LA NACION

El aula, el tránsito y el hospital

- Ariel Torres

El hotel en el que me hospedé en Córdoba, cuando me invitaron a disertar en el VIII Congreso Internacio­nal de la Lengua Española, queda en el corazón de la ciudad, a una cuadra y monedas del Teatro del Libertador. Mi habitación daba a la calle, lo que me enseñó que de ninguna manera los porteños somos los reyes de la bocina. No, señor. Además de su cálida cordialida­d, los cordobeses exponen un notable talento en el arte del claxon. O al menos esa fue la impresión que me llevé.

Acá, en Buenos Aires, empleamos solo dos articulaci­ones: el toque corto de advertenci­a y el enfurecido bocinazo

que se extiende durante medio minuto y que suele ser el preámbulo de un pugilato lamentable e inexcusabl­e.

En Córdoba, según mi breve experienci­a, se oyen numerosas y creativas modulacion­es, contrapunt­os y cadencias que vuelven al concierto automotor mucho más entretenid­o. Me pasé todo el jueves 28 de marzo encerrado en la habitación puliendo mi ponencia, y me llamaron la atención los inventivos bocinazos que musicaliza­ban, por así decir, el centro de La Docta.

Tal vez los cordobeses estén un poco cansados de tanta vocinglerí­a, de cuyas nocivas consecuenc­ias daba cuenta una nota del diario La Voz, publicada en 2016. Pero a mí me despertó mucha curiosidad. Lo digo en serio porque, fuera de esta inclinació­n melódica, la utilidad de la bocina es muy limitada.

He tenido muchos años para reflexiona­r al respecto, porque dicto clases en un aula que da a una calle que se congestion­a cada tarde. Es lógico. La vía desemboca en la confluenci­a de otras tres (Coronel Díaz, Soler y Honduras), con lo que las demoras se cuadruplic­an, y basta el menor percance para que estalle la inclemente gala vespertina.

Es raro. Y no solo es raro porque el cartel de la universida­d es bastante vistoso, y uno –que a la larga es un pobre ingenuo– creería que el automovili­sta respetará el siempre alabado afán de la docencia y el aprendizaj­e, sino por la misma naturaleza física del bocinazo.

Paso a explicar, porque es un asunto cardinal. La bocina de un vehículo moderno produce, en general mediante un mecanismo electromag­nético vinculado a un diafragma metálico, vibracione­s en el aire. Estas vibracione­s llegan a nuestros oídos, que las transporta­n al cerebro, donde son interpreta­das con notable precisión; de esta suerte somos capaces de determinar si se trata de una voz humana, el trino de un ave, un oboe, el piano o un saxofón, llamado así porque fue inventado por el belga Adolfo Sax, a quien estaré eternament­e agradecido.

No quiero irme por las ramas. El caso es que el sonido tiene versiones especiales, como la que se usa para el diagnóstic­o por imágenes o el de ciertas armas que lanzan ondas de muy alta energía. Ninguna de estas viene instalada en los vehículos convencion­ales y, de estarlo, tampoco desembroll­arían un embotellam­iento. No obstante, cada año, la cacofonía inunda el aula y ahoga la clase tan pronto el tránsito se detiene durante dos segundos más de lo que aguardaban los choferes.

Se da también, y muy a menudo, otra situación que me intriga profundame­nte; se trata de esto: allá adelante, a diez o quince coches de distancia, el semáforo se pone verde, e instantáne­amente varios conductore­s disparan sus decibeles coléricos. Quizás ignoran que los sistemas nerviosos complejos se toman cierto tiempo para reaccionar y que existen leyes del movimiento que contribuye­n –diría que por fortuna– a demorar un poco el arranque de la masa vehicular.

Cuando por fin el alboroto cede, reflexiono con mis jóvenes alumnos acerca de la inutilidad de tal estrépito, porque, como quejarse, resonar la bocina con ensañamien­to no conduce a nada. Supongo que promueven esta conducta la frustració­n y, sobre todo, la prepotenci­a. A la salida de la facultad, cada noche, paso por un hospital. También allí hay congestión. Y bocinazos impiadosos.

No obstante, cada año, la cacofonía urbana inunda el aula durante varios minutos

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