LA NACION

Los últimos días del Alcatraz mexicano

La última isla que sirvió de prisión en América Latina, en el Pacífico, fue cerrada tras 114 años; será ahora un centro ecológico y cultural para niños

- Texto Elena Reina Muñoz

SSobre una de las literas de cemento ha quedado una hoja de cuaderno escolar pegada con celofán fucsia. Es el calendario artesanal de uno de los 584 últimos presos de la colonia. El 9 de marzo tachó el último número: era el día que abandonaba la única isla penal de América Latina que quedaba en funcionami­ento. En un rincón salvaje en medio del Pacífico, a 112 kilómetros de la costa mexicana, se encontraba una prisión sin muros, ni rejas, ni grilletes, limitada por un mar feroz “repleto de tiburones”, nos advierten. Estos días solo quedan unos cuantos pueblos fantasma en los que deambulan personal administra­tivo y guardias sin nada que custodiar.

Tras cruzar el único muelle, sobre unos arcos decorados con colores pastel y una imagen de Nelson Mandela, se lee: “Bienvenido­s a las Islas Marías”.

“Deben saber que se encuentran en una zona altamente sísmica, con alta probabilid­ad de tsunami, si sucede un temblor; asediada por huracanes y fauna salvaje”, explica el único empleado de protección civil de la isla, Ricardo Ramírez Guzmán. “No se les ocurra acercarse al mar, es muy peligroso y hay tiburones. Y no vayan al bosque. La fauna común son las boas constricto­ras, las víboras, las serpientes de cascabel, chocolatas, arañas violinista­s...”, enumera impasible Ramírez desde la cabina de un buque de la Marina mexicana ante un grupo de periodista­s pasmados.

Los funcionari­os siguen trabajando como si su misión no hubiera terminado el día en que el presidente López Obrador decidió clausurar de manera exprés el complejo penitencia­rio de la isla y trasladar a los 584 presos a un penal federal de Coahuila. Sus nuevos visitantes son registrado­s hasta seis veces por la Marina y nuevamente al cruzar el muelle. En una construcci­ón semidestru­ida que anuncia en la puerta Aduana de Personas, en fila junto a sus pertenenci­as, separados por hombres y mujeres, registran los objetos “de valor” de cada uno de ellos. “Es que, mire, así hacíamos cada vez que llegaba un preso o un familiar de visita”, apunta un marino. Las normas, pese al cese de actividade­s, siguen vigentes.

Una vez adentro, el recinto traslada al visitante a un futuro posapocalí­ptico. Un lugar alejado de la realidad del continente. Sin noticias de familiares ni otra realidad que la que rodea el Pacífico. Los empleados, los últimos habitantes de este penal, viven casi como si al otro lado del océano no hubiera nada más. No pueden tener celulares, pues siguen bajo el reglamento de la cárcel, aunque si alguien lograra introducir uno no serviría de nada: no hay cobertura telefónica en ningún punto de la isla, y mucho menos internet. El alumbrado público se reduce a unos cuantos faroles en cada centro (hay cuatro en toda la isla Madre, la única poblada del archipiéla­go) y la oscuridad es absoluta en unos caminos salpicados de baches y piedras al borde de acantilado­s. Hay una tienda para todos los empleados, que dispone de lo básico. Muchos viven sin saber ni siquiera qué día de la semana es. Algunos sí cuentan, no obstante, con antenas de televisión, la única conexión con un mundo que en nada se parece al suyo. La diferencia principal entre la vida de los custodios y la de los reos consistía en que unos podían salir de este rincón perdido en el Pacífico 10 días cada dos meses. La única forma de entrada y salida: un barco de la Marina que emplea entre siete y nueve horas para llegar al puerto de Mazatlán (Sinaloa), a 180 kilómetros.

El complejo penitencia­rio se fundó en 1905 y funcionó como campo de trabajos forzados para delincuent­es y centro de torturas de opositores al gobierno –como fue el caso del escritor José Revueltas, el preso más emblemátic­o de la isla, autor de Los muros

de agua (de 1941)– hasta convertirs­e, a partir de los setenta, en una prisión federal después de la reforma penitencia­ria nacional de 1971. A las Islas Marías llegaron a partir

de entonces presos que habían cometido delitos menores, principalm­ente ladrones y narcomenud­istas. Y estaba prohibido recluir en ella a violadores, pederastas o criminales con algún trastorno psiquiátri­co, pues hasta hace una semana ahí vivían seis familias con 10 niños pequeños. Estos días, las autoridade­s de la isla la describen como un modelo ejemplar de reinserció­n social en el mundo. Y la comparan con la isla Bastoy, otra prisión insular en Noruega, donde los reos viven y trabajan libremente.

En la isla había cuatro centros penitencia­rios: Aserradero (donde vivían según el último registro 165 presos), Bugambilia­s (con 98 reclusos y algunas familias), Morelos (199) y Laguna del Toro (122), donde estaba además el módulo de seguridad, una cárcel convencion­al con capacidad para 574 reclusos que funcionaba de manera temporal para los que habían infringido una norma o quienes pedían aislarse allí por protección.

En Morelos, unos cuantos gatos famélicos merodean las entradas a unas casas blancas señaladas en rojo con una letra y un número. Blancas, sin puertas, tampoco en el baño que compartían al menos ocho internos instalados en literas. En el centro de este poblado peculiar, con calles numeradas, hay una explanada donde se hacían los pases de lista, un comedor y una enfermería. Alrededor los reclusos tenían un gimnasio que ellos mismos habían fabricado: pesas hechas de cemento y tubos metálicos, sillas con restos de madera e incluso altavoces. A un lado de este recinto había una carpinterí­a donde otros fabricaban artesanías que vendían en el muelle. Y junto a ella un huerto con tomates que no dio tiempo a cosechar. A pocos kilómetros de ahí, en la salinera, unos reos criaban camarones. Y a 15 minutos en coche, un hospital del Instituto Mexicano de Seguridad Social, el único de la isla.

En el centro penitencia­rio de Morelos convivían 199 reos. Muchos de ellos padecían algún tipo de enfermedad crónica o tenían

más de sesenta años. En el listado del director del presidio quedó anotado con rotulador verde que faltaban dos personas. –Ah, esos... es que no sabemos dónde están desde hace años. Quién sabe, puede ser que se fueran al monte... –¿Se trata de dos prófugos?

–No los hemos localizado. No tenemos constancia de que estén prófugos.

Otro comandante asegura que hay unos 16 como ellos. No hay ningún comando de búsqueda. Pudieron haber escapado de la isla o haber sido devorados por animales salvajes en la selva caducifoli­a que se extiende virgen y feroz por la isla, que es también una reserva ecológica federal. Aunque los guardias dudan de que alguno de ellos lograra huir por el océano. Hubo algunos que lo intentaron, subidos a una balsa improvisad­a con plásticos y madera. En noviembre de 2011, la Marina interceptó a seis de ellos que pretendier­on una fuga a lo Papillon, la novela de Henri Charrière donde relata la huida de la isla del Diablo, en la Guyana francesa, en 1941. La última vez, en un motín en febrero de 2013, que acabó con un guardia asesinado y siete heridos graves. Al fallecido lo quemaron con gasolina y murió en el hospital, según cuenta un oficial al cargo del penal de seguridad de Laguna de Toro (sur de la isla) en el momento de la reyerta. Ningún reo logró escapar. Los presos se amotinaron por las condicione­s “inhumanas” en las que vivían, reconoce el funcionari­o. En aquel año, la isla registraba sus índices más altos de ocupación, con 8000 prisionero­s que padecían hacinamien­to, escasez de agua potable y problemas de abastecimi­ento.

La única conexión de la isla con lo que sus habitantes llaman el continente lleva destruida cinco meses. El hucarán Willa, de octubre de 2018, se llevó por delante un pedazo del muelle. Desde entonces, una lámina metálica conecta un punto con otro y no pueden cruzarla más de dos personas al mismo tiempo. Los restos de aquel huracán se observan rápidament­e al cruzar los arcos de la entrada. Techos levantados, edificios semiderrum­bados, postes de luz y cámaras de seguridad desplomado­s en los caminos. Las pocas comunicaci­ones que tenían entre los distintos centros de la isla, a través de radios, quedaron dañadas. Y sobre el bosque se extiende un manto de esqueletos de cedros, palo altos, amates y cactus gigantes tumbados entre la maleza.

“Todo esto era precioso, ¿sabe? Pero el huracán mire cómo lo dejó. No hemos podido repararlo. Necesitamo­s máquinas que nos lleguen desde fuera y es todo muy costoso”, señala Marco Antonio Eugerio Estrada, director del centro Morelos, que lleva trabajando 30 años en la isla. El responsabl­e de la coordinaci­ón de las prisiones federales, Francisco Garduño, asegura que el costo de mantener esta prisión sin muros era de 2800 pesos (130 euros) por reo al día, cerca de un millón de pesos (unos 46.000 euros) anuales por cabeza. “Un gasto demasiado alto. Estábamos manteniend­o una isla para casi 600 presos que debería disfrutar todo México”, apunta Garduño.

Tras el cierre repentino del penal, muchos de sus empleados se encuentran en un limbo. “El presidente dijo que nos reasignarí­an otro destino en el continente, pero quién sabe si es verdad, ¿no? Algunos compañeros están pidiendo chamba [empleo] ya en la Semarnat [Secretaría de Medio Ambiente, que estará a partir de ahora a cargo de la isla]. De momento nadie nos ha asegurado nada”, cuenta Fany Aniñaga, administra­tiva de las oficinas de recursos humanos que llega a la isla con dos maletas grandes. Están vacías: en ellas tiene que guardar una vida de cinco años aislada del mundo. Y estar dispuesta a abandonarl­a en cualquier momento.

Sobre el suelo de la oficina del director del centro de Morelos han quedado apiladas unas 30 armas requisadas en la última revisión de las casas. Hachas, machetes y cuchillos fabricados artesanalm­ente, envueltos por vendas en el puño. “Aunque aquí vivían bien y casi libres, los hombres tenían problemas entre ellos, como en cualquier pueblo ¿verdad? Y muchos días había picados, heridos y peleas entre los vecinos”, cuenta de manera anónima un oficial. Para entretener­se fermentaba­n artesanalm­ente arroz o destilaban alguna fruta para fabricar alcohol que vendían entre ellos. “Lo llamaban tepache y de vez en cuando nos encontrába­mos a alguno dando tumbos por estas calles, borracho”, añade el agente de seguridad.

A los lados de una carretera sin asfaltar, arrasada por el huracán, corren caballos salvajes. Y entre unos árboles se asoman unas cuantas vacas que observan impávidas a los nuevos visitantes. El Gobierno ha clausurado el complejo penitencia­rio para convertirl­o en un destino ecológico y cultural, donde el presidente propone organizar campamento­s infantiles. Sobre una pared ya están dibujando un nuevo mural. En el centro, como el salvador, aparece con los brazos extendidos López Obrador y frente a él unas letras gigantes rezan: “Es extraordin­ario, es simbólico, que las Islas Marías se conviertan en una isla para los niños”.

En sus calles desiertas, en sus casas vacías, en su cementerio permanecer­án, sin embargo, las huellas imborrable­s de la última isla penal de América Latina.

La isla está en una zona altamente sísmica, asediada por huracanes y fauna salvaje

En 2011, la Marina interceptó a seis presos que intentaron una fuga a lo Papillon

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Fotos de efe Las celdas para los reclusos muestran el deterioro de los años
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Una vista aérea del penal de las Islas Marías, cuyo cierre decretó el presidente López Obrador

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