Terminar con la corrupción
Desde la reconquista de la democracia, dos gobiernos pujaron por destacarse en el ranking de la corrupción: el de 1989 a 1999, que enlodó las privatizaciones de las empresas que el Estado había creado, y luego arruinado, y desde luego, el del matrimonio que gobernó de 2003 a 2015, cuyas evidencias nos golpean cada día. Esto no excluye la culpa que puedan tener otros; tampoco la atenúa.
La primera vez que en la democracia recuperada supe de un pedido de dinero para obtener algo ilícito –un soborno– habrá sido a mediados de la década del 80. El funcionario que pidió la coima al cliente que entonces me consultó pretendió justificarse: “No es para mí, es para el partido”. Con ese pretexto urge acabar, pues cohechados y cohechadores lo utilizan aun sabiendo que no puede justificar nada, y que solo es un manera de darse buena conciencia, por supuesto falsa.
En diciembre de 2006 se sancionó la ley 26.215, a la que se denomina “de financiamiento de los partidos políticos”. En el comienzo dice que el patrimonio de aquellos se integra con los bienes y recursos que autorizan esa ley y la carta orgánica “restándole las deudas”, y que sus bienes registrables deben inscribirse a nombre del partido (arts. 1º y 2º). El artículo 3 les concede la exención de todo impuesto, tasa y contribución nacional.
Se prevé que el financiamiento sea público o privado. El primero, con fondos que proveen el presupuesto y otros (por ejemplo, de infracciones), que se canalizan a través de un fondo partidario permanente que administra el Ministerio de, Interior. De este un 20%, deducidos ciertos rubros, se distribuye “en forma igualitaria entre todos los partidos reconocidos”, y el 80%, “en forma proporcional a la cantidad de votos que el partido hubiera obtenido en la última elección de diputados nacionales”.
El pretexto del aporte falso surge con los fondos privados (con los aportes públicos, las maniobras se parecen más a una defraudación a la administración pública). Los últimos acontecimientos han demostrado que ese pretexto es el que pretende encubrir, con mayor frecuencia, el fenómeno de la coima, ya que si algún escrúpulo moral queda en el cohechador o en el cohechado, la despersonalización del pago, su destino a un ignoto fondo partidario, casi con seguridad lo vence: no produce el mismo asco coimear a Fulano que aportar para el partido aunque se intuya –o se sepa– que el “aporte partidario” termina en el bolsillo del fulano; así, al soborno vil se lo disimula bajo una pátina de falsa respetabilidad.
Es cierto que el Estado no puede hacerse cargo de sostener en su totalidad a las agrupaciones políticas y que hace bien a la vida democrática que los ciudadanos contribuyan a mantener a las organizaciones con las que histórica o circunstancialmente se identifican. Pero también es cierto que, lamentablemente, las campañas políticas están lejos de ser un medio idóneo para el debate que favorezca la búsqueda de consensos de cara al futuro y no a las cifras de la próxima elección, o de esclarecer lealmente a la ciudadanía sobre políticas públicas a implementar. Se agotan en la emisión de eslóganes vacíos, engañosos o destinados a confrontar, pero sistemáticamente huérfanos de ideas y credibilidad. Así, empobrecen el espacio público, ocupándolo con fórmulas con las que se malversa el ámbito en el que deben darse los auténticos debates de ideas.
Recientemente ha habido conversaciones sobre el tema entre el partido del Gobierno y el que, con políticas claramente contrapuestas, hegemoniza la vida política argentina desde hace 70 años. Para que los fondos que se obtengan puedan contribuir sanamente al financiamiento y al menos, aunque no se debatan ideas, no engorden las cifras negras de la corrupción con falsos pretextos, urge crear mecanismos que faciliten la transparencia del aporte y el control eficaz del gasto. Pero además es necesario dotar a los organismos de control de los medios necesarios para que puedan ejercerlo de manera efectiva e inmediata.
Hace pocas semanas, un magistrado de la Cámara Nacional Electoral explicaba con qué misérrimos recursos se cuenta actualmente para ejercer ese control. Pero tampoco se trata de generar elefantiásicas estructuras burocráticas, sino de identificar debidamente al aportante y su aporte; seguirlo hasta su destino en la entidad política y, ya en ella, su aplicación documentada al fin que le asignaron las autoridades partidarias. Todo ello con registros abiertos al control inmediato, responsables conocidos por la ciudadanía y claro origen y destino de esos fondos.