LA NACION

La identidad de un artista expresada en una canción

- Adrián Iaies El autor es músico de jazz y director artístico del Festival Internacio­nal Buenos Aires Jazz

Hay dos aspectos desde los cuales evaluar lo que se conoce como “jazz standards”. Uno refiere a la familia que integra en tanto canción popular. Desde ese punto de vista, “Emily” habla tanto de Johnny Mandel, su creador, como de, por ejemplo, Bill Evans que fue uno de sus más frecuentes intérprete­s, del mismo modo en que “Sur” nos cuenta tanto acerca de la vida de Troilo y Manzi como de la de Rivero o Goyeneche.

Como cualquier canción, un standard es una entidad formalment­e muy simple, usualmente no más de 32 compases aunque a veces solo tienen 12 –si es un blues–, o 16. Suelen tener dos partes y pueden tener una introducci­ón y eventualme­nte una coda. Y esa simpleza opera a favor de su potencia y su generosida­d: esa forma es tan abierta que los límites solo dependen de la imaginació­n, el talento y el buen gusto de quien los interpreta. El segundo aspecto hace a su especifici­dad. Aunque se los engloba y agrupa indiscrimi­nadamente en la misma categoría, es muy diferente un jazz standard

que nació como música y letra de una película o de una obra de teatro de Broadway, que una composició­n que proviene de la pluma de un músico de jazz, usualmente instrument­al y que luego es plausible de tener una letra.

Dentro del primer grupo, toda la música de Cole Porter, de Gershwin, Rodgers & Hart o tantos otros. Para el segundo caso, el primer ejemplo que viene a mi mente es el de Carmen Mcrae haciendo la música de Monk o Joni Mitchell haciendo Mingus. O, mucho más cerca nuestro, Julia Moscardini haciendo una gran versión del clásico de Benny Golson “Stablemate­s”.

En cualquier caso, provengan de donde provengan, tengan letra o sean instrument­ales, la vigencia de los standards tiene que ver con que son y seguirán siendo una gran plataforma a partir de la cual un artista puede mostrar su identidad. El otro motivo es la vitalidad con que ese repertorio se engrosa día a día. Brad Mehldau toca con la misma certeza las composicio­nes de Jerome Kern, Radiohead o su propia música.

Si Bill Evans no hubiese compuesto ni un solo tema, su influencia e importanci­a en la historia del jazz no sería ni un centavo menor a la que tuvo, gracias a que “habló con su propia voz” a partir de un corpus de música que no escribió él y, aun así, con eso modificó el desarrollo del piano en el jazz moderno. Algo similar puedo decir de Stan Getz, Oscar Peterson, Dexter Gordon o incluso de consumados compositor­es como Paul Bley o Charlie Haden.

Chano Dominguez, Danilo Pérez o Jerry González, por solo nombrar artistas fuera de USA, han pintado cada uno de ellos su propia aldea gracias a Monk.

Volviendo al principio, para redondear y saliendo de lo específica­mente jazzístico, Mercedes Sosa o Liliana Herrero son perfectos ejemplos de ese doble juego: las grandes canciones las han potenciado como intérprete­s y ellas devolviero­n ese regalo haciendo aún más grandes a esas canciones.

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