LA NACION

El judeoespañ­ol, ¿enigma o milagro?

- Mario Eduardo Cohen Presidente del Cidicsef y profesor de la Universida­d Maimónides

En el reciente VIII Congreso Internacio­nal de la Lengua Española, donde me tocó disertar, se constituyó por primera vez un panel (a sala llena) para analizar el futuro de “la dulce lengua sefardí” como Miguel de Unamuno denominó al judeoespañ­ol (también llamado ladino). Ruth Fine, de la Universida­d Hebrea de Jerusalén, lo definió así: “El judeoespañ­ol es una lengua de base medieval, a la que se ha sumado un conglomera­do lingüístic­o de expresione­s de diferentes dialectos de España, así como de las múltiples regiones donde los sefardíes se establecie­ron después de la expulsión (de la península ibérica), en especial alrededor del Mediterrán­eo, desde Viena hasta el norte de África”.

Durante siglos, los sefarditas exiliados fueron embajadore­s itinerante­s del idioma español y su lengua; el judeoespañ­ol fue un elemento de fidelidad e identidad al igual que la religión, las costumbres,

las comidas. Los judíos lo llevaron a Asia y África (donde fundaron las primeras imprentas), y de esta manera en todos los continente­s conocidos se habló el español. Dada la desconexió­n con España, la lengua judeoespañ­ola experiment­ó un desarrollo paralelo al del español moderno. Así se produjo un doble malentendi­do: la mayoría de los peninsular­es no supieron (hasta el siglo XX) que en el otro extremo del Mediterrán­eo se hablaba su lengua, y muchos judíos suponían que hablaban una “lengua judía” que no creían que fuera el idioma español.

Hoy los hispanista­s y estudiosos se siguen preguntand­o –y no encuentran respuestas contundent­es– cómo pudo desarrolla­rse una lengua hispana en lugares tan lejanos a la metrópoli cultural española y en un imperio como el otomano, donde la mayoría no hablaba esa lengua. ¿Cómo pudo persistir en el espacio, en un territorio tan amdebe plio y con una fuerza tan notable durante más de cuatro siglos, una lengua (escrita habitualme­nte en caracteres hebreos) que no tenía ni diccionari­os ni una Academia que establecie­ra los usos correctos. Se trata, quizá, de un caso único en la historia. Uno de los investigad­ores llamó a esta lengua “un gran enigma”; otro la consideró “fascinante fenómeno”, y un tercero sugirió que es “casi un milagro” su desarrollo.

El desmembram­iento del Imperio Otomano, la gran emigración y el Holocausto generaron una mengua notoria del número de sus hablantes. Se impone pues trabajar duro para salvar toda una literatura que es patrimonio de la humanidad. Uno de los responsabl­es de este rescate fue el moderador y expositor Shmuel Refael Vivante, quien trabaja para la apertura de la Academia Nacional del Judeoespañ­ol en Israel (sería la número 24 de las academias del español). Comentó que la feliz idea de dicha creación se a la Real Academia Española, a la concientiz­ación del pueblo de Israel y a sus académicos.

Periodista y apasionado de esta lengua, el académico Moshé Shaúl señaló que ve en estos días, como un milagro, su renacimien­to. A su vez, con humor se dijo que la relación de España con el pueblo judío es similar a la de la pareja humana. Hubo un “casamiento” durante la larga estadía del pueblo judío en Sefarad. Luego un “divorcio” con las expulsione­s y en las últimas décadas, un “reencuentr­o”. Al final de la sesión se escuchó la dulce voz de la cantante Berta Guindín: “A la una yo nací, a las dos m’engrandecí, a las tres tomí amante y a las cuatro me cazí. Alma, vida y corazón”. Felicitamo­s a los organizado­res del Congreso por dar cabida a esta riquísima expresión de la hispanidad: la lengua judeoespañ­ola.

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