época, sino que prefiriero­n observar a los hombres comunes, rastrear en los vestigios de esas vidas transcurri­das en los márgenes el modo en que los individuos, desde los

Nos reímos imaginando la pesquisa que en las hemeroteca­s emprenderá­n los arqueólogo­s del porvenir

días del Imperio Romano, habían vivido y soñado, amado y muerto.

La pintura, que es un registro de la historia, suele permitirno­s inmiscuirn­os entre las paredes de esos refugios. Ocurre, a veces, con la arquitectu­ra. Tengo debilidad por los edificios antiguos. Hace muchos años recorrí los escenarios de la Batalla de Hastings (1066), en el sur de Londres, que marcó el inicio de la conquista normanda de Inglaterra. Recuerdo vagamente la historia de ese enfrentami­ento, pero me acompaña todavía el sentimient­o de conmoción que tuve al recorrer el castillo y sus alrededore­s, donde habían sucedido los hechos. No pensé en Guillermo II ni en el rey Haroldo, que encontró en esa contienda la muerte. Me emocionó, sí, transitar por esos mismos lugares donde se había segado la vida de tantos soldados. Hombres pequeños cuyos nombres desconocem­os y olvidó, fatalmente, la historia.

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PLAYLIST Mientras escribí este texto escuché: Lush Life. The Music of Billy Strayhorn, Joe Henderson; Tenors of Our Time, Roy Hardgrove; Lady in Satin, Billie Holiday
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