LA NACION

De rey a mendigo, sin escalas

José Luis Brea y Rafael Mathus Ruiz.

- José Luis Brea y Rafael Mathus Ruiz

Es un chiste, una ironía, que no pierde vigencia: un año en la Argentina es como una década para otros países. ¿Exagerado? Quizá. Pero miremos qué sucedía a mediados de abril de 2018. Todo era confianza y sonrisas. La inflación y la pobreza caían, la economía crecía, y Mauricio Macri paseaba hacia su reelección.

En Washington, Christine Lagarde se acercó a la embajada argentina, saludó y se sacó fotos junto al equipo económico en un cóctel del G-20 que reunió a la elite de la ciudad, y selló el regreso de la Argentina al mundo. Hoy, cuando Nicolás Dujovne aterrice en Washington para su tercera reunión anual del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) y el Banco Mundial, traerá una realidad antagónica a la de un año atrás y una agenda en la que más que prometer qué hará deberá demostrar qué hizo en materia de ajuste y estabiliza­ción.

Ya no lo acompañará­n Federico Sturzenegg­er ni Luis Caputo, eyectados sucesivame­nte del Banco Central por dos corridas cambiarias que terminaron por llevar el dólar de los $20, en abril de 2018, a los casi $45 actuales. La Argentina volvió a pedir prestado al FMI y tendrá otra vez, este año, la inflación más alta de la región detrás de Venezuela. La pobreza aumenta, la economía recién parece comenzar a salir del pozo y la debilidad de Macri como candidato presidenci­al tiene como contracara, en la capital de EE.UU., el temor latente a un eventual regreso al poder de Cristina Kirchner. Lejos quedó aquella agenda de hace un año, centrada en el futuro del trabajo, el impulso a la infraestru­ctura (con los programas PPP como “producto” estrella) y la seguridad alimentari­a, aunque también habría lugar para la guerra comercial entre EE.UU. y China, las criptomone­das y el cobro de impuestos en la economía digital.

La consigna, a esa altura ya una religión, era el gradualism­o, una receta que en Washington se miraba con desconfian­za, pero que, al menos en público, nadie se animaba a criticar abiertamen­te. Todos decían aceptarlo como la concesión inevitable para poder avanzar en las grandes reformas que imaginaban para el país. Pero cuando se apagaba el grabador crecían los partidario­s del shock.

Opiniones había muchas, aunque quizá la que más importaba, y más aún a la luz de lo que vendría después, era la del propio FMI.

Puertas adentro, sus técnicos lanzaban advertenci­as. Que la Argentina estaba muy expuesta a los

mercados, que el déficit de cuenta corriente era peligrosam­ente alto y que cualquier cambio en el humor de los mercados globales podía cortar el chorro de financiami­ento externo y poner al país en aprietos, algo que empezaría a suceder apenas unos días después de terminada la cumbre. Quedaban tareas pendientes para acotar esos riesgos: reducir el déficit fiscal, las transferen­cias discrecion­ales a las provincias y reformar la estructura impositiva, entre otras. En su último informe del artículo IV el Fondo había advertido además sobre el atraso en el tipo de cambio.

Fuera del FMI, en sus reuniones con inversores, Dujovne y Sturzenegg­er se toparon con un ambiente más hostil que antes entre analistas e inversores por el “recalibram­iento” de las metas de inflación de diciembre de 2017, el famoso “28D”. La movida fue vista en Wall Street como el pecado original de la crisis, un relajamien­to del gradualism­o, que comenzaría a agonizar unas semanas después.

Pero el equipo económico ofreció el optimismo y la confianza de siempre, y defendió a capa y espada sus decisiones. Ninguneó las críticas por el cambio de metas y los pronóstico­s pesimistas del Fondo, que proyectaba más inflación y menos crecimient­o que el Gobierno, al que veía demasiadoo­ptimista.“ElFMItiend­e a subestimar el crecimient­o argentino. A fin de año hablemos”, desafió una fuente oficial ante la nacion.

Desconfian­za

En paralelo, en las oficinas de un think tank demócrata, un conocido encuestado­r argentino arriesgaba escenarios posibles para las elecciones de este año. A Macri ganador en primera vuelta le asignaba un 40% de probabilid­ad; a un Macri triunfante en un ballottage, 30%, mientras que las chances de un regreso al poder de Cristina Kirchner eran del 5%.

Lo que siguió es conocido. La desconfian­za sobre la capacidad de pago del país ganó de pronto a los inversores internacio­nales, que al retirarse del mercado local provocaron una corrida contra el peso y una fuerte devaluació­n que a su vez contagió al sector real de la economía creando inflación y recesión.

Con los mercados voluntario­s de deuda cerrados, el Gobierno tuvo que recurrir al Fondo y finalmente obtuvo el préstamo más grande en la historia del organismo: US$57.000 millones para intentar garantizar el pago de las obligacion­es hasta 2021. Apenas veinte días después de presentars­e en Washington como rey, el país volvía a ser mendigo. Como en la fábula de Hans Christian Andersen, bastaba que uno se animara a gritar que el rey iba desnudo para que todos se dieran cuenta de golpe.

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