Hotel de los Inmigrantes: el edificio que alojó a un millón de nuestros antepasados
patrimonio. Sus cuatro plantas de arquitectura higienista, en Retiro, funcionaron entre 1912 y 1953; hoy alberga un museo
Era un proyecto que llevaba al menos dos décadas de postergaciones hasta que, en 1905, el Estado adjudicó su desarrollo a los constructores Udina y Mosca. La entrega de las obras luego se demoró, en 1909 se rescindió el contrato e intervinieron entonces el arquitecto húngaro Juan Kronfuss y la empresa alemana Wayss & Freytag. Los trabajos, con modificaciones parciales, finalizaron hacia 1911 y un año después el edificio ya estaba colmado. Aún la Argentina sostenía su política de inmigración intacta y nadie calculaba que una conflagración mundial paralizaría esos planes.
El Hotel de los Inmigrantes llegaba para solucionar un problema estructural serio: alojar a las grandes oleadas inmigratorias que arribaban a la Argentina de manera creciente desde la década de 1870. Sus cuatro plantas de arquitectura higienista se habían dispuesto para ese fin. Con una superficie de 90 metros de largo por 26 metros de ancho, fue uno de los primeros edificios de hormigón armado de la ciudad de Buenos Aires. En su interior, la blancura hospitalaria de sus azulejos, la higiene y sus horarios resultaron una prioridad: en la planta baja, el comedor y la cocina; en las tres plantas superiores, los dormitorios, capaces de albergar, cada uno, a unas 250 personas. Las mujeres y los niños, en la última planta; los hombres, según su cantidad, en la primera y hasta en la segunda. Todos en literas con piezas de cuero en vez de colchones, fáciles de limpiar y desinfectar.
Marcelo Huernos, historiador y productor de Contenidos del Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Muntref ), a cargo del Museo de la Inmigración que desde 2013 funciona en el histórico edificio de Retiro, explica que la disposición de los sexos en el hotel era premeditada: dejaba expuesto el rigor de las celadoras a aquel varón que pretendiera subir las escaleras en busca de aventuras.
Sin calefacción en invierno ni desagües en los pisos (estos eran baldeados al alba y el agua corría por las escaleras), el hotel era el último capítulo de arribo a la Argentina de los inmigrantes antes de partir hacia los campos del interior o de colocarse como trabajadores de las grandes obras públicas. Los barcos atracaban en el desembarcadero. Según la época y las disposiciones gubernamentales, una comisión médica subía por la planchada para registrar que no vinieran enfermos de gravedad o contagiosos y, enseguida, el capitán del navío entregaba a la autoridad nacional de ocasión la lista de pasajeros. Estos comenzaban a bajar, realizaban los trámites de migraciones y aduana, y quienes así lo resolvían se hospedaban por un máximo de cinco días en el hotel, plazo que podía extenderse si el recién llegado no encontraba trabajo.
La disciplina era rigurosa. A las 6 se desayunaba por turnos de 700 personas (mate cocido, café con leche, pan). Luego, los hombres salían en busca de trabajo y las mujeres se ocupaban de los hijos o partían desde la ribera hacia la ciudad propiamente dicha para conocerla, hasta regresar entre las 10 y las 11, hora de los guisos, los pucheros y los estofados. La alimentación era otra máxima: la merienda, a las 15; la cena, hacia las 18. Desde las 19, todos eran invitados a regresar a los dormitorios.
El ritmo así se sostuvo hasta 1953, cuando ya la razón de ser del hotel se perdió: “La Argentina, hacia la década del 50, comenzó a ser menos atractiva, y la Alemania Occidental de posguerra fue un nuevo destino para los europeos meridionales”, explica Huernos. Entre ese año y hasta la caída del segundo gobierno de Juan Perón, la planta baja del edificio sirvió con su comedor y su cocina para brindar comida a indigentes. Lo que luego hubo fue el abandono. Recién con el regreso de la democracia se intentaría recuperar el espacio. Sin embargo, y pese a la declaración como monumento histórico nacional en 1990, se sostuvo en el olvido. Hasta que en 2013 el Estado firmó con la Untref “un convenio para la recuperación de las instalaciones y el uso del lugar como Museo de la Inmigración y espacio de arte contemporáneo”, puntualiza Aníbal Jozami, rector de esa casa de estudios. Ese acuerdo, hasta hoy, incluye solo la planta baja, el tercer piso y parte del segundo.
Lucen como nuevos los materiales originales, como azulejos, paredes y pisos, más un cuantioso material fotográfico, mientras que en la planta baja se puede consultar, con relativa fortuna, el barco en el que arribó al desembarcadero un antepasado.
Las tareas de digitalización de los arribos de extranjeros las inició el Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos y hoy las extiende la Untref. “La base de datos –indica Huernos– va de 1882 a 1960; tiene registradas todas las entradas de inmigrantes por el Puerto de Buenos Aires que llegaron en barcos transatlánticos, excluidos los que cruzaban vía fluvial desde Uruguay. Son 5.000.000 de registros”.
El edificio supo cumplir con su fin. “Entre 1912 y 1953 alojó a aproximadamente un millón de extranjeros”, afirma Huernos. Muchos se asentaron definitivamente en la Argentina, donde hoy viven sus descendientes.