LA NACION

Dos Natalias en sus laberintos

- Diana Fernández Irusta

No hay familia que no sea escenario de un conflicto de civilizaci­ones”, escribió el sociólogo Pierre Bourdieu. Lo podría haber escrito también Natalia, amiga lejana que tuvo su propia hecatombe civilizato­ria y en quien pienso mucho ahora, mientras veo crecer a mi hijo y me pregunto qué será de nosotros cuando la adolescenc­ia –eso que todavía no llegó pero se ve venir– irrumpa con todo. Qué formas, qué escenarios, sobre todo qué palabras, encarnarem­os.

Porque en el caso de Natalia, la escisión, decisiva pero no demasiado evidente, estaba en la palabra: sus

padres inmigrante­s hablaban español; ella, argentino, y las civilizaci­ones a menudo estallaban de pura, impercepti­ble y a veces desastrosa incomprens­ión mutua.

Como aquella vez, con la balancita. Natalia estaba harta de ver la sucesión de regalos de que hacían gala sus compañeros de escuela; harta de recrear, con troquelado­s de revistas infantiles y en la intimidad de su habitación, los árboles de Navidad y los obsequios en los que su familia siquiera se detenía a pensar. Un año, verano previo a quinto grado, decidió instaurar el festejo de Reyes en su casa. Instruyó a la madre: compraría un auto azul para el hermano menor, a quien no le dirían nada. “Pero nada, mamá, nada, ¿entendés? A la noche, mientras duerma, yo le voy a poner el regalo sobre los zapatos. Y le voy a decir, antes, que dejemos agua para los camellos”. Natalia, que no quería quedar fuera del evento, siguió instruyend­o: “Un auto azul para él. Un juego de mesa para mí”. Juegos de mesa. En las casas de sus amigas había descubiert­o que existían y se llamaban así. Cubilete, dados, tableros multicolor­es: esos eran los juegos, ahora que las muñecas iban quedando de lado.

Llegó Reyes. Esa noche depositó los dos regalos, uno sobre cada par de zapatos. Le extrañó un poco el que le correspond­ía a ella; no tenía la forma habitual, achatada y larga, de tanta caja y tanto Scrabble. Será un modelo diferente, pensó, y siguió adelante.

Por la mañana, revuelo al pie de las camas, delicia de romper el papel de regalo, ansiedad. Desastre. Mientras el hermano deslizaba sobre el piso su autito azul, Natalia veía cómo, del envoltorio que le estaba destinado, emergía un juguete de plástico. Una balancita con sus colores, pesas y platillos. El juego de mesa. Desde luego –su universo se derrumbaba–, cómo no darse cuenta. El juego de mesa. Ella hablaba en argentino; su madre, en español. Juiciosa entre las juiciosas, personita construida a base de silencios, esta vez Natalia no soportó la frustració­n. Estalló en llanto.

Ya adulta, entendería la reacción de la madre. Esa mujer era una guerrera. Alguien construido sobre las costras de demasiadas heridas; una sobrevivie­nte que hacía de la decisión de no dejarse doblegar una forma de vida. Nada ni nadie, nunca, la haría sentir menos. Nada ni nadie, nunca, la pondría en el lugar de la insuficien­te, la equivocada, la careciente –la gallega–. Por eso, con ferocidad helada, miró a su hija y le dijo: “De pequeña yo lloraba porque era huérfana”. Natalia enjugó las lágrimas, tomó la balanza, no dijo una palabra más. Se puso a jugar a la almacenera.

Pasaron los años y la adulta que llegó a ser entendió la pulsión profunda de aquella escena. Pero la niña, no. La niña solo sintió que un guante de hierro le había atenazado la garganta y congelado el corazón, quizá para siempre.

Nunca supo que otra Natalia, italiana y de apellido Guinzburg, escribió a principios de los años 60 una maravilla llamada Léxico familiar. Allí describía la conflictiv­idad de su propia familia. De cara a la crisis civilizato­ria del fascismo, y entramados en una red de palabras –el “léxico familiar”–, los Guinzburg se entendían entre sí, y entre sí desesperab­an, se enfrentaba­n y también, fatalmente, se desencontr­aban. Dos épocas, dos Natalias, y el arduo camino de la sangre abriendo camino. A los tumbos y como se pueda.

Esa mujer era una guerrera. Alguien construido sobre las costras de demasiadas heridas

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