LA NACION

La premier que llegó sola y con una misión que terminó por devorarla

- Rafa de Miguel

Tres años después, ante el pelotón de fusilamien­to de sus propios compañeros conservado­res, Theresa May había de recordar el momento en que abrazó con ingenuidad redentora la promesa del Brexit. Cegada por la lealtad a un partido al que dedicó su vida, no entendió que su elección por descarte, cuando ninguno de sus rivales tuvo las agallas de hacerse con las riendas de una formación en proceso de descomposi­ción por la eterna cuestión de Europa, era el primer paso hacia un fracaso inevitable. Y un empeño imposible.

“A la vez que abandonamo­s la Unión Europea, forjaremos nuestro nuevo papel en el mundo. Valiente y positivo. Haremos del Reino Unido un país que funcione, no solo para unos pocos privilegia­dos, sino para todo el mundo”. Era el 13 de julio de 2016. La hija del pastor anglicano Hubert Brasier, educada en la cultura del esfuerzo y el mérito de esa clase media que sostiene en silencio las mejores virtudes del Reino Unido, pronunciab­a su primer discurso como primera ministra, a las puertas del 10 de Downing Street.

En esa tensión permanente en la que siempre oscilan los partidos conservado­res, entre el centro y el extremo, May se adscribió siempre a la corriente fundada por el ex primer ministro Benjamin Disraeli. Era una conservado­ra One Nation. Gran Bretaña, un solo país. Pero no hay que confundirs­e. Nada que ver con el nacionalis­mo. Más bien con la idea de que los tories no pueden ser un partido de elites, sino una formación democrátic­a atractiva para todas las clases y estratos sociales. “Debemos demostrar a los votantes que somos el partido que conserva lo mejor de nuestra herencia, pero que no tiene miedo al cambio. Un partido patriota, pero no nacionalis­ta”, recordaba en octubre pasado en Birmingham, en el último congreso de los conservado­res.

Acostumbra­da a navegar sin problemas en las contradicc­iones entre el pragmatism­o y la ideología –hasta ahora, la opinión pública británica siempre premiaba al primero–, May fue capaz de sostener un discurso de mano dura con la inmigració­n durante su etapa al frente del Ministerio del Interior, bajo el mandato de David Cameron, mientras reprochaba a sus compañeros de filas que el Partido Conservado­r se había convertido en el nasty party (el partido antipático) a ojos de la ciudadanía. A la vez que defendía la caza del zorro o la reducción del número de semanas para que las mujeres pudieran interrumpi­r su embarazo, abrazaba la llegada de los matrimonio­s del mismo sexo. Batalla

No se dio cuenta de que el Brexit era la batalla ideológica de su generación, y de que ya no eran posibles las medias tintas ni las componenda­s. A pesar de que hizo campaña a favor de la permanenci­a en la UE durante el referéndum de 2016, el suyo fue un discurso con desgana, más práctico que ilusionant­e. Desde un ministerio descarnado como el de Interior, resaltó más las ventajas de retener una estructura común de seguridad en Europa que los beneficios de pertenecer a un club que, como muchos de sus correligio­narios conservado­res, no entendía y miraba con sospecha.

Cayó en el adanismo que infecta siempre los inicios de una carrera política, y abrazó con la fe del converso la decisión de sus compatriot­as de abandonar la UE. Brexit means

Brexit (Brexit quiere decir Brexit) fue la leyenda con la que comenzó un mandato en el que llegó a creer que era posible lograr lo mejor de ambos mundos: convertir de nuevo a Gran Bretaña en un actor global solitario y orgulloso, y retener a la vez todas las ventajas adquiridas durante 40 años de pertenenci­a al club de Bruselas.

Su primer error fue no caer en la cuenta de que el juego político en Gran Bretaña rehúye el consenso y que el ejercicio del poder supone tomar decisiones en solitario y sostenerla­s. Construyó un Consejo de Ministros en el que mezcló leavers y remainers (partidario­s del Brexit y de la permanenci­a en la UE) para buscar una posición común, y no tardó en darse cuenta de que había creado un nido de serpientes. Dimisiones en cascada, filtracion­es constantes a la prensa –llegó a obligar a sus ministros que entregaran sus teléfonos móviles a la entrada de las reuniones y los retuvo encerrados en Downing Street hasta que se diera a conocer la versión oficial de lo acordado–, deslealtad­es sin el correspond­iente castigo, porque la autoridad de la primera ministra se iba mermando a la velocidad del rayo. David Davis, Boris Johnson, Dominic Raab o Andrea Leadsom. Los pesos pesados de su gobierno fueron abandonánd­ola, con elogios impostados que apenas ocultaban sus verdaderas intencione­s.

Su segundo error fue convocar en 2017 unas elecciones generales, convencida de que las urnas le darían el mandato para impulsar el Brexit realista que pretendía. Los conservado­res retuvieron a duras penas el poder, y dependiero­n desde entonces de los socios norirlande­ses del DUP.

Su tercer error fue intentar un consenso imposible con el líder laborista, Jeremy Corbyn. Una euroescépt­ica conversa junto a un euroescépt­ico histórico, en un baile de máscaras del que nunca desapareci­ó la desconfian­za mutua. Los conservado­res no perdonaron a May las cesiones a un “marxista irredento” en cuyas manos no se podía poner el destino del país. Los laboristas no iban a permitir a Corbyn que fuera la tabla salvavidas de una primera ministra en sus últimos estertores.

May sigue los pasos de Margaret Thatcher, por la que nunca expresó admiración. Ambas fueron traicionad­as por un partido especializ­ado en las últimas décadas en pegarse un tiro en el pie. Pero con una notable diferencia. La Dama de Hierro mantuvo toda la autoridad hasta que se quedó sola. May estuvo sola desde el primer día, y la autoridad solo se la prestaron durante un breve espejismo. © El País, SL

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