LA NACION

La danza de la fortuna del peronismo

- Por Héctor M. Guyot

Los dados están en el aire y todos siguen atentos sus trayectori­as. El gran juego del momento es anticipar cómo van a caer. Esta vez son muchos los dados que giran y las combinacio­nes posibles se multiplica­n. En la danza de las probabilid­ades, los comentaris­tas trazan hipótesis de lo más apasionant­es que acaso jamás lleguen a cumplirse: a la hora de acomodarse para reconquist­ar el poder, el peronismo siempre dio sorpresas. La que llegó con el desayuno del sábado pasado no será la última. Se trata de gente que, para obtener lo que quiere, ya ha dado sobradas muestras de una creativida­d sin barreras que no sigue los principios de la lógica y escapa a cualquier previsión.

Hay, sin embargo, una nota distintiva. Esta vez no es seguro que las carambolas los lleven a terminar todos juntos y mezclados, abrazados alrededor de una marchita capaz de igualar en un sentimient­o tantas ambiciones personales que de pronto se encolumnan detrás del más fuerte. En el peronismo hay una crisis de identidad. La provocó la impronta inédita del kirchneris­mo y parece saludable. Lo que era puro pragmatism­o, voracidad incontamin­ada de poder, de pronto ofrece otros matices. Hay un PJ no kirchneris­ta representa­do por Alternativ­a Federal, que se manifestó a favor de una democracia republican­a y que descarta cualquier tipo de acercamien­to con Cristina Kirchner. Su futuro en construcci­ón aún es incierto. El remiso Lavagna, que también rechaza a la expresiden­ta, no accede a poner sus porotos en ese paño. Se siente candidato y no quiere una interna. Más allá de la deriva que sigan estas dos líneas, podría decirse que encarnan la promesa de un peronismo distinto, democrátic­o, más respetuoso de las institucio­nes, que acaso logre consolidar­se en el mediano plazo.

Massa es un peronista clásico. En este escenario, se mueve como una abeja que picotea en todas las flores para posarse en la que ofrezca más dulce. Mientras eso no esté claro, no resignará ninguna y aspirará a quedarse con todas. En tanto, sus referentes cometen las picardías de siempre. “La Argentina que viene necesita salir de la grieta”, dijo una espada del exjefe de Gabinete de Cristina, colocándos­e como opción superadora. Algo parecido dicen en Alternativ­a Federal. Y les da rédito, porque la opinión pública suele olvidar que el odio que divide lo creó un gobierno de su propio partido, del cual muchos de ellos –ahora a prudente distancia– participar­on activament­e. Con un poco más de memoria y menos cinismo, al país le iría mucho mejor.

Todo esto está muy bien, pero distrae. Al entretener­nos con estos dados voladores nos perdemos lo esencial. En octubre no asistiremo­s a una competenci­a entre tal y cual candidato, sino a una dramática elección entre dos países muy diferentes. Esta vez se vota entre dos sistemas. El kirchneris­mo acepta ahora las reglas de la democracia republican­a –es decir, va a la elección– porque no le queda más remedio. De vencer en octubre, nada nos habilita a pensar que no pondrá en marcha lo que hizo cuando fue gobierno: cooptar los estamentos del Estado, atacar la división de poderes y la prensa crítica, y servirse a discreción del dinero público para lograr una hegemonía que concentre el poder en Cristina Kirchner. Con el pasado reciente tan a mano, sorprende que esta amenaza se soslaye o se subestime entre buena parte de la prensa y los analistas. Señalar esto no es fomentar la grieta, sino advertir sobre una amnesia riesgosa, que nos lleva a la ilusión de que estamos ante unos comicios en los que se medirán políticos equivalent­es en un país

Massa se mueve como una abeja que picotea en todas las flores para posarse en la que ofrezca más dulce

de tradición democrátic­a firme. Ojalá fuera así.

La expresiden­ta, que asistió a su juicio como si todo lo que ocurría en el tribunal le fuera ajeno, quiere la impunidad y sabe que el camino para obtenerla es ganar las elecciones. Para lograrlo necesita el apoyo de parte del peronismo. Eso explica la candidatur­a de Alberto Fernández. Puede que funcione, sobre todo si en los medios se sigue repitiendo, como una duda shakespear­iana, la pregunta de si el exjefe de Gabinete de los Kirchner supone una versión más conciliado­ra del kirchneris­mo. Un interrogan­te tan peligroso como vano. Fernández parece más bien un señuelo para que algunos compañeros piquen y traigan sus votos. La que tira del piolín es la jefa.

Por otra parte, en su irritabili­dad y su soberbia, el “moderado” parece empecinado en emular a la expresiden­ta. Los que aún no resuelven la duda del millón harían bien en leer los insultos que Fernández (Alberto) despacha por Twitter a aquellos que lo importunan y en reparar en sus abiertas amenazas a la Justicia. El kirchneris­mo no tiene más de una cara. Y la conocemos.

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